—Hum… —hizo Vaoran, acariciándose la barbilla— .Tenéis razón al preocuparos, capitán. He estado pensando en ello, y creo que sería mejor modificar nuestro plan inicial… Más prudente que hacerle prisionero, como teníamos previsto, resultaría… suprimirle.
Miró a su alrededor para observar el efecto general de sus palabras. Como nadie habló durante un minuto, más o menos, Grai tosió quedamente.
—Si se me permite unir mi voto al de Vaoran, yo estoy conforme. Esa criatura podría causamos problemas. Más vale acabar con ella de una vez, que correr riesgos innecesarios.
Si alguno de los hombres tuvo dudas, quedaron ahogadas por la opinión de la mayoría. Vaoran hizo un gesto afirmativo y se puso de pie.
—Muy bien, señores. Así pues, sólo nos resta esperar que llegue el momento. Gracias por haber venido, y os deseo toda la suerte posible. ¡Confiemos en que esto marque un nuevo comienzo para la ciudad que tanto amamos!
Los asistentes a la reunión se fueron como habían acudido: en grupos de dos o tres para no llamar la atención. Grai fue uno de los últimos en salir, y cuando Vaoran le acompañó hasta la puerta, el rollizo consejero se volvió con una sonrisa.
—Príncipe Vaoran —dijo, y miró al otro de arriba abajo—. Os sienta bien el título, amigo. ¡Creo que vuestra dinastía será la mejor que Haven haya tenido en muchos años!
Haven se preparaba para la Noche de Muerte, y los presentimientos de Kyre aumentaban cada día.
Reconocía que los hombres de DiMag hacían todo cuanto estaba en sus manos para preparar el enfrentamiento con las fuerzas del mar, pero le constaba que no era suficiente. En las raras ocasiones en que el total agotamiento le obligaba a concederse una o dos horas de sueño, la imagen de Calthar —tal como la viera la última vez— le estropeaba el descanso: Calthar con sus monstruosas y putrefactas predecesoras, la ininterrumpida cadena de Madres a lo largo de los siglos, desde aquella primera traidora que fundara la ciudadela del mar…
Malhareq, quintaesencia de la corrupción espiritual y ruin vástago de su raza, a la par de sus poderes mágicos había poseído un carisma, un tremendo carisma suficiente para proporcionarle los seguidores necesarios para desafiar el poder al Lobo del Sol y colocarla en su lugar… Con ayuda de Brigrandon, Kyre consiguió recomponer buena parte de lo sucedido después que el intento de levantamiento condujera a su caída. Malhareq había fracasado en su última tentativa de adueñarse de Haven: lejos de facilitarle la victoria, la muerte de su señor había despertado tal furia en los soldados que la combatían, que la bruja no tuvo más remedio que huir con sus partidarios, refugiándose en las profundidades del océano. Como bien recordaba Kyre, en su tiempo el pueblo de Haven se había sentido a gusto en ambos elementos, y Malhareq fundó en sus nuevos dominios una dinastía que, ahora, disponía de la fuerza necesaria para destruir al pueblo del que se separara tantos siglos atrás…
Las dos razas podrían volver a formar una sola unidad, si se lograba extirpar el canceroso legado de las Madres y romper su yugo. Pero ni todo el ejército de Haven, ni toda la hechicería de Simorh tendrían ninguna posibilidad de ganar la partida contra las inmensas fuerzas que, sin duda, Calthar desplegaría en la Noche de Muerte. Si alguna esperanza le quedaba a la ciudad residía en el rápido descubrimiento del amuleto perdido, idéntico al recuperado por Kyre.
A veces, cuando estaba en las habitaciones de Brigrandon, entre mareantes montones de manuscritos, rollos de pergamino y documentos que el preceptor había desenterrado de los archivos del castillo, Kyre se sentía próximo a la desesperación. Aunque Brigrandon había logrado que le ayudaran todas aquellas personas que entendían la antigua lengua, las probabilidades de encontrar el manuscrito que les condujera al talismán eran —si es que tal manuscrito existía— sumamente remotas, y disminuían con cada hora que pasaba. Además, sus esfuerzos se veían obstaculizados por el hecho de que su habilidad para traducir con exactitud la difícil lengua era, como mucho, relativa. Kyre era el único hombre vivo capaz de leer con alguna fluidez los más viejos documentos. Y pese a haber estudiado gran parte de la historia de Haven posterior a su muerte, no hallaba la menor referencia a lo que con tanto nerviosismo buscaba.
¡Si Talliann lograra recordar…!
Simorh había intentado reavivar los recuerdos dormidos en la mente de Talliann, pero sin resultado. Y la incapacidad de la morena muchacha para reconstruir su vida pasada significaba para Kyre otro motivo —y más personal— de sufrimiento. Talliann había sido su amada, su consorte, su esposa: la luna alrededor de la cual giraba su sol. Pero aunque esos recuerdos seguían vivos e intensos en su mente, para ella no representaban nada. Había perdido el pasado, y no había modo de que él la conmoviera ni llegara hasta ella, ni de que le explicara lo que en otro tiempo habían sido el uno para el otro. Si hubiese intentado conectar de nuevo el hilo de su anterior vida, Talliann no hubiera comprendido sus motivos, y corría el riesgo de hacerla enloquecer. y cuando la miraba y veía el vacío que se abría detrás de sus oscuros ojos, la emoción que le embargaba era peor que la otra pérdida.
Ya por ese solo motivo, Kyre se obligaba a permanecer alejado de Talliann. Y si a ella le extrañaba su desgana por pasar algún rato a su lado, nunca lo decía. Simorh había ordenado prepararle una habitación en su misma torre, y la muchacha pasaba la mayor parte del día en ella, o bien encerrada con la princesa hechicera. Había encontrado una inesperada protectora en Simorh, las dos se hallaban unidas por lazos muy especiales, y Kyre se preguntaba, en ocasiones, si Simorh veía en el alejamiento entre Talliann y él un eco de su propio alejamiento de DiMag.
En cuanto al príncipe, parecía poseído de una inagotable energía, que le mantenía activo día y noche. No dormía nunca. Durante el día se le veía errar por todo el castillo, discutir con sus consejeros, controlar los ejercicios de los soldados o conferenciar con las pocas personas que aún merecían su confianza, mientras que de noche velaba a Gamora o se reunía con los eruditos de cansados ojos en las habitaciones de Brigrandon, para rebuscar hora tras hora, inútilmente, en los viejos documentos. La desesperación que sentía le devoraba en vida, y su salud se deterioraba a ojos vistas, pero nadie podía convencerle de la necesidad de descansar.
Y con cada hora transcurrida, en la que todo manuscrito que no contuviera nada era arrinconado, la Noche de Muerte se acercaba más y más, hasta que, por fin, el sol se puso en medio de un rojo resplandor que arrojó siniestras y angustiosas sombras a través del creciente banco de niebla en la última noche antes del conflicto.
Kyre tuvo la sensación de que las piernas se le doblaban cuando subió los peldaños de su propio aposento en la Torre del Amanecer. Brigrandon le había ordenado retirarse cuando se quedó dormido por tercera vez encima de la pila de pergaminos que tenía delante. También el preceptor tenía los ojos enrojecidos de cansancio, pero había ordenado al joven que reposara hasta la mañana siguiente. Su lugar sería ocupado por otra persona, con lo que la búsqueda no tendría que ser interrumpida. Kyre estaba demasiado atontado para protestar. Se limitó a asentir y, poco a poco, con los miembros entumecidos, salió de la estancia.
No había vuelto a entrar en su alcoba desde el regreso de la ciudadela del mar, de modo que estaba húmeda y tremendamente fría, pero eso no le importó. Cerró la puerta, se dejó caer en la cama y apenas tuvo tiempo de cubrirse de cualquier modo con una manta, antes de quedar dormido.
Cuando abrió los ojos en la oscuridad, se dio cuenta de que no había despertado de manera natural. Algo había interrumpido su sueño, y tan pronto como sus ojos se acostumbraron un poco a la escasa y extraña claridad refractada a través de la ventana por la niebla reinante en el exterior, comprendió que en la habitación había alguien más.
Un temeroso reflejo le hizo incorporarse y alargar el brazo en busca de un arma que no estaba allí, pero antes de que pudiera enfrentarse de forma coherente con la forma humana que le acechaba desde la puerta, la figura se movió y avanzó a tientas hacia su cama.
—¡Kyre…!
La voz, dulce y temerosa, le sobrecogió. Kyre tuvo tiempo de pronunciar el nombre de la muchacha, con asombro, antes de que Talliann llegara junto a él y le abrazara trémula. Incapaz de hablar, Kyre la estrechó contra sí, al mismo tiempo que besaba la coronilla de sus negros cabellos. Talliann lloraba —cosa que él descubrió por las lágrimas que humedecían su hombro— y finalmente susurró:
—No puedo dormir. No esta noche, sabiendo la que el día de mañana traerá… ¡Estoy tan asustada, Kyre!
Toda ella temblaba. Kyre alzó el rostro de la muchacha y la besó de nuevo. Primero, en la frente. Luego, en la mejilla, y después, con la máxima delicadeza, en los labios. A los ojos de Talliann asomaron grandes lágrimas.
—No me ordenes salir de aquí, Kyre… ¡Te la suplico! No podría soportar la soledad…
Kyre apartó la manta, y ella se acostó a su lado. Apenas había sitio para los dos, pero ni a uno ni a otro les importaba. Talliann se acurrucó tan cerca de Kyre como pudo, y él la rodeó con sus brazos, protector, dejando que la cabeza de la muchacha descansara en el hueco de su hombro. El cuerpo de Talliann le resultaba tan familiar como el suyo propio, y el contacto con ella despertó recuerdos, insignificantes en el sentido de que sólo revivían momentos fugaces de su anterior existencia, pero igualmente preciosos para él.
No hablaron más. Simplemente, permanecieron en aquella oscuridad sólo atenuada por la luz de la luna. La angustia quedaba reducida al compartirla en silencio y quietud, contentos ambos con la mutua compañía. Al cabo de un rato dormían los dos.
En la gélida penumbra del amanecer, la ciudad aparecía silenciosa hasta un grado desalentador. Desde su ventana, Simorh había visto colorearse brevemente el cielo cuando salió el sol, antes de que una capa de nubes la dejara todo gris. Había renunciado a buscar un augurio en el tiempo, ya fuese bueno o malo, porque ya no podía fiarse de sus instintos. En lugar de corazón, creía tener bajo las costillas una maciza pelota de plomo.
Entró Thean sin hacer ruido, con una bandeja cubierta que dejó sobre una mesa, cerca del lecho de la princesa.
—Pan y una infusión de hierbas, como vos habéis solicitado.
Simorh volvió la cabeza y consiguió esbozar una descolorida sonrisa.
—Gracias, Thean. De momento no voy a necesitarte. ¿Por qué no intentas dormir un poco más?
La joven movió la cabeza en sentido afirmativo y salió de la estancia tan silenciosamente como había entrado. Simorh contempló la bandeja durante unos segundos. Aquel día no se permitiría comer nada más que pan, pero ni siquiera eso le apetecía. Se apartó de la ventana, descendió los peldaños y cruzó la antesala de su sanctasanctórum, donde estuvo largo rato mirando el cuerpecillo inmóvil de su hija, tendida en el lecho.
Las cortinas estaban corridas, y la única iluminación procedía de cuatro pequeñas lámparas colocadas en los puntos cardinales alrededor de la cama. Gamora yacía bajo una ligera manta, con los pies juntos y los brazos cruzados sobre el pecho. Su rostro reflejaba paz, y cualquiera hubiese dicho que dormía tranquila.
O que estaba muerta. Aunque todo lo que adornaba la habitación había sido colocado en ella para mayor protección de la niña, el cuadro trajo a la memoria de Simorh el día en que, doce años atrás, el padre de DiMag yacía de cuerpo presente para recibir el adiós de su afligida familia antes de ser conducido a la pira. «Presagios», pensó otra vez, y para tranquilizarse fue hasta el lecho y tocó con delicadeza la frente de Gamora. La temperatura normal de la pequeña alejó el más angustioso temor de la princesa, pero no acabó de calmarla. Simorh dio media vuelta y salió de la estancia para tropezar con DiMag, que la esperaba.
—Thean me ha dicho que estabais despierta —se excusó en tono atormentado, antes de mirar hacia la puerta de la alcoba interior—. ¿No hay ningún cambio?
—No —contestó Simorh con un movimiento de cabeza, mientras luchaba por contener las lágrimas, pues no quería demostrar su debilidad en momentos tan críticos—. Deberíais intentar dormir un poco, DiMag.
Su esposo se encogió de hombros.
—Lo haría, si pudiera. Pero ahora poco importa, ¿no creéis ? Mañana, cuando amanezca, descansaré tranquilo en mi cama, o dormiré para siempre…
Trató de sonreír, pero el intento de hablar despreocupadamente no les había servido a ninguno de los dos. Con un suspiro se volvió hacia la ventana.
—Kyre, al menos, descansa. Brigrandon le ordenó acostarse anoche, cuando ya no hacía más que cabecear encima de los manuscritos —comentó, para añadir un poco más animado—: Hace poco he enviado a un sirviente a su habitación, para ver cómo estaba, y sigue dormido… pero con Talliann a su lado.
—¿Talliann ha subido a su cuarto?
—Eso parece. Quizás empiece a recobrar la memoria sin necesidad del amuleto.
Simorh sintió que la golpeaba una envidia muy amarga, pero se dominó.
—Ojalá fuera cierto —dijo, y preguntó a continuación—: ¿Aún no habéis descubierto nada en los manuscritos?
—Nada —respondió DiMag, y con la punta de una bota rascó un remiendo ya muy gastado de la alfombra—. Temo que tengamos que hacernos a la idea de enfrentarnos al enemigo sin la ayuda que habíamos esperado… Pensando en ello —agregó con expresión más dura y voz brusca—, he dispuesto que el pleno del Consejo se reúna tres horas antes de la puesta del sol en el Salón del Trono. Habrá que decidir los últimos detalles. He pensado que era preferible que lo supierais, por si deseáis asistir —explicó con mirada franca.
—¡Claro que asistiré!
Aunque sólo pudiera apoyarle con su voz, lo haría. Siempre sería mejor que no hacer nada.
El príncipe asintió.
—Ahora será mejor que baje a! patio. Nuestros soldados de infantería están a punto de repetir la instrucción por última vez. Aunque no es mucho, a! menos, procuraré darles mi apoyo moral.
DiMag vaciló, avanzó hacia ella y, para sorpresa de Simorh, le tomó una mano.
—Lo lamento —dijo, y en su voz hubo una fatiga y una pena terribles—. Hubiese querido que todo fuera diferente…
Luego se llevó la mano de Simorh a los labios y besó sus dedos.
—¡No, DiMag! —exclamó ella, violenta, y el príncipe la soltó.