Tuvo que concentrarse tanto en esquivar a los lankhmarianos que no le veían, que no pudo dirigir otro vistazo a la tienda hasta que casi estuvo a sus puertas. Y entonces, antes de que la mirase Imor primera vez de cerca, descubrió que estaba ladeando la cabeza de modo que la oreja izquierda le tocaba el hombro y que se aplicaba la telaraña de Sheelba sobre los ojos.
El contacto de la tela fue como el de cualquier telaraña cuando uno tropieza de cara con una al caminar entre arbustos muy juntos al amanecer. Todo rielaba un poco, como visto a través de un cristal esmerilado. Aquel trémulo brillo se desvaneció y con él la delicada sensación adherente, y la visión de Fafhrd volvió a la normalidad, o así se lo pareció.
El portal de la tienda de los Devoradores estaba lleno de basura, y de una clase especialmente ofensiva: huesos viejos, pescados muertos, desperdicios de carnicería, mortajas mohosas plegadas en cuadrados desiguales como libros de páginas sin cortar mal encuadernados, vidrios rotos y fragmentos de loza, cajas astilladas, grandes y hediondas hojas muertas, con las manchas anaranjadas de la plaga, trapos sanguinolentos, taparrabos hechos jirones y abandonados, grandes gusanos que curioseaban entre los desperdicios, centípedos que se escabullían, escarabajos bamboleantes, larvas que reptaban..., y cosas menos desagradables.
Encima de todo aquello estaba posado un buitre que había perdido la mayor parte de sus alas y parecía haber muerto a causa de algún eczema aviar. Al menos Fafhrd lo tomó por muerto, pero el ave abrió un ojo cubierto por una película blanca.
El único objeto que parecía vendible fuera de la tienda pero se trataba de una excepción muy notable— era la alta estatua de hierro negro, de tamaño algo mayor que el natural, que representaba a un espadachín de rostro terrible pero melancólico. De pie en su pedestal cuadrado, junto a la puerca, la estatua se inclinaba hacia delante, apoyándose ligeramente con ambas manos en su larga espada, y contemplaba la plaza tristemente.
Aquella estatua casi despertó un recuerdo en la mente de Fafhrd y le pareció que era un recuerdo reciente—, pero entonces su mente quedó en blanco y al instante dejó de lado el rompecabezas. En misiones como aquella, lo más importante era una acción inexorablemente rápida Aflojó la atadura del hacha, desenvainó sin hacer ruido a «Varita Gris» y, apartándose un poco de la basura amontonada y poblada de bichos, entró en el bazar de lo extraño.
El Ratonero, agradablemente repleto de una sabrosa comida negra, acompañada de la negra bebida embriagante, se acercó a la pared negra e introdujo en ella el brazo derecho hasta el hombro. Lo agitó, gozando del suave frescor fluido y balsámico, admirando sus finas escamas plateadas y la apostura más que humana de la imagen. Hizo lo mismo con la pierna derecha, moviéndola como un bailarín que se ejercita en la barra. Entonces aspiró hondo y penetró más.
Al entrar en el bazar, Fafhrd vio los mismos montones de libros magníficamente encuadernados y los estantes con tubos de latón y lentes de cristal que había visto el Ratonero, circunstancia que parecía desbaratar la teoría de Ningauble de que los Devoradores sólo vendían basura.
También vio las ocho hermosas jaulas de brillantes metales preciosos y las relucientes cadenas de las que colaban desde el techo, y se dirigió a las manivelas enjoyadas de la pared.
En cada jaula había una araña brillante, de hermosa tonalidad, con pelos negros o claros, del tamaño de una persona de corta estatura, y que en ocasiones agitaban una larga pata articulada, o abrían y cerraban suavemente las mandíbulas provistas de colmillos, mientras miraban fijamente a Fafhrd con ocho ojos vigilantes dispuestos como joyas en dos hileras de cuatro.
«Utiliza una araña para cazar a otra», pensó Fafhrd, recordando su telaraña, y entonces se preguntó qué significaba aquel pensamiento.
Rápidamente pasó a cosas más prácticas, pero apenas se había preguntado si cates de seguir adelante debería macar a aquellas arañas de aspecto tan lujoso, dignas de ser las bestias de caza de alguna emperatriz de la jungla—¡otro factor contrario a la teoría de la basura de Ningauble!— cuando oyó un débil chapoteo al fondo de la tienda, el cual le recordó al Ratonero tomando un baño (a su amigo 1e encantaban los baños, lentos y lujosos baños de agua caliente jabonosa y perfumada con aceites aromáticos, ¡el pequeño sibarita gris!), por lo que Fafhrd corrió en aquella dirección, lanzando numerosas y rápidas miradas hacia arriba por encima del hombro.
Estaba a punto de rebasar la última jaula, una de metal escarlata que contenía a la araña más hermosa, cuando observó un libro cerrado y con uno de aquellos tubos de observación entre sus páginas..., exacta
m
ente como el Ratonero conservaría el punto de un libro cerrándolo con una daga.
Fafhrd se detuvo para abrir el libro, cuyas páginas brillantes estaban en blanco. Aplicó el ojo impalpablemente cubierto por la telaraña al tubo y vio una escena que sólo podía ser el humeante y rojo nadir infernal del universo, donde oscuros diablos se escabullían como centípedos y gentes encadenadas miraban anhelantes hacia arriba, donde los condenados se retorcían apresados por serpientes negras cuyos ojos brillaban, cuyos colmillos goteaban y de cuyas fosas nasales salía fuego.
Cuando dejó el tubo y el libro, oyó el débil sonido apagado de burbujas expelidas de un fluido en su superficie. Al instante miró hacia el fondo penumbroso de la tienda, y vio por fin la pared negra con su brillo perlífero y un esqueleto que tenía grandes diamantes por ojos y retrocedía en ella. Sin embargo, aquel costoso hombre esquelético —¡una vez más impugnada la teoría de la basura de Ningauble!— tenía un brazo que sobresalía en parte de la pared, y este brazo no era de hueso plateado, ni blanco, pardo o rosa, sino de carne al parecer viva cubierta por la piel correspondiente.
Cuando el brazo se hundía en la pared, Fafhrd saltó con tanta rapidez como jamás lo había hecho en su vida y aferró la mano antes de que se desvaneciera. Sabía que sujetaba a su amigo, pues reconocería en cualquier parte la forma de asirse del Ratonero, por muy debilitado que estuviera. Tiró de él, pero era como si su amigo se hubiera hundido en arenas movedizas. Dejó a «Varita Gris» a un lado, cogió también la muñeca del Ratonero y afianzó los pies contra las ásperas losas negras, para dar seguidamente un tirón tremendo.
El esqueleto plateado salió de la pared con un negro chapoteo, metamorfoseándose en un Ratonero Gris de mirada perdida, el cual, sin dirigirse para nada a su amigo y rescatador fue tambaleándose hasta el ataúd negro y se dejó caer en su interior.
Pero antes de que Fafhrd pudiera sacar a su camarada de aquella nueva situación apurada, se oyó un ruido metálico de rápidas pisadas y apareció, sorprendiendo un tanto a Fafhrd, la alta estatua de hierro negro. Se había olvidado de su pedestal, o simplemente había saltado de él, pero no se había dejado atrás la espada que blandía fieramente con ambas manos, mientras lanzaba miradas como dardos de hierro a cada sombra, rincón y concavidad.
La negra mirada pasó ante Fafhrd sin detenerse, pero se detuvo en «Varita Gris», tendida en el suelo. A la vista de aquella larga espada la estatua se sobresaltó visiblemente, sus labios de hierro emitieron un gruñido y entrecerró sus ojos negros. Lanzó metálicas miradas más perforadoras que antes, y empezó a moverse por la tienda con súbitas acometidas zigzagueantes, moviendo su espada de sombrío resplandor como si fuera una guadaña.
En aquel momento el Ratonero se asomó por el borde del ataúd, con los ojos desmesuradamente abiertos, alzó una mano laca y, agitándola hacia la estatua, gritó en voz baja y socarrona: «¡Yuju!».
La estatua dejó de escudriñar y mover la espada para mirar al Ratonero con una mezcla de desdén y asombro.
El Ratonero se irguió en el ataúd negro, tambaleándose como un borracho, y abrió su bolsa.
—¡Hola, esclavo! gritó a la estatua con embriagada vivacidad—. Tus artículos son sables. Me quedaré a la chica de terciopelo rojo. —Extrajo una moneda de la bolsa, la miró de cerca y se la arrojó a la estatua—. Ahí va un ochavo. Y el tubo visor de nueve codos: otro ochavo. Le arrojó la moneda—. Y el
Gran Compendio de Gron de la Ciencia Exótica...
¡Otro ochavo para ti! Sí, y ahí va otro por la cena, que era muy sabrosa. Oh, y casi me olvidaba. ¡Ahí tienes, por el alojamiento de esta noche!
Arrojó una quinta moneda de cobre a la demoníaca estatua negra y, con una sonrisa de felicidad, volvió a desaparecer de la vista. Pudo oírse suspirar al negro satén acolchado cuando se hundió en él.
Cuando el Ratonero llevaba ya arrojadas unas cuantas monedas, Fafhrd decidió que era inútil tratar de descifrar la absurda conducta de su camarada y que sería mucho más adecuado que hiciera uso de aquella diversión para recuperar a «Varita Gris». Así lo hizo, pero por entonces la estatua negra volvía a estar plenamente alerta, si no había dejado de estarlo. Su mirada se fijó en « Varita Gris» en el mismo instante en que Fafhrd tocaba la larga espada, y golpeó el suelo con el pie, que produjo un sonido metálico contra la piedra, al tiempo que gritaba ásperamente: « ¿ja! ».
Al parecer, la espada se volvió invisible cuando Fafhrd la cogió, pues la estatua negra no la siguió con sus ojos de hierro cuando él cambió de sitio en la habitación. Rápidamente la estatua dejó en el suelo su propia espada y cogió una larga y estrecha trompeta de placa, que se llevó a los labios.
Fafhrd consideró prudente atacar antes de que la estatua pidiera refuerzos. Se lanzó en línea recta contra ella, echando atrás la espada para darle un gran golpe en el cuello..., y preparándose para un impacto que seguramente le dejaría el brazo insensibilizado.
La estatua sopló y en vez del trompetazo de alarma que Fafhrd había esperado, emitió en silencio directamente hacia él una nube de polvo blanco que por un momento lo ocultó codo, como si fuera la niebla más espesa del río Hlal.
Fafhrd se retiró, ahogándose, tosiendo. La niebla lanzada por el demonio despejó en seguida, pues el polvo blanco cayó al suelo con una rapidez poco natural, y pudo ver de nuevo para atacar, pero ahora la estatua parecía poder verle también, pues le miró directamente y gritó su metálico « ¿Ja! » mientras hacía girar su espada por encima de la cabeza, preparándose para la carga.., casi como si se diera cuerda a sí mismo.
Fafhrd vio que sus manos y brazos tenían una gruesa película de polvo blanco, el cual al parecer se aferraba a todas partes excepto a los ojos, sin duda protegidos por la telaraña de Sheelba.
La estatua de hierro se aproximó dando mandobles. Fafhrd paró la gran espada con la suya, lanzó una estocada y su contrincante la paró a su vez. Ahora el combate adoptó los ruidosos y mortíferos aspectos de un duelo convencional a espadas largas, con excepción de que «Varita Gris» sufría una mella cada vez que recibía la fuerza de un golpe, mientras que la espada algo más larga de la estatua permanecía indemne. Además, cada vez que Fafhrd acometía al otro con una estocada —era casi imposible alcanzarle con un tajo— la estatua deslizaba su magro cuerpo o la cabeza a un lado con increíble velocidad e infalible anticipación.
A Fafhrd le pareció, por lo menos en aquel momento, el combate más siniestro, frustrante y, desde luego, el más fatigoso en que jamás había estado empeñado, por lo que se sintió dolido e irritado cuando el Ratonero volvió a erguirse en su ataúd, apoyó un codo en el costado forrado de satén negro acolchado y el mentón en el puño y observó sonriendo a los combatientes, mientras de vez en cuando soltaba una carcajada y gritaba tonterías tan irritantes como: « ¡Usa la estocada secreta dos y media, Fafhrd... Está en el libro!», o «¡Salta al horno; hay ahí un golpe maestro de estrategia!», o —esta vez a la estatua—: «¡Recuerda barrer bajo sus pies, bribón! ».
Al retroceder ante uno de los súbitos ataques de Ratonero, la estatua tropezó con la mesa sobre la que estaban los restos de la cena del Ratonero (era evidente que su capacidad de anticipación no se extendía a su espalda, y trozos de alimentos negros, fragmentos de loza blanca y esquirlas de cristal se desparramaron por el suelo.
El Ratonero se inclinó por el borde del ataúd y meneó un dedo con ademán chocarrero.
—¡Tendrás que barrer todo esto! —exclamó y estalló en carcajadas.
La estatua retrocedió de nuevo y tropezó con el ataúd negro. El Ratonero se limitó a dar unos amigables golpecitos en el hombro a la figura demoníaca y gritó:
—¡Ataca de nuevo, payaso! ¡Cepíllale! ¡Quítale el polvo!
Pero lo peor fue, quizá, cuando, durante una breve pausa mientras los combatientes jadeaban y se miraban uno a otro aturdidos, el Ratonero saludó con afectación a la araña gigante más próxima, diciendo: «¡Yuju!» de nuevo, a lo que siguió: «Después del circo nos veremos, querida».
Mientras Fafhrd paraba con fatigada desesperación el quinceavo o quincuagésimo golpe contra su cabeza, pensó amargamente: «Esto ocurre por tratar de rescatar a hombrecillos sin corazón que se reirían de sus madres abrazadas por osos. La telaraña de Sheelba me ha mostrado al Ratonero Gris en su verdadera naturaleza idiota».
Al principio, cuando el chocar de las espadas le despertó de sus sueños en el satén negro, el Ratonero se enfureció, pero en cuanto vio lo que ocurría le encantó la escena absurdamente cómica, pues, como carecía de la telaraña de Sheelba, lo que el Ratonero veía era sólo al estrafalario portero haciendo cabriolas con sus zapatos rojos de punta curva y lanzando grandes golpes de escoba a Fafhrd, el cual parecía exactamente como si acabara de salir de un barril de harina. La única parte del nórdico que no estaba cubierta de polvo blanco era la franja a modo de máscara sobre los ojos.
Lo que hacía la escena fantásticamente risible era que Fafhrd, blanco como un molinero realizaba todos los movimientos, ¡y expresaba las emociones!, de un verdadero combate con extrema precisión, parando la escoba como si fuera una estremecedora cimitarra o incluso una espada de hoja ancha manejada con ambas roanos. La escoba oscilaba hacia arriba y Fafhrd la miraba boquiabierto y con los ojos saliéndole casi de las órbitas, a pesar de la extraña sombra que los cubría, haciendo magnifica interpretación. Entonces la escoba bajaba y Fafhrd se afianzaba y parecía pararla con su espada sólo con el esfuerzo más prodigioso... ¡Y pretendía que el golpe de la escoba le hacía retroceder!