¡Tendría que haber sabido quién era él!
Apretándose el pecho con una temblorosa mano, y consciente de que la vida se le escapaba entre los abiertos dedos, Calthar experimentó un odio como nunca lo sintiera antes. Ningún mortal común era capaz de derramar su sangre, la de Calthar… Muchos lo habían intentado durante su larga vida, pero el poder de las Madres la hacía invulnerable a cualquier arma blandida por sus enemigos. Esa criatura, en cambio, ese falso paladín de Haven, había conseguido lo que nadie lograra antes, y eso sólo podía significar una cosa: que no era un falso paladín. Siglos después de que Malhareq, primera y máxima Madre de todas, le enviara a la muerte, el Lobo del Sol había vuelto.
Y ella le había dejado escapar entre los dedos, y llevarse además a Talliann…
Unos peldaños descendían en la oscuridad. Calthar encogió los pies y reptó por encima del borde del pozo. A medio camino tuvo que hacer una pausa para que el aire que se le escapaba volviera a sus pulmones. Su aliento le quemaba en la garganta y en el pecho, y en la boca notó sabor a sangre. Calthar escupió, tosió, escupió otra vez y siguió arrastrándose. Finalmente, sus manos pudieron palpar algo blando que cedía entre sus dedos, y la bruja supo que había alcanzado su antro.
Se detuvo jadeando como un animal exhausto, y la saliva y la sangre se mezclaron en su barbilla mientras ponía en orden sus pensamientos. Tenía que haber un ajuste de cuentas. Lobo de Sol o no, Kyre pagaría por lo que le había robado, y el precio sería la destrucción de Haven. Las Madres estaban airadas y exigían una compensación. Ella, como su avatar, sería el instrumento de su venganza.
Calthar quería recuperar a Talliann, pero si era necesario, saldría del paso sin ella. Pese a haber creado a la muchacha para sus fines, los defectos de Talliann habían hecho de ella, como mucho, un canal incierto para las fuerzas que Calthar se proponía emplear. Valía la pena pagar el precio, pero… si la recuperación de la chica resultaba imposible, existía otro vehículo para sus poderes: uno más oscuro, uno que había permanecido dormido y a la espera, durante los años de su mandato. Podía ser invocado una sola vez, y únicamente cabía desterrarlo mediante la destrucción. Pero a Calthar ya no le importaban los riesgos. Había llegado la hora de las Madres, que resucitarían triunfales de sus tumbas, del putrefacto polvo, y Haven moriría con todo lo que viviera dentro de sus murallas.
La respiración de Calthar produjo un sonido sibilante en su garganta, una demente mezcla de dolor, placer y expectación. Se acurrucó aún más entre los despojos que cubrían el fondo del pozo, cerró los ojos y su mente se esforzó…
«¡Curadme!
—dijo en silencio—.
¡Curadme, y sabré conseguir una venganza que supere nuestros más audaces sueños!
»
No hubiese podido decir, luego, cuánto tiempo permaneció en aquel lugar antes de experimentar en sus venas el primer cosquilleo de la fuerza que volvía a ella. Al llegar la sensación, Calthar sonrió, y sus piernas se movieron, torpemente primero, pero después con más seguridad cada vez, entre los huesos y el polvo que cubrían el suelo a su alrededor.
Notó Calthar que la herida que le infligiera Kyre se iba cerrando. Apenas era ya más que una desigual y blanca cicatriz. La sangre perdida se regeneraba en su interior, fluyendo fresca y sana por sus arterias. Y sintió Calthar la energía, la fuerza vital que brotaba de los restos mortales de sus predecesoras, esparcidos por el fondo del pozo, de aquellos cuerpos descompuestos de los que extraía sabiduría y un tremendo poder rejuvenecedor. Respiró la bruja sacerdotisa, permitiendo que la fuerza se extendiera por todo su ser para convertirla de nuevo en lo que era poco antes. Cuando por fin tuvo toda la vitalidad necesaria, cerró los ojos y extendió al máximo sus miembros, atenta a los vengativos pensamientos de las Madres entre las que yacía, y continuó allí hasta que los incoherentes sonidos y las palabras se fundieron en su cabeza para formar una sola idea, y ella supo ya claramente qué hacer.
Calthar se puso de pie. Tenía los cabellos y los jirones de su túnica llenos de polvo y telarañas. Durante unos momentos permaneció inmóvil, disfrutando de la sensación de unión con sus predecesoras muertas tantos años atrás, y de la regeneración que ellas le habían proporcionado. Luego avanzó hacia las gradas que conducían al exterior del pozo, y su boca se abrió en una terrible y maliciosa sonrisa.
Simorh esperó a que se hubiesen alejado los sirvientes que habían transportado a Gamora hasta su torre, y entonces dijo:
—¡Que no me moleste nadie! ¡Para nada!
—He apostado unos guardias delante de la puerta exterior, y también al pie de la escalera —señaló DiMag con una triste sonrisa—. Aún me quedan algunos hombres dignos de confianza.
—Muy bien —asintió Simorh—. Entonces, ya podemos empezar.
Kyre notó que los dedos de Talliann buscaban nerviosamente los suyos, pero sus pensamientos, demasiado caóticos, sólo le permitieron estrechar la mano de la muchacha para tranquilizarla. Desde la súbita revelación habían sucedido muchas cosas, y era mucho lo que había cambiado. Había temido que DiMag y Simorh no admitieran la verdad, pero estaba equivocado: los dos le creían, y el colgante había añadido suficiente combustible al fuego de su convencimiento. Habían escuchado en silencio su relato completo: el encuentro con el mensajero de los habitantes del mar y la lucha de la playa; las sinuosas maquinaciones de Calthar; su secreta entrevista con Talliann y las revelaciones del colgante y, por último, el espantoso enfrentamiento con las Madres y su huida de la ciudadela. Y Kyre les había hecho comprender la verdad respecto de los habitantes del mar y de su guerra con Haven: que la historia a la que ellos se habían apegado durante tanto tiempo era un poco inexacta. La antigua lengua, alterada por siglos enteros de cambios y abandono, les había llevado a la falsa convicción de que el conflicto era algo interminable y sin solución; una eterna hostilidad entre dos razas distintas, que nunca podrían llegar a un acuerdo. Pero Kyre sabía que no tenía por qué ser así, ya que, cuando él vivía y gobernaba en Haven, las dos razas eran una sola. Y creía que podían volver a unirse si se liberaban de la terrible herencia de la primera bruja hambrienta de poder, encarnada en Calthar a través de las Madres.
La verdad, según Kyre les hizo ver con prudencia, estaba en sus manuscritos. Pero incluso en sus tiempos, la antigua lengua ya se había deteriorado y, desde entonces, la decadencia había alcanzado tal grado, que la verdad quedaba oculta y las leyendas resultaban tergiversadas por generaciones enteras de mala interpretación. No podía esperar que DiMag y Simorh abandonaran las enseñanzas de tantos antepasados y aceptasen sin reservas lo que él les decía. Sin embargo, podía ofrecerles algo quizá más valioso que cualquier otra cosa: la presencia del primer Kyre, del auténtico Lobo del Sol, con sus conocimientos y sus recuerdos de un pasado perdido y ahora recuperado.
Kyre hubiese querido tener ocasión de hablar a solas con DiMag, pues le constaba que ahora, una vez revelada su identidad, el príncipe le temía. La actitud de DiMag era una incómoda mezcla de deferencia y desconfianza, y Kyre deseaba asegurarle que no tenía la menor intención de volver a gobernar Haven, como lo hiciera siglos atrás. La ciudad pertenecía a DiMag por derecho propio, y él no era un usurpador. Había regresado, sí, pero su sitio estaba al lado de DiMag; no en el trono. No obstante, a causa del acoso de la oposición, y puesto que era dolorosamente consciente de la inestabilidad de su gobierno, DiMag dudaba. Hasta el momento había podido imponerse a sus contrarios, pero aun así, Kyre ansiaba tranquilizarle en ese aspecto.
Y luego estaba Talliann…
Brigrandon la había conducido a los aposentos del príncipe, a petición de Kyre, y el primer encuentro de DiMag con la joven que durante casi diez años fuera la personificación de todo lo malo y corrupto, había sido duro. Talliann ignoraba quién era en realidad, pero Simorh, por fortuna, había sabido percibir la verdad que se escondía detrás del mito, y fue ella quien explicó a Kyre la existencia de un segundo amuleto —el de Talliann— que, según la leyenda, se había perdido al suicidarse la esposa del Lobo del Sol, después de la muerte de éste. El relato hirió a Kyre como una estocada; sin embargo, le permitía vislumbrar una esperanza. Talliann había muerto en Haven, y la clave del paradero de su talismán tenía que hallarse en los más antiguos manuscritos. Perdida la pieza gemela y desaparecida su legítima portadora, sin posibilidad de que volviera, nadie se había tomado la molestia de buscarla. Ahora, en cambio, Brigrandon, que en su calidad de tutor principesco era también el conservador de los archivos históricos de Haven, se disponía a iniciar la búsqueda. A Kyre sólo le restaba tener fe y rezar para que el viejo preceptor encontrara a tiempo el segundo colgante.
Talliann tenía poco que decir, de momento. Aún la aturdía el cansancio, y la mayor parte de lo revelado quedaba fuera de su capacidad de comprensión. Kyre había esperado que, con su retorno a Haven, volviera a su memoria algo de los tiempos pasados, pero no sucedía así.
Nada le resultaba familiar. Se mostraba todavía más cautelosa: notaba la hostilidad de DiMag y en consecuencia, le temía. También con Brigrandon era precavida, pese a la amabilidad con que éste la trataba. Para gran sorpresa de Kyre, la única persona en la que Talliann parecía dispuesta a confiar era Simorh y, aunque tal vez de manera un poco reacia por ambas partes, empezaba a desarrollarse una relación especial entre ellas dos. El sexto sentido de la maga había forzado a Simorh a superar sus prejuicios: veía y percibía la naturaleza del poder latente en Talliann y comprendía que, si estaba preparada para reconocer al auténtico Lobo del Sol, no tenía más remedio que reconocer también a su cónyuge.
Un repentino oscurecimiento de la habitación rompió la cadena de sus pensamientos, y Kyre alzó la vista entre parpadeos para comprobar que Simorh había apagado las luces. La única claridad procedía ahora de un pequeño brasero colocado junto a la cabecera del lecho en que descansaba Gamora, y su desigual resplandor confería un aspecto extraño y grotesco a todo cuanto había en el misterioso aposento sumido en las sombras.
Simorh había cambiado su camisón por la misma túnica delgada y negra que llevaba la noche en que había arrancado a Kyre de la nada, bajo las ruinas del templo. Sus cabellos, sueltos, relucían débilmente en la penumbra, y sus ojos brillaron como brasas cuando, en silencio, indicó a todos que ocuparan los sitios asignados.
Así lo hicieron. Simorh se situó delante del brasero, a la cabeza de Gamora; DiMag, a los pies de la niña, y Kyre y Talliann a un lado y a otro de la cama, respectivamente. Lo único que se oía en la estancia era la respiración lenta y regular de Simorh, que se había concentrado en el encantamiento y, poco a poco, caía en trance. Cerró los ojos y extendió los brazos con los puños cerrados. La luz del brasero se reflejaba vivamente en su piel, y sus manos se abrieron con un movimiento casi etéreo para dejar que dos chorros de un oscuro polvo cayeran sobre la lumbre.
Produjo el brasero un silbido, y unas impetuosas llamas azules y verdes envolvieron rápidamente las manos de Simorh. Esta no se acobardó, pese a que, con la súbita intensidad de la luz, Kyre la vio apretar la mandíbula con un gesto de dolor. A continuación, la princesa entonó un canto mientras las llamas seguían danzando alrededor de sus dedos.
Las palabras eran una deformación de la antigua lengua, y las pocas que Kyre logró entender le hicieron el efecto de frías garras clavadas en la espina dorsal. La voz de Simorh no se movía de las notas más bajas que su garganta podía producir; su tono era gutural, y las palabras parecían enroscarse y retorcerse en su lengua. El canto se hizo más rítmico, más insistente. Las sombras empezaron a danzar por el aposento, formando breves y extrañas figuras que hicieron estremecer a Kyre. El ambiente se espesó hasta resultar viscoso, y reinaba en la alcoba una asfixiante sensación de expectativa, como si se acercara despacio algo que había acechado y aguardado más allá del límite de los sentidos… La fuerza que emanaba de la temblorosa forma de Simorh crecía, crecía… y ella seguía cantando para aprovechar toda la reserva de poder que hubiera en su persona…
Los ojos de Gamora se abrieron de golpe.
El ahogado grito de DiMag cesó instantáneamente cuando se apagó el brasero y todo quedó a oscuras. Durante un momento que pareció durar una eternidad, el silencio produjo una tensión casi inaguantable. Kyre, desconcertado aún, se preguntó si sólo había imaginado lo que creyera ver antes de que el brasero se extinguiera. De pronto, una nueva luz comenzó a resplandecer en el lecho de Gamora: un frío resplandor verde y blanco, fosforescente y enfermizo, que adquirió intensidad hasta que el cuerpo de la niña quedó envuelto en él. Cuando Kyre miró a Gamora, sintió que el estómago se le revolvía.
Los ojos de la pequeña princesa estaban abiertos, en efecto. Miraban fijamente hacia delante, y en el rostro de la chiquilla había una sonrisa nunca vista en una criatura. Detrás de ella, la expresión de Simorh era de un horror paralizado, y cuando DiMag quiso avanzar hacia ella, la mujer levantó las manos, con las palmas hacia delante, para advertirle que se quedara donde estaba.
La niña empezó a incorporarse. Se movía como si unas manos invisibles la controlaran, con la espalda rígida y los brazos colgando a los lados, y en la aparente falta de esfuerzo con que se enderezaba había algo de repulsivo. Se puso recta como una flecha, y su cabeza se volvió espasmódicamente hacia un lado y, después, hacia el otro. Su mirada recorrió toda la habitación y se detuvo en los cuatro aterrados testigos. Por fin abrió la boca, y de su garganta salió una voz que hizo tragar negra bilis a Kyre.
Era la voz de Calthar.
—
¡Creo que me das pena, Simorh, tú que te llamas bruja!
La atrevida burla dio a las palabras un tono todavía más repugnante. DiMag miró a su hija, desconcertado, y Simorh sólo fue capaz de emitir un débil y angustioso sonido, que provocó la risa de Calthar .
—
Tú no podrás anular el encantamiento, loca criatura. La niña duerme, y sólo yo tengo poder suficiente para hacerla despertar… si quiero. Pero tú me has encolerizado. Y has encolerizado a mis Madres. ¡Creo que mereces que alargue la mano y corte el frágil hilo de la vida de tu hija!