—
¿Hacer?
—repitió el príncipe, volviéndose en su silla tan rápidamente que Vaoran dio un involuntario paso atrás.
Se hallaban solos en los aposentos privados de DiMag. Los ojos del soberano relampagueaban de aversión y disgusto, y su boca formó una línea delgada y tensa cuando agregó con tono enérgico:
—¿Qué sugieres tú que debo hacer, mi buen maestro de armas?
—¡Ese Kyre es un traidor! ¡Ha vendido a Haven! Yo, señor, creí desde el primer momento que no se podía confiar en él, y si bien no quiero parecer mojigato, yo…
—¡Entonces calla! —le cortó DiMag en tono rencoroso, al mismo tiempo que se ponía de pie; al retirar la silla, ésta arañó el suelo con desagradable ruido—. Según tu propio informe, perdiste de vista a Kyre cuando él se sumergió en el mar para escapar de tu ira. Y, dado que no me parece probable que supiera nadar, a estas horas debe de estar muerto. En tal caso, tú habrás obtenido toda la satisfacción que puedes conseguir de tu hazaña, salvo que pretendas que ordene rastrear todo el mar hasta que aparezca su cadáver, para que te diviertas desmembrándolo.
Vaoran no respondió, pero DiMag percibió una contenida furia en su agitada respiración, y esbozó una agria sonrisa. Era posible que su maestro de armas y consejero abrigara profundos resentimientos, pero no osaría actuar… Al menos, no de momento. Su sonrisa se borró al continuar:
—Me has prestado un mal servicio, Vaoran —dijo, mientras daba media vuelta y se encaminaba a la ventana—. Gracias a tus prejuicios y a tu estupidez, el agotador encantamiento que mi
esposa
—y remarcó esta palabra de manera sutil pero inequívoca— realizó con gran riesgo para su persona… ha sido destruido y ya no nos servirá de nada.
Vaoran se sonrojó.
—¡Esa criatura os traicionaba, príncipe DiMag!
—¿De veras? ¿Cómo puedes estar tan seguro? —replicó el soberano entre cerrando los ojos.
—¡Asesinó a uno de mis hombres, por la Hechicera! A uno de mis mejores soldados, que se desangró ante mis ojos sobre la arena.
—¿Y no le mataría Kyre para salvar su propia vida? Quizá tú no le diste la oportunidad de explicarse…
Vaoran le devolvió una mirada dura.
—¿Qué tenía que explicar ese ser? ¡Estaba de acuerdo con los demonios del mar, asociado con ellos! No voy a empezar a dudar de lo que vieron mis ojos.
—No, claro que no. En consecuencia, estabas dispuesto a matarle sin cruzar con él ni una sola palabra.
Vaoran aspiró el aire con violencia.
—¡Sí, lo estaba! ¡Porque mi fidelidad es para Haven, y no para las no probadas fanfarronerías de una criatura arrancada a los infiernos!
DiMag se volvió lentamente hacia él, y sintió no tener una espada en la mano.
—¡Aléjate de mi vista! —dijo, sin alzar la voz.
Vaoran aguantó su mirada durante unos momentos. Luego dio media vuelta con una exclamación de disgusto y abandonó la estancia con un portazo.
Grai le aguardaba allí donde el corredor desembocaba en la escalera principal, seguro de que en aquel lugar no podían verle ni oírle los centinelas apostados a la entrada de los aposentos de DiMag. Salió de las sombras cuando Vaoran se aproximaba y a juzgar por el gesto ceñudo del maestro de armas, prefirió no pronunciar palabra mientras descendían el tramo juntos. Únicamente habló cuando hubieron llegado al zaguán.
—¿Qué? ¿Ha resultado como vos esperabais?
—No. Mucho peor —contestó Vaoran, con una mirada oblicua al rechoncho consejero—. Mi demostración no ha sido suficiente para él. ¡Ha empezado a defender a esa monstruosidad como si se tratara de su hermano!
—Hum —gruñó Grai, y se puso a chupar un mechón de su barba, vicio que irritaba sobremanera a Vaoran, al mismo tiempo que miraba hacia un punto indefinido mientras meditaba—. Bien, bien… —añadió, arrastrando las palabras—. Nuestro príncipe parece mantenerse tan poco razonable como de costumbre.
—Desde luego. Casi me atrevería a decir que está apunto de perder la razón. No es un buen augurio para el futuro de nuestra ciudad.
Grai hizo un sensato gesto de asentimiento.
—No lo es, en efecto. Sin embargo… ¿ha llegado el momento de expresar más públicamente semejante temor?
Dejó la pregunta en el aire, y Vaoran se encogió de hombros.
—Creo que todavía no, consejero Grai. En mi opinión, ha de pasar algún tiempo más —respondió con malhumorada sonrisa—. Si al condenado se le da una cuerda suficientemente larga, a lo mejor evita una molesta tarea al verdugo.
El consejero soltó una risa breve y sibilante.
—Muy bien expresado. Os entiendo y estoy de acuerdo con vos. Hemos aprendido a tener paciencia, de modo que podemos esperar un poco más. y ahora voy a dejaros para que podáis refrescaros y tomar algo, después de tan ardua mañana. Ah, una cosa… —agregó con aire ausente, dando una palmada en el brazo de Vaoran cuando ya se marchaba—. Esas últimas palabras que la criatura os gritó con respecto a la princesa Gamora… ¿Se las habéis mencionado a DiMag?
—No. He considerado más prudente no revelárselas, de momento…
—Más prudente, sí —repitió Grai, con una sonrisa—. Más prudente. Sí. No puede preocupar al príncipe lo que no sabe. ¡Muy inteligente por vuestra parte, Vaoran!
Y se alejó con su maliciosa sonrisa.
—
¡DiMag!
El grito de Simorh hizo acudir en el acto a Thean y Falla, que encontraron a la princesa en el suelo, entre un enredo de mantas. Agitaba las manos y el sudor resplandecía en su rostro, mientras luchaba por apartar de sí la pesadilla.
—¡Señora, señora…! Estáis a salvo en vuestra torre. ¡Calmaos!
Thean, que era la más fuerte de las dos, sujetó los brazos de Simorh y trató de serenarla mientras Falla apartaba las mantas que la envolvían. Gimió y rompió a llorar cuando sus dos iniciadas la acostaban de nuevo en el lecho del que se había caído.
—¡Llama al médico, Falla! —dijo Thean con urgencia.
—¡No! —protestó Simorh, irguiendo el cuerpo a la vez que daba débiles manotazos a quienes la atendían—. No quiero ver al médico… ¡Que venga el príncipe! Necesito hablar con él…
—No estáis en condiciones, señora…
—¡Oooh! —jadeó Simorh con exasperación, y se secó la cara con la manga de su túnica—. ¡No discutáis conmigo! ¡Tengo que ver a DiMag! ¡Haced lo que os ordeno!
Al decir estas palabras agarró por la muñeca a Thean y le hundió las uñas en la carne con tal fuerza, que la muchacha retrocedió asustada.
Thean y Falla intercambiaron una mirada de desasosiego. Luego, la segunda se levantó y corrió hacia la puerta.
DiMag aún era presa del nerviosismo provocado por la entrevista con Vaoran, cuando un criado le transmitió el mensaje de Simorh. El príncipe estuvo a punto de despedir al hombre con una maldición, pero un extraño instinto se lo impidió. Tenía hoy los sentidos extrañamente despiertos, y en la voz del sirviente hubo algo que le llamó la atención. En el pasillo encontró a una Falla muy excitada, y procuró tranquilizarla con una sonrisa.
—Bien, Falla… ¿Qué le sucede a tu señora?
La morena muchacha sacudió la cabeza.
—Lo ignoro, señor. Despertó de una pesadilla y estaba fuera de sí. Os suplica que subáis.
—Ahora mismo. Ve tú delante.
Fueron todo lo aprisa que DiMag podía y al cabo de unos minutos, se hallaban en la escalera que conducía a la torre de Simorh.
—¡DiMag!
Cuando entraron en la alcoba, la princesa intentó incorporarse y empujó hacia un lado a la ansiosa Thean.
DiMag vio la urgencia y la angustia en su rostro, y dijo a las dos jóvenes:
—Dejadnos solos.
Aguardó a que la puerta estuviera cerrada, y entonces se arrodilló junto al diván.
—¿Qué ocurre? ¿Habéis tenido alguna visión?
En otras circunstancias, Simorh se hubiese sentido satisfecha de ver su preocupación, pero ahora estaba demasiado perturbada para percibirla. Asió la muñeca de su esposo, y las palabras brotaron caóticas de su boca.
—He visto a Gamora… En un sueño… ¡La he visto, DiMag! Yo…
El príncipe sintió que se le encogía el corazón. Conocía suficientemente a Simorh como para dar importancia a los sueños que a veces tenía, y para creer en su interpretación de ellos. Sus dedos estrujaron los de la mujer, y preguntó alarmado:
—¿Dónde está? ¿Vive?
Simorh hizo un movimiento afirmativo.
—Vive y no ha sufrido daño, pero… el lugar donde se halla… es… —jadeó indefensa—. ¡No lo sé, DiMag! No puedo distinguirlo con claridad. Es como si estuviera en otro mundo, en otra dimensión… —agregó con lágrimas en los ojos—. No conozco el lugar, y no puedo establecer contacto.
El miedo puso un terrible peso en el estómago de DiMag.
—Intentad recordar, Simorh —musitó él, y con un tremendo esfuerzo preguntó al fin—: ¿No era un lugar de muerte…?
—¡No! —exclamó Simorh con vehemencia—. Gamora vive. Sé que es así. Además… ¡Kyre está con ella!
—¿Kyre?
El rostro de DiMag palideció, y sus ojos se agrandaron.
—Kyre, sí. ¿Es eso tan importante?
DiMag soltó la mano de Simorh y se puso de pie. Sin atreverse a afrontar su frenética mirada, dijo:
—Vaoran ha venido a verme hace media hora. Traía noticias…
—¿De Gamora? —le interrumpió Simorh con voz estridente.
—No. Escuchadme. Kyre fue con la patrulla de Vaoran. Yo lo envié. Por lo visto, encontró a una de esas criaturas del mar —explicó vacilante, después de tragar saliva— y, según Vaoran, él y el ser de las aguas estaban a punto de escapar cuando fueron apresados.
El rostro de Simorh había quedado inmóvil.
—¿Qué ocurrió?
DiMag se encogió de hombros.
—Depende de lo que prefiráis creer. Según Vaoran se produjo Una pelea, en la que murió uno de los soldados. La criatura huyó al mar, y Kyre fue detrás de ella. Le vieron por última vez cuando nadaba en aguas profundas.
La princesa permaneció muda durante un rato. Luego, su rostro se puso tenso, en sus ojos apareció una expresión introvertida y enajenada. Al fin dijo:
—¿Creéis lo que Vaoran os contó?
El príncipe emitió un suspiro.
—No sé qué debo creer. Lo único que yo sé es que Kyre no ha regresado. Sin embargo, vos lo habéis visto… —indicó, alzando la vista.
—Con Gamora, sí.
DiMag se mordió el labio.
—¿Significa eso que los dos están muertos?
—¡No! —exclamó de nuevo Simorh, aunque con menos vehemencia que antes—. Los dos viven —afirmó, convencida—. Sé, y mis sentidos no me engañan, que están juntos. Pero no podemos alcanzarlos, se hallen donde se hallen, ni nadie será capaz de descubrir su paradero.
DiMag respiró profundamente.
—No sé qué hacer, ni qué pensar. Si estáis en lo cierto… ¡Hay tantas posibilidades! —declaró con un violento movimiento de la cabeza—. ¿Por qué se metió Kyre en el mar? ¿Cómo encontró a Gamora?
—¡Yo lo averiguaré! —afirmó Simorh con fiereza.
DiMag la miró con pena.
—No tenéis suficiente energía.
—Es igual. No me importa lo que tenga que hacer. ¡Descubriré lo sucedido! No queda otra solución… —agregó con ojos febriles.
El príncipe dio varios pasos por la habitación. El cansancio hacía más evidente que de costumbre su cojera, y Simorh tuvo que apartar la vista, porque la torpeza de sus andares la afectaba.
—¿Es nuestro Lobo del Sol un traidor? —dijo despacio, hablando casi más consigo mismo que con su esposa—. Vaoran lo cree. Yo no. Vos, que le trajisteis a este mundo, debéis saberlo…
Simorh bajó los ojos.
—Lo sabré cuando lo tenga de nuevo en el castillo —contestó con rencor.
—Si lo recuperáis.
—
Cuando
lo recupere.
—Como prefiráis.
Simorh se agarró los brazos.
—Tiene que ser
cuando
. ¿Es que no lo entendéis? ¡Kyre es nuestra única conexión con Gamora! —gritó, fija la vista por unos instantes en el tenso rostro de DiMag, y luego le volvió súbitamente la espalda—. Ahora dejadme sola y enviad más hombres en su busca. No puedo hablar con vos… —levantó los hombros e inspiró con dificultad, antes de continuar—: Sé lo que pensáis… Que Kyre nos ha causado desgracia, y que yo lo traje a Haven. Es verdad: la culpa es mía, y lo admito. Pero buscaré una solución y aunque muera en el intento, ¡la encontraré!
La mujer lloraba, pero DiMag no se atrevió a tocarla. Ni tan sólo a acercarse a ella. El abismo existente entre ambos era demasiado grande. En consecuencia, dio media vuelta y se encaminó cojeando hacia la puerta. Sólo se detuvo unos segundos al apoyar la mano en la aldaba.
—No creo que Kyre nos arrebatase a Gamora. Hay en este asunto muchas cosas que nosotros no entendemos, y no soy tan tonto como para creerme sin más ni más las historias de Vaoran. Vos no me conocéis muy a fondo, ¿verdad, Simorh?
La princesa se llevó un puño a la boca, con la intención de sofocar los silenciosos sollozos que la sacudían y que parecían recorrer todo su cuerpo, desde el comienzo de la columna vertebral hasta los talones. Ni siquiera percibió el leve ruido de la puerta cuando DiMag la cerró.
El tiempo se había convertido en un concepto extraño y sin sentido. Podían llevar una hora, un día o un año deslizándose por las aguas, a través del sombrío y arremolinado mundo de las profundidades, un mundo de verdes y azules y grises, siempre cambiante, siempre revelador de alguna nueva maravilla, a medida que avanzaban nadando. Aquí había una formación de roca cristalina, semejante a una escultura fantástica; un castillo propio de un sueño de niños… Allí, un vasto campo de algas que movían la cabeza con lenta y obediente gracia, como si las dirigiera una lejana mente… Más allá, bancos de peces de centelleantes ojos, que al aproximarse ellos salían disparados hacia un lado cual una lluvia de fragmentos de cristal. Pasaban a dos dedos de sus cuerpos, pero jamás hubiera sido posible atraparles.
A Kyre le parecía que en él habían despertado, de manera explosiva, unos sentidos que hasta entonces ignoraba poseer. La libertad que experimentaba al moverse con tal rapidez y facilidad por el agua era como una droga. Había descubierto una nueva dimensión de poder, y deseaba reír, gritar y llorar a la vez, emocionado ante tanta exuberancia. Olvidada quedaba la lucha en la playa. Tampoco recordaba a Gamora, ni a Haven. Sólo experimentaba ese nuevo mundo, profundo y precioso, y ansiaba sentirlo con todas las fibras de su ser.