Girardieau acercó el brazo a sus labios y pronunció unas palabras. La luz perdió intensidad.
Siguieron avanzando envueltos en la penumbra. Lentamente, el reducido espacio empezó a aumentar de tamaño y sus respiraciones dejaron de reverberar en las paredes. Ahora, el único sonido procedía del laborioso ronroneo de las bombas de aire cercanas.
—Esperad —dijo Girardieau—. Ahí llega.
Sylveste se preparó para la inevitable desorientación que sentiría cuando regresara la luz. Por una vez no le molestó el dramatismo de Girardieau, pues confería cierta sensación de descubrimiento, aunque fuera de segunda mano. Sólo él era consciente de ello, pero no quiso estropear el momento a los demás. Habría sido de mala educación, puesto que, al fin y al cabo, nunca sabrían qué se sentía ante un verdadero descubrimiento; de hecho, casi los compadecía. Pero la imagen que reveló la luz lo obligó a descartar cualquier nuevo pensamiento.
Era una ciudad alienígena.
Rumbo a Delta Pavonis, 2546
—Supongo que eres una de esas personas racionales que se enorgullecen de no creer en fantasmas —dijo Volyova.
Khouri la miró, frunciendo levemente el ceño. Volyova había sabido desde un principio que aquella mujer no era ninguna estúpida, pero seguía interesada en ver cómo reaccionaba ante aquella pregunta.
—¿Fantasmas, Triunviro? No puede ser cierto.
—Una de las cosas que pronto descubrirás es que siempre hablo completamente en serio —replicó Volyova. Señaló la puerta ante la que se habían detenido, situada discretamente en una oxidada pared interior de la nave. La puerta era robusta y, entre las capas de corrosión y las manchas, se podía apreciar el estilizado dibujo de una araña—. Adelante. Yo iré detrás.
Khouri hizo lo que le pedía sin vacilar. Volyova estaba satisfecha. Durante las tres semanas que habían transcurrido desde que la habían secuestrado (o reclutado, por decirlo de forma educada), la había sometido a un complejo régimen de terapias para alterar su lealtad. El tratamiento prácticamente se había completado, excepto por las dosis de puesta al día que se mantendrían de forma indefinida. Pronto, la lealtad de esa mujer sería tan fuerte que transcendería la mera obediencia para convertirse en una obligación, en un principio que nunca podría ignorar, del mismo modo que un pez nunca puede dejar de respirar agua. Esta lealtad, llevada a un extremo que Volyova esperaba que fuera innecesario, podría hacer que Khouri no sólo deseara cumplir con la voluntad de la tripulación, sino también amarla por haberle dado esta oportunidad. Pero Volyova se detendría antes de someterla a una programación tan profunda. Tras su menos que fructífera experiencia con Nagorny, lo último que deseaba era crear otra cobaya incondicional. De hecho, prefería que Khouri conservara cierto resentimiento.
Tal y como había prometido, cruzó la puerta tras Khouri. La recluta se había detenido a unos metros del umbral, al advertir que no había forma alguna de seguir adelante.
Volyova selló la gran puerta de hierro que tenían a sus espaldas.
—¿Dónde estamos, Triunviro?
—En mi pequeño santuario privado —respondió. Ordenó por el brazalete que se encendiera una luz, aunque la sala permaneció envuelta en sombras. Era como un enorme torpedo, dos veces más largo que ancho. El interior estaba suntuosamente equipado: en el suelo se habían instalado cuatro asientos acolchados de color escarlata, muy juntos entre sí; detrás había espacio para otros dos, aunque no quedaba nada de ellos, excepto sus puntos de anclaje. Las paredes de latón, allí donde no estaban revestidas de terciopelo acolchado, eran curvadas y lustrosamente oscuras, como si hubieran sido construidas con obsidiana o mármol negro. El apoyabrazos de la butaca que había ocupado Volyova estaba provisto de un panel de control de ébano negro. La mujer acarició las esferas y los botones de su interior, familiarizándose con ellos. Eran de bronce o de cobre y mostraban elaboradas inscripciones, realizadas con floridas incrustaciones de madera y mármol. La verdad es que no necesitaba familiarizarse con aquellos controles, puesto que visitaba la habitación-araña con una regularidad razonable. De todos modos, disfrutaba del placer táctil de acariciar el panel con sus dedos—. Te sugiero que te sientes —añadió—. Vamos a movernos.
Khouri se sentó junto a ella, obediente. Volyova presionó una serie de interruptores de ébano, haciendo que algunas esferas se iluminaran en tonos rosados y que sus agujas temblaran mientras los circuitos de la habitación-araña se llenaban de energía. Sintió un placer sádico al advertir que Khouri estaba desorientada: era obvio que no tenía ni idea de dónde se encontraba ni qué estaba a punto de suceder. Se oyeron unos sonidos metálicos y se produjo un repentino movimiento, como si la sala fuera un salvavidas que empezara a ser remolcado por un barco.
—Nos estamos moviendo —comentó Khouri—. ¿Qué es esto? ¿Una especie de ascensor de lujo para el Triunvirato?
—No es nada tan decadente. Nos encontramos en un viejo eje que conduce al casco exterior.
—¿Necesitas una habitación para ir al casco? —El desdén que despertaban en Khouri las extravagancias de la vida de los Ultra volvió a quedar de manifiesto. Volyova se sintió perversamente complacida: eso significaba que su terapia de lealtad no había destruido la personalidad de la mujer; sólo la había redirigido.
—Si sólo fuéramos al casco, habríamos ido caminando —replicó Volyova.
Ahora el movimiento era suave, pero todavía se oían los ruidos metálicos de las esclusas y los sistemas de tracción al moverse para permitirles el paso. Las paredes del eje seguían siendo completamente negras, pero Volyova sabía que eso estaba a punto de cambiar. Mientras tanto, observaba a Khouri, intentando averiguar si estaba asustada o si simplemente sentía curiosidad. Si era lista, ya debía de haberse dado cuenta de que había invertido demasiado tiempo en ella para querer matarla… aunque su instrucción militar en Borde del Firmamento debía de haberle enseñado a no dar nada por sentado.
Su aspecto había cambiado considerablemente desde que la reclutó. Siempre había tenido el cabello corto, pero ahora lo llevaba rasurado y de cerca se podía ver la aterciopelada pelusa que empezaba a nacer. Tenía el cráneo repleto de elegantes cicatrices de color salmón: las marcas de las incisiones que había practicado Volyova para colocar los implantes que antes ocupaban la cabeza de Boris Nagorny.
También había tenido que realizar otros procedimientos quirúrgicos. Debido a sus días como soldado, el cuerpo de Khouri estaba cosido de metralla y de cicatrices curadas y casi invisibles ocasionadas por armas de rayos o impactos de proyectil. Algunos fragmentos de metralla se encontraban a tanta profundidad que los doctores de Borde del Firmamento habían sido incapaces de sustraérselos. En su mayoría no le habían causado ningún daño, porque eran compuestos biológicamente inertes y no se encontraban cerca de órganos vitales. Pero los médicos también habían sido negligentes: justo debajo de la piel de Khouri había encontrado algunos fragmentos que tendrían que haber retirado. Fue Volyova quien lo hizo, examinándolos de uno en uno y guardándolos en su laboratorio. Todos los fragmentos, excepto uno, eran compuestos no metálicos incapaces de interferir en los sensibles campos de inducción de la interfaz de la artillería; sin embargo, Volyova prefirió catalogarlos y almacenarlos. A continuación, recogió el fragmento de metal y lo observó con el ceño fruncido, maldiciendo a los médicos.
Fue una ardua labor, pero el trabajo neurológico resultó ser mucho peor. Hacía siglos que las formas más comunes de implante se cultivaban
in situ
o se diseñaban de modo que se auto-insertaran sin causar dolor alguno, a través de los orificios existentes, pero dichos procedimientos no podían aplicarse a los delicados y exclusivos implantes de la interfaz de artillería. La única forma posible de implantarlos o extraerlos era utilizando una sierra, un escalpelo y frotando con fuerza. La labor había sido doblemente compleja debido a los implantes rutinarios que ya descansaban en la cabeza de Khouri. Tras examinarlos de forma precipitada, Volyova había decidido dejarlos donde estaban, pues sabía que tarde o temprano tendría que reimplantar artefactos similares para que la mujer pudiera funcionar con normalidad fuera de la artillería. Como los implantes se habían injertado bien, ese mismo día, mientras la recluta permanecía inconsciente, la había llevado al asiento de artillería para cerciorarse de que la nave podía comunicarse con sus implantes y viceversa. Antes de poder efectuar nuevas pruebas tendría que esperar a que las terapias de lealtad se completaran. Y eso sucedería cuando el resto de la tripulación durmiera.
Prudencia: ésta era la nueva consiga de Volyova. La imprudencia había provocado aquel desagradable incidente con Nagorny.
No volvería a cometer el mismo error.
—¿Por qué tengo la impresión de que esto es una especie de prueba? —preguntó Khouri.
—No lo es. Tan sólo se trata de… —Volyova movió una mano, descartando la idea—. Intenta complacerme, ¿de acuerdo?
—¿Y cómo podría hacerlo? ¿Diciendo que veo fantasmas?
—Verlos no, Khouri. Oírlos.
Más allá de las paredes negras de la habitación se veía una luz. Las paredes eran de cristal, pero hasta ese momento habían estado rodeadas por el metal del eje por el que se desplazaba. El resto del trayecto se desarrolló en completo silencio. La habitación se fue aproximando a la luz hasta que su frío resplandor azulado la inundó desde todos sus ángulos. Entonces, la sala se abrió paso hasta el otro lado del casco.
Khouri se levantó de su asiento y se acercó al cristal, emocionada. Aquel cristal era hiperdiamante: era imposible que se rompiera en pedazos o que, si tropezaba, cayera al otro lado, pero parecía tan ridículamente fino y frágil que a su mente humana le constaba confiar en su robustez. Si se hubiera asomado un poco más, habría visto las ocho patas de araña articuladas que la anclaban al casco exterior de la nave. Y hubiera entendido por qué Volyova llamaba a aquel lugar la habitación-araña.
—No sé quién ni qué la diseñó —explicó la Triunviro—. Supongo que la instalaron después de que la nave estuviera construida o cuando estaba a punto de cambiar de manos… asumiendo que alguien pudiera permitirse comprarla. Creo que esta sala era una táctica muy elaborada para impresionar a los clientes potenciales… y que a eso se debe el nivel general de lujo.
—¿Estás diciendo que sólo la construyeron para poder soltar un rollo de vendedor?
—Tendría sentido… asumiendo que alguien tuviera la necesidad de salir al exterior de una nave como ésta. Si la nave tuviera conectados los propulsores, cualquier módulo de observación enviado al exterior tendría que igualar el nivel de propulsión para no quedarse atrás. No habría ningún problema si el módulo fuera simplemente un sistema de cámaras, pero si hubiera personas a bordo, las cosas se complicarían. Alguien tendría que pilotarlo o, al menos, saber cómo programar el piloto automático para que lo hiciera. La habitación-araña elimina dicha dificultad al unirse físicamente a la nave. Utilizarla es un juego de niños, al igual que hacer que se mueva sobre sus ocho patas.
—¿Qué ocurriría si…?
—¿Si se soltara? Bueno, nunca ha ocurrido… pero aunque eso sucediera, esta habitación cuenta con diversos enganches magnéticos y perforadores. Y si estos fallaran… y puedo asegurarte que es imposible, la habitación podría propulsarse por sí sola durante el tiempo que tardara en alcanzar a la nave. Y si todo esto fallara… —Volyova se interrumpió—. Bueno, si todo esto fallara, me plantearía intercambiar unas palabras con mi deidad predilecta.
Volyova nunca había hecho que la habitación se desplazara hasta más allá de unos cientos de metros de su punto de salida, pero sabía que podía dar la vuelta entera al casco. De todos modos, hacer algo así no sería muy inteligente, debido a la radiación del exterior. El material aislante del casco protegía a la nave de la radiación, pero ésta podía filtrarse por las delgadas paredes de la habitación-araña, haciendo que el ejercicio de salir al exterior tuviera un extraño y arriesgado glamour.
La habitación-araña era el pequeño secreto de Volyova. No aparecía en los planos principales y, que ella supiera, ninguno de sus compañeros sabía de su existencia. En un mundo ideal la habría mantenido escondida, pero los problemas con la artillería la obligaban a cometer ciertas indiscreciones. Debido al estado de decadencia de la nave, la red de vigilancia de Sajaki era muy extensa y la habitación-araña era uno de los pocos lugares en los que Volyova sabía que podía disfrutar de la más absoluta intimidad cuando necesitaba tratar un asunto delicado con alguno de sus reclutas. No quería que los demás Triunviros conocieran su existencia. Se había visto obligada a mostrársela a Nagorny para hablarle con franqueza del problema de Ladrón de Sol y, durante meses, a medida que su estado mental había ido empeorando, se había arrepentido de su decisión y había temido que Sajaki descubriera su secreto. Al final, sus preocupaciones habían resultado ser infundadas, puesto que Nagorny había estaba demasiado ocupado con sus pesadillas para acordarse de las sutilezas de la política de a bordo. Ahora se había llevado su secreto a la tumba y, de momento, Volyova había podido dormir bien, sabiendo que nadie corrompería su santuario. Puede que en estos momentos estuviera cometiendo un error del que se lamentaría más tarde (se había jurado a sí misma no volver a revelar el secreto de la habitación), pero como siempre, las circunstancias le habían obligado a cambiar de decisión. Necesitaba tratar cierto asunto con Khouri y los fantasmas no eran más que un pretexto que se había inventado para que la mujer no sospechara la verdad.
—Todavía no he visto ningún fantasma —dijo la recluta.
—Pronto los verás… o mejor dicho, los oirás —respondió Volyova.
Khouri advirtió que la Triunviro se comportaba de un modo extraño. Había insinuado en más de una ocasión que esta habitación era su santuario privado y que los demás tripulantes (Sajaki, Hegazi y las otras dos mujeres) ni siquiera sabían de su existencia. Le resultaba extraño que se dispusiera a enseñársela tan pronto. Incluso a bordo de una nave tripulada por quiméricos militaristas, Volyova era una persona solitaria y obsesiva… es decir, no inspiraba demasiada confianza. Se mostraba muy cordial con ella, pero en sus esfuerzos había algo artificial: parecían estar planeados, carecían por completo de espontaneidad. Cada vez que mantenía una conversación trivial con ella o compartía una broma o un cotilleo sobre algún tripulante de la nave, Khouri tenía la impresión de que había estado practicando durante horas enteras con la esperanza de parecer espontánea. En el ejército, Khouri había conocido personas así; al principio parecían auténticas, pero al final resultaban ser espías extranjeros o chivatos que recopilaban información para los altos mandos. Aunque Volyova se había esforzado en parecer despreocupada mientras le mostraba la habitación-araña, Khouri estaba segura de que el tema de los fantasmas no era en absoluto lo que parecía. En su mente aparecieron diversos pensamientos inquietantes, siendo el principal de ellos la idea de que, quizá, Volyova le había traído a este lugar con la intención de acabar con su vida.