—Para ser exactos —respondió Sajaki—, de ambos.
El ascensor se detuvo con estruendo. Cuando las puertas se abrieron, fue como si un trozo de tela mojada los abofeteara. Khouri agradeció que le hubieran dicho que se abrigara, pero seguía sintiendo un frío mortal.
—Sin embargo, no todos fueron unos hijos de puta —continuó—. Lorean, el padre del mayor, fue una especie de héroe popular, incluso después de morir y de que el mayor… ¿cómo se llamaba?
—Calvin.
—Eso. Incluso después de que Calvin matara a todas esas personas. Entonces apareció el hijo de Calvin… creo que se llamaba Dan, que intentó compensar a su modo el asunto de los Amortajados —Khouri se encogió de hombros—. Yo no lo viví, por supuesto. Sólo sé lo que me han contado.
Sajaki los condujo por unos lúgubres pasillos iluminados en gris verdoso. Las ratas conserje, enormes y posiblemente mutadas, escapaban a su paso.
El lugar por el que la llevaban parecía el interior de la tráquea de un enfermo de cólera: pasillos cubiertos de un viscoso y sucio hielo, envenenados por conductos y líneas eléctricas enterradas y resbaladizos por algo nauseabundo similar a flemas humanas. Volyova le explicó que esa sustancia, que ella llamaba limo de la nave, era una secreción orgánica provocada por los sistemas de reciclaje biológico averiados.
Sin embargo, lo que más preocupaba a Khouri era el frío.
—La implicación de Sylveste en todo este asunto es un tema bastante complejo —dijo Sajaki—. Nos llevará un tiempo explicártelo. Pero antes me gustaría presentarte al Capitán.
Sylveste giró sobre sí mismo, comprobando que todo estaba, más o menos, en su sitio. Satisfecho, canceló la imagen y se reunió con Girardieau en la antesala. La música llegó a un crescendo y después inició un burbujeante estribillo. El patrón de las luces cambió, las voces se silenciaron.
Juntos, se dirigieron hacia la luz, hacia el sonido del órgano. Un sinuoso camino enmoquetado para la ocasión conducía al templo central. Los árboles-campanilla se alineaban a los lados, enfundados en cúpulas protectoras de plástico transparente; eran esculturas larguiruchas y articuladas provistas de diversos brazos, en cuyos extremos había espejos curvados de diversos colores. En ocasiones, los árboles chasqueaban y se reconfiguraban, movidos por lo que parecía ser un mecanismo de relojería de un millón de años de antigüedad que estuviera enterrado en sus pedestales. En la actualidad se pensaba que estos árboles eran elementos de algún sistema de semáforos de la ciudad.
El sonido del órgano se intensificó en cuanto entraron en el templo. Su cúpula oval estaba impregnada de fragmentos de vidrio de colores en forma de pétalo, milagrosamente intactos a pesar de la lenta erosión del tiempo y la gravedad. El aire que se filtraba por las claraboyas del techo parecía emitir un resplandor rosado y sosegador. El área central de la gigantesca sala la ocupaba la emergente base del capitel que se alzaba sobre el templo, ancha y acampanada como el tronco de una secoya. Los cien asientos provisionales para los máximos dignatarios de Cuvier se desplegaban en forma de abanico desde un lado de la columna; había sido sencillo acomodarlos en el edificio, a pesar de su reducida escala. Sylveste contempló las hileras de espectadores: reconocía aproximadamente a la tercera parte; antes del golpe, un diez por ciento de ellos habían sido sus aliados. En su mayoría vestían abrigadas prendas externas, forradas de piel. Reconoció a Janequin que, con sus blancas barbas de mandarín y su largo cabello plateado que caía en cascada desde su coronilla, parecía un sabio. Tenía un aspecto más simiesco que nunca. Tras haber sido liberados de una decena de cajas de bambú, algunos de sus pájaros vagaban por el vestíbulo. Sylveste tenía que reconocer que eran imitaciones sorprendentemente buenas, a pesar de sus crestas recortadas y el brillo moteado de su plumaje turquesa. Habían sido adaptados a partir de los pollos, gracias a la cuidadosa manipulación de los genes de la caja homeótica. El público, que en su mayoría era la primera vez que los veía, empezó a aplaudir. Janequin se volvió del color de la nieve ensangrentada y pareció ansioso por sumergirse en su abrigo de brocado.
Girardieau y Sylveste se detuvieron ante una robusta mesa con las esquinas desmenuzadas que se alzaba en el centro de la sala. Era una mesa antigua: el águila de madera y las inscripciones en latín databan de la época en que los colonos amerikanos se asentaron en Yellowstone. Sobre la mesa descansaba una caja de caoba barnizada y sellada con delicados broches de oro.
Tras ella se alzaba una mujer de porte severo, vestida con una toga de color blanco eléctrico. El cierre de la toga era un complejo sello dual que combinaba la rúbrica gubernamental Inundacionista de Ciudad Resurgam con el emblema de los Maestros Mezcladores: dos manos sujetando unos hilos de ADN. Sylveste sabía que aquella mujer no era una verdadera Maestra Mezcladora, puesto que éstos formaban un gremio muy exclusivo de bioingenieros y genetistas Stoner y ninguno de sus santuarios había viajado hasta Resurgam. De todos modos, su símbolo (que sí que había viajado) denotaba un gran conocimiento de las ciencias de la vida: la genética, la cirugía y la medicina.
La pálida luz confería un tono amarillento a su rostro. La mujer tenía el cabello recogido en un moño, atravesado por dos agujas.
La música cesó.
—Soy la Ordenadora Massinger —dijo ella, con una voz que resonó por toda la sala—. El consejo expedicionario de Resurgam me autoriza a casar a individuos en esta colonia, a no ser que dicha unión entre en conflicto con la condición genética de ésta.
La Ordenadora abrió la caja de ébano. Debajo de la tapa había un objeto encuadernado en piel del tamaño de una Biblia que sacó y dejó sobre la mesa. Cuando lo abrió, el cuero crujió. Las superficies expuestas eran de color gris mate, como pizarra húmeda, relucientes de maquinaria microscópica.
—Apoyen una mano en la página que tengan más cerca, caballeros.
Ambos acercaron la palma al libro, que realizó un barrido fluorescente para tomarles las huellas y practicó una biopsia que les provocó un suave hormigueo. En cuanto terminó, Massinger cogió el libro y también apoyó la palma en su superficie.
A continuación, pidió a Nils Girardieau que constatara su identidad ante los congregados. Sylveste vio que el público sonreía. Había algo absurdo en todo esto, pero Girardieau se esforzó en no convertirlo en un espectáculo.
Acto seguido, Massinger pidió a Sylveste que hiciera lo mismo.
—Soy Daniel Calvin Lorean Soutaine-Sylveste —dijo, usando la forma de su nombre que había utilizado en tan raras ocasiones que le costaba recordarla—. El único hijo biológico de Rosalyn Soutaine y Calvin Sylveste, ambos de Ciudad Abismo, Yellowstone. Nací el día diecisiete de enero, en el año ciento veintiuno estándar tras la recolonización de Yellowstone. Mi edad caléndrica es de doscientos veintitrés años. En lo que respecta a los programas de medimáquina, tengo una edad fisiológica de sesenta, en la escala Sharavi.
—¿Cómo se manifiesta conscientemente?
—Me manifiesto conscientemente en una única encarnación: la forma biológica que está hablando en estos momentos.
—¿Y afirma que no se manifiesta conscientemente a través de un nivel alfa u otra simulación capacitada para el Turing, en este sistema solar o en otro?
—No, que yo sepa.
Massinger anotó algo en el libro usando un estilete de presión. A Girardieau le había formulado las mismas preguntas, pues éste era el procedimiento habitual de las ceremonias Stoner. Después de lo ocurrido con los Ochenta, los Stoners recelaban de todo tipo de simulaciones, sobre todo de aquellas que pretendían contener la esencia o el alma de un individuo. Una de las cosas que más les desagradaba era pensar en la manifestación de un individuo (fuera o no biológico) firmando un contracto al que no estaban obligadas sus otras manifestaciones, por ejemplo el matrimonial.
—Los detalles son correctos —anunció Massinger—. La novia puede acercarse.
Pascale quedó iluminada por la luz rosada. Iba acompañada por dos mujeres ataviadas con tocas de color ceniza, un escuadrón de cámaras flotantes, avispas de seguridad y un séquito semitransparente de entópticos: ninfas, serafines, peces voladores, colibríes, gotas de rocío y mariposas brillantes como las estrellas, que formaban una lenta cascada alrededor de su traje de novia. El traje había sido creado por los diseñadores entópticos más exclusivos de Cuvier.
Girardieau extendió sus gruesos brazos y abrazó a su hija.
—Estás preciosa —murmuró.
Lo único que Sylveste veía era belleza reducida a perfección digital. Sabía que Girardieau veía algo mucho más suave y humano, como la diferencia que existe entre un cisne y la escultura de vidrio de un cisne.
—Ponga la mano sobre el libro —dijo la Ordenadora.
Aún se podía ver la huella de sudor que había dejado la mano de Sylveste, como una línea costera que bordeaba la pálida isla formada por la mano de Pascale. Ordenación le pidió que verificara su identidad, del mismo modo que antes había hecho con Sylveste y Girardieau. Para Pascale fue bastante sencillo: había nacido en Resurgam y nunca había abandonado el planeta. Mientras Massinger exploraba las profundidades de la caja de ébano, los ojos de Sylveste se deslizaron por el público y advirtió que Janequin parecía estar más pálido que nunca, inquieto. En lo más profundo de la caja, barnizado de un antiséptico tono azulado, descansaba un artefacto que parecía un cruce entre un anticuado revólver y la aguja hipodérmica de un veterinario.
—Contemplen la pistola nupcial —dijo la Ordenadora, sosteniendo en alto la caja.
A pesar del frío que hacía, Khouri pronto se olvidó de la temperatura, que pasó a ser una característica abstracta del aire. La historia que le estaban relatando sus compañeros de tripulación era demasiado extraña para pensar en otra cosa.
Estaba delante del Capitán. Ahora sabía que su nombre era John Armstrong Brannigan. Era viejo, inconcebiblemente viejo. Dependiendo del sistema que se adoptara para calcular su edad, ésta se encontraba en algún punto situado entre los doscientos y los quinientos años. Los detalles de su nacimiento no estaban claros, pues habían quedado atrapados sin remedio en las contraverdades de la historia política. Algunos decían que Marte era su planeta natal, mientras que otros afirmaban que había nacido en la Tierra, en la constreñida ciudad de su satélite o en alguno de los cientos de hábitat que flotaban en la actualidad por el espacio cislunar.
—Antes de abandonar el sistema Solar, ya tenía más de un siglo de edad —explicó Sajaki—. Esperó hasta que fue posible hacerlo, cuando los Combinados lanzaron la primera nave desde Fobos. Fue una de las primeras personas en abandonar el sistema.
—O al menos, alguien llamado John Brannigan viajó en esa nave —rectificó Volyova.
—No me cabe duda de que era él —dijo Sajaki—. Es más, sé que era él. Después borró deliberadamente su propio pasado para evitar ser rastreado por los enemigos que pudiera tener en aquella época. Muchos afirmaron haberlo visto en diferentes sistemas, en diferentes décadas… pero nunca hubo nada concreto.
—¿Cómo llegó a convertirse en vuestro Capitán?
—Siglos después, tras varios aterrizajes y decenas de apariciones no confirmadas, apareció en los límites del sistema de Yellowstone. Debido a los efectos relativistas del viaje estelar envejecía lentamente, pero envejecía; además, las técnicas de longevidad no estaban tan avanzadas como ahora —Sajaki hizo una pausa—. Gran parte de su cuerpo era ya protésica. Se decía que cuando abandonó su nave, John Brannigan ya no necesitaba llevar ningún traje espacial; que podía respirar vacío, que podía disfrutar del sol bajo un calor insoportable o un frío terrible y que su alcance sensorial englobaba todos los espectros imaginables. También se decía que poco quedaba del cerebro con el que nació: que su cabeza era un telar de cibernética entremezclada, un cocido de diminutas máquinas pensantes y material orgánico precioso.
—¿Y cuánto de todo eso era cierto?
—Puede que más de lo que la gente quería creer. Por supuesto que había mentiras, por ejemplo que había visitado a los Malabaristas de Giro a la Deriva años antes de que éstos fueran descubiertos; que los alienígenas habían forjado transformaciones maravillosas en lo que quedaba de su mente; o que se había reunido y comunicado con, al menos, dos especies inteligentes de momento desconocidas por el resto de la humanidad.
—Con el tiempo conoció a los Malabaristas —dijo Volyova, mirando a Khouri—. El Triunviro Sajaki lo acompañó en su visita.
—Eso sucedió mucho después —espetó Sajaki—. Y ahora, lo único pertinente es su relación con Calvin.
—¿Cómo se cruzaron sus caminos?
—La verdad es que nadie lo sabe —respondió Volyova—. Lo único que sabemos con certeza es que resultó herido, puede que por un accidente o por una operación militar fallida. Su vida no corría peligro, pero necesitaba ayuda urgente y acudir a uno de los grupos oficiales del sistema de Yellowstone habría sido un suicidio. Tenía demasiados enemigos para poder dejar su vida en manos de cualquier organización. Lo que necesitaba era poder depositar su confianza en algunos individuos concretos y, evidentemente, Calvin era uno de ellos.
—¿Calvin estaba en contacto con elementos Ultra?
—Sí, aunque jamás lo admitió de forma pública —Volyova sonrió, mostrando una medialuna dentada bajo el ala de su sombrero—. En aquel entonces, Calvin era joven e idealista. Cuando apareció en su vida este hombre herido, consideró que se trataba de un regalo divino. Hasta entonces había carecido de medios para explorar sus ideas más estrambóticas, pero ahora que tenía al sujeto perfecto, sólo necesitaba ser discreto. Por supuesto, ambos ganaron con esta relación: Calvin pudo probar sus radicales teorías cibernéticas, mientras que Brannigan se recuperó y se convirtió en algo más de lo que era antes de que Calvin pusiera las manos en él. Podríamos describirlo como la relación simbiótica perfecta.
—¿Estás diciendo que el Capitán fue una cobaya para las monstruosidades de ese hijo de puta?
Sajaki se encogió de hombros. Debido a la cantidad de ropa que llevaba encima, el movimiento fue similar al que haría una marioneta.
—No es así como Brannigan lo veía… y respecto al resto de la humanidad, el Capitán ya era un monstruo antes del accidente. Lo único que hizo Calvin fue continuar con esa tendencia. Consumarla, si prefieres llamarlo así.