Khouri se frotó el doloroso chichón que le había salido en la cabeza, allí donde el Komuso (que ahora sabía que se llamaba Sajaki) le había golpeado con su shakuhachi.
—¿Cómo que una complicación? —gritó—. ¡Me han secuestrado, zorra estúpida!
—Baja la voz, querida. No saben nada de mí y no hay ninguna razón por la que tengan que hacerlo en el futuro. —La imagen entóptica esbozó una dentada sonrisa—. De hecho, es muy probable que en estos momentos yo sea tu mejor amiga. Deberías esforzarte en proteger nuestro secreto. —Examinó sus uñas—. Ahora intentemos ser racionales. ¿Cuál era nuestro objetivo?
—Lo sabes perfectamente.
—Sí. Tenías que infiltrarte en esta tripulación y viajar con ella a Resurgam. ¿Cuál es tu situación?
—La zorra de Volyova sigue llamándome recluta.
—En otras palabras, la infiltración ha sido un éxito. —La Mademoiselle paseaba despreocupada por la sala, con una mano en la cadera y golpeándose el labio inferior con el dedo índice de la otra—. ¿Y hacia dónde nos dirigimos ahora, exactamente?
—No tengo ninguna razón para creer que nuestro destino no sea Resurgam.
—De modo que en lo que respecta a los detalles esenciales, no ha sucedido nada que comprometa a la misión.
Khouri deseaba estrangularla, pero sabía que sería como estrangular a un espejismo.
—¿Se te ha ocurrido pensar que pueden tener su propio programa? ¿Sabes qué dijo Volyova justo antes de que me noquearan? Dijo que era la nueva Oficial de Artillería. ¿Qué crees que quería decir con eso?
—Eso explicaría que estuvieran interesados en encontrar a alguien con experiencia militar.
—¿Y qué sucede si no estoy de acuerdo con sus planes?
—Dudo mucho que les importe. —La Mademoiselle dejó de dar vueltas a la sala y adoptó una de las expresiones de seriedad del repertorio interno de modos faciales—. Verás, son Ultras. Y los Ultras tienen acceso a tecnologías que se consideran tabúes en los mundos coloniales.
—¿Cómo por ejemplo?
—Instrumentos para manipular la lealtad.
—Gracias por informarme de algo tan importante con tanta antelación.
—No te preocupes. Siempre supe que existía esta posibilidad. —Se detuvo y acercó una mano a la cabeza—. Y por lo tanto, tomé precauciones.
—Eso es un alivio.
—El implante que introduje en tu interior fabricará antígenos para sus medimáquinas neuronales y emitirá mensajes subliminales de refuerzo a tu mente inconsciente. Las terapias de lealtad de Volyova quedarán completamente neutralizadas.
—Entonces, ¿para que te molestas en contarme qué va a suceder?
—Porque en cuanto Volyova inicie el tratamiento, tendrás que hacerle creer que funciona.
El descenso sólo llevó unos minutos. El eje por el que descendía el aparato estaba revestido de diamante y medía diez metros de ancho. De vez en cuando había huecos que se utilizaban para guardar el equipo o como pequeñas bases de operaciones, o puntos de intercambio en donde dos ascensores podían pasar el uno junto al otro antes de continuar con su trayecto. Los criados trabajaban el diamante, comprimiéndolo en filamentos de espesor atómico mediante toberas de hilatura. Los filamentos encajaban perfectamente en su lugar bajo la acción de máquinas moleculares del tamaño de proteínas. Al mirar hacia el techo de cristal, el eje débilmente translúcido parecía llegar al infinito.
—¿Por qué no me dijiste que habíais encontrado esto? —preguntó Sylveste—. Lleváis meses en este lugar.
—Digamos, simplemente, que tus conocimientos no eran cruciales —respondió Girardieau—. Hasta ahora, por supuesto.
Al llegar al fondo del eje accedieron a otro pasillo revestido de plata, más limpio y fresco que el que habían recorrido a nivel de suelo. Las ventanas que se abrían a ambos lados ofrecían atisbos de una enorme caverna repleta de andamiaje geodésico y estructuras industriales. Sylveste pudo congelar la imagen en sus ojos y después procesarla y expandirla cuando ya se encontraba diez pasos más adelante. Muy a su pesar, se alegraba de que Calvin le hubiera conferido esta habilidad.
Lo que vio bastó para que se le acelerara el corazón.
Cruzaron un par de puertas blindadas que estaban custodiadas por entópticos de seguridad: unas serpientes retorcidas que parecían silbarles y escupirles. Avanzaron en grupo hasta una antesala en cuyo extremo opuesto se alzaba otro par de puertas, flanqueadas por la milicia. Girardieau les indicó que se apartaran y entonces se volvió hacia Sylveste quien, debido a la redondez de sus ojos y al aspecto pequinés de sus rasgos, tuvo la impresión de encontrarse ante el retrato de un diablo japonés que estuviera a punto de escupir fuego.
—Este es el momento en que pides que te devuelvan el dinero o guardas un silencio reverencial —explicó Girardieau.
—Impresióname —respondió Sylveste, intentando parecer indiferente, a pesar de su precipitado pulso y su febril excitación interna.
En cuanto Girardieau abrió las puertas, accedieron a una sala que medía la mitad que el montacargas y estaba completamente vacía, excepto por una hilera de escritorios empotrados contra la pared. Sobre uno de ellos descansaban unos auriculares y un micrófono, además de un compad que mostraba diagramas diseñados de modo que parecieran bosquejos a lápiz. Las paredes se inclinaban hacia el exterior, siendo el área del techo más grande que la del suelo. Esto, combinado con las enormes cristaleras que se abrían en tres de las paredes, hizo que Sylveste se sintiera como si estuviera en la góndola de una nave, viajando bajo un cielo nocturno sin estrellas sobre un océano desconocido.
Girardieau apagó las luces para que pudiera ver lo que había más allá del cristal.
Cascadas de agua caían del techo de la cámara que había al otro lado, curvándose sobre el objeto amarantino que descansaba debajo. Este emergía de una pared prácticamente vertical de la cueva: un hemisferio de color negro puro, rodeado de soportes y andamiaje geodésico. Masas de magma endurecido se aferraban a su superficie, aunque allí donde había sido eliminado, el objeto era negro y suave como la obsidiana. La forma subyacente era esférica y debía de medir unos cuatrocientos metros de ancho, aunque más de la mitad seguía sepultada.
—¿Sabes quién lo hizo? —preguntó Girardieau en un susurro. No esperó a oír su respuesta—: No cabe duda de que es más antiguo que el lenguaje humano; sin embargo, tiene menos rasguños que mi anillo de bodas.
Girardieau guió al grupo hacia el eje del ascensor para descender hasta el nivel de operaciones de la cámara excavada. Realizaron el trayecto en treinta segundos, aunque a Sylveste se le antojó una complicada y lenta odisea homérica. Consideraba que aquel objeto era su premio, que le había costado tanto ganarlo como si lo hubiera desenterrado con sus propias uñas. Ahora se alzaba amenazador sobre ellos, pues su curvada forma incrustada en la roca sobresalía en el aire. Alrededor del objeto había un pequeño surco que discurría en diagonal de un lado al otro. Desde donde estaba, era como una fractura superficial en la línea del nacimiento del pelo, aunque en realidad medía más de un metro de ancho y debía de ser igual de profundo.
Girardieau los condujo hacia la cuña más cercana: una estructura de hormigón provista de habitaciones y niveles de operación que lindaban con el objeto. Al llegar al interior cogieron otro ascensor que empezó a elevarse por el edificio, dirigiéndose hacia la confusión de andamios que brotaban de él. Sylveste tenía el estómago revuelto, debido a una extraña combinación de claustrofobia y agorafobia: se sentía aprisionado por las toneladas de roca que se alzaban amenazadoras a cientos de metros sobre su cabeza, pero también sentía vértigo por la distancia que lo separaba del suelo.
En el armazón geodésico flotaban pequeños barracones y chozas. Cuando el ascensor se unió a una de estas estructuras, todos salieron en tropel a un complejo de salas en las que aún podía sentirse el zumbido de la actividad que acaba de detenerse. Todos los avisos y señales de advertencia estaban pegados o pintados, pues era una zona demasiado improvisada para que hubiera generadores entópticos.
Avanzaron sobre un tembloroso puente de vigas que se extendía por un elevado andamiaje, dirigiéndose hacia la piel negra del objeto amarantino. Se encontraban aproximadamente en su sección central, al nivel del surco. Estaban tan cerca que ya no parecía esférico; ahora era una pared de madera negra que les impedía avanzar, un objeto tan grande y tan profundo como la visión de la Mortaja de Lascaille que Sylveste recordaba de su viaje a Giro a la Deriva. Siguieron avanzando hasta que el puente se introdujo en el surco.
Al instante, el camino se desvió hacia la derecha, dejando la superficie negra y misteriosamente intacta del artefacto a su izquierda, arriba y abajo. Caminaban por un camino enrejado que se había fijado al suelo subyacente mediante plataformas de succión, pues el material alienígena carecía prácticamente de fricción. A la derecha se alzaba una barandilla de seguridad que les llegaba a la altura de la cintura y, a continuación, cientos de metros de nada. Cada cinco o seis metros había una lámpara, unida al muro interior mediante discos de resina, y cada veinte metros, un panel en el que aparecían símbolos crípticos.
Continuaron avanzando por la abrupta pendiente durante tres o cuatro minutos, hasta que Girardieau les indicó que se detuvieran. Se encontraban en un imbricado nexo de líneas eléctricas, lámparas y paneles de comunicación. La pared que había a mano izquierda del surco se doblaba hacia el interior.
—Tardamos semanas en encontrar el camino —explicó Girardieau—. En un principio, la trinchera estaba cubierta de basalto. Sólo después de que lográramos extraerlo en su totalidad descubrimos este lugar, donde el basalto parecía continuar adelante, como si estuviera obturando algún tipo de túnel radial que naciera en la trinchera.
—Veo que habéis trabajado como verdaderos castores.
—Desenterrarlo fue un trabajo duro —continuó Girardieau—. Excavar la trinchera fue muy sencillo en comparación, aunque tuvimos que barrenar y retirar el material por el mismo agujero diminuto. Algunos queríamos utilizar antorchas boser para abrir túneles secundarios que nos facilitaran la tarea, pero nunca llegamos tan lejos. Y nuestras taladradoras se detenían al tocar el mineral de las paredes.
Durante unos instantes, la curiosidad científica de Sylveste se impuso a su afán de restar importancia a los intentos que hacía Girardieau por impresionarlo.
—¿Sabes qué material es?
—Básicamente carbono, con algo de hierro y niobio, además de ciertos metales raros, como los oligoelementos. Sin embargo, no conocemos su estructura. No se trata de ninguna forma alotrópica de diamante que aún no hayamos inventado, ni siquiera hiperdiamante. Puede que las primeras décimas partes de cada milímetro sean similares al diamante, pero a mayor profundidad, este material parece experimentar algún tipo de transformación compleja. Es posible que la forma definitiva, situada a mayor profundidad que las muestras que hemos podido recoger, ni siquiera sea cristal. Es posible que la cuadrícula se rompa en trillones de macromoléculas de carbono, encerradas en una masa que actúe conjuntamente. En ocasiones, estas moléculas parecen abrirse camino hacia la superficie a lo largo de los defectos de la cuadrícula, y ésa es la única ocasión en la que podemos verlas.
—Lo dices como si fuera intencionado.
—Y puede que lo sea. Quizá, las moléculas son como pequeñas enzimas equipadas para reparar la corteza de diamante cuando se daña —se encogió de hombros—. Nunca hemos aislado ninguna de las macromoléculas, al menos de forma estable, pues empiezan a perder consistencia en cuanto se separan de la cuadrícula y se desintegran antes de que podamos analizarlas.
—Parece que estás hablando de una forma de tecnología molecular —dijo Sylveste.
Girardieau sonrió, como si aprobara el juego privado en el que estaban enzarzados.
—Pero sabemos que los amarantinos eran demasiado primitivos para algo así.
—Por supuesto.
—Por supuesto. —Girardieau sonrió de nuevo, pero ahora al conjunto del grupo—. ¿Accedemos al interior?
Recorrer el sistema de túneles que nacía en el surco fue más complicado de lo que Sylveste había imaginado. Había asumido que el túnel radial se adentraría en el objeto la distancia necesaria para atravesar su coraza y que entonces accederían a su profundo interior, pero la realidad fue muy distinta, pues aquel objeto era un verdadero laberinto. El sendero se extendía de forma radial durante unos diez metros, pero después giraba bruscamente a la izquierda y pronto se bifurcaba en múltiples sistemas de túneles. Las rutas estaban señaladas con marcadores adhesivos, pero el método de codificación era tan críptico que no tenía ningún sentido. Durante cinco minutos, Sylveste se sintió completamente desorientado, aunque tenía la sospecha de que no se habían sumergido en las profundidades del objeto: era como si aquellos túneles fueran obra de un gusano demente que prefería la parte de la manzana que se encuentra justo debajo de la piel. Mientras cruzaban lo que parecía ser una fisura regular, Girardieau les explicó que aquel objeto estaba estructurado en una serie de caparazones concéntricos. Siguieron avanzando por el imbricado laberinto, escuchando las dudosas anécdotas sobre la exploración inicial del objeto que relataba su guía.
Hacía dos años que sabían de su existencia… desde que Sylveste había despertado el interés de Pascale al explicarle la extraña secuencia del entierro del obelisco. Excavar la cámara les había llevado la mayor parte de ese tiempo, y el estudio detallado del interior del objeto, similar a una madriguera, sólo se había realizado durante los últimos meses. Durante aquellos primeros días se habían producido algunas muertes. Nada misterioso: sólo trabajadores que se habían perdido en secciones del laberinto que aún no se habían proyectado en el mapa o que habían caído en ejes verticales del sistema de túneles en secciones en las que aún no se había instalado el suelo de seguridad. Una mujer había muerto de hambre al adentrarse demasiado en el laberinto, sin dejar un sendero de migas de pan tras ella. Los criados la encontraron dos semanas después de su desaparición: se había movido en círculos, en ocasiones a escasos minutos de las zonas seguras.
Cruzaron el último caparazón concéntrico con más lentitud y prudencia que los cuatro anteriores y empezaron a descender hasta llegar a un gratificante tramo horizontal del túnel, cuyo extremo opuesto estaba bañado en luz blanca.