—¡Lobo del Sol!
Akrivir tosió y escupió agua. Actuando de manera totalmente impulsiva, Kyre le ofreció una espada arrebatada a un soldado de Haven muerto.
—¡Tomadla, Akrivir! ¡Salvad la vida, si podéis! La mano del joven se cerró alrededor de la empuñadura, y la mirada que Kyre recibió fue de profundo agradecimiento.
—¡Matadla, Kyre! —dijo Akrivir—. Será el único modo de salvarnos todos…
Y antes de que el desconcertado DiMag pudiese detenerle, Akrivir ya se había esfumado para fundirse de nuevo con la caótica oscuridad.
El príncipe DiMag agarró a Kyre por un brazo, gritándole funoso:
—
¿Qué os habéis creído? ¡Esto es…!
—No hay tiempo para explicaciones —contestó Kyre, también a gritos—. ¡No domino los poderes! Se me escapan… ¡Es preciso que unamos nuestras mentes y luchemos como un solo cuerpo El príncipe meneó la cabeza, muy confundido pero consciente, sin embargo, de que tenía que confiar en Kyre.
—¡No sé cómo! —replicó.
Un caballo sin jinete salió al galope del horrible tumulto, en dirección a ellos, que se apartaron asustados, y el animal continuó su loca carrera hasta la rompiente, donde sus cascos levantaron un surtidor de espuma que les dejó empapados a los dos.
—¡El amuleto! —chilló Kyre de repente—. ¡El amuleto debe estar en vuestras manos! Ahora sujetará vuestra mente a este mundo, ¡y yo podré controlar el poder a través de vos!
Se quitó la cadena que llevaba colgada del cuello, y se la pasó por la cabeza a DiMag. El príncipe experimentó una sacudida de conciencia cuando el cuarzo rozó su piel: por unos instantes creyó que toda la bahía se alzaba, se alzaba hacia el negro cielo como una enorme serpiente que se desenroscara, se sintió sacudido y tuvo la sensación de que caía hacia atrás y se hundía en una negrura sin fondo…
—
¡Sujetad el presente!
—insistió Kyre—. ¡No lo dejéis escapar!
Pero su voz fue eclipsada de pronto por un desgarrado grito de inhumano placer y triunfo que devolvió violentamente al mundo a DiMag. Una ola rompió contra sus muslos y, mientras el príncipe se tambaleaba a causa de la arremetida, vio, con ojos muy abiertos, que una enorme forma negra flotaba hacia él…
¡La concha gigante!
—iKyre! —chilló DiMag, horrorizado, cuando aquella concha empezó a producir multitud de ondulantes formas que parecían serpientes.
Bajo la luz de la luna se transformaron de repente en repugnantes cadáveres animados, en esqueletos con jirones de piel colgándoles de los descarnados huesos, en agusanados monstruos de cuencas vacías y quebradizos y descoloridos cabellos que caían cual sucia escoria alrededor de la calavera… Las Madres, las Madres muertas y resucitadas, que saltaban de su extraño carruaje y se precipitaban hacia el príncipe… Diez Madres, quince o veinte, inimaginables horrores que abrían sus pútridas bocas y gritaban sofocando incluso el fragor del vendaval. y delante de ellas —DiMag se tambaleó por un momento hacia atrás y se tapó la boca con una mano, en un desesperado intento de no vomitar—, delante de ellas iba un esqueleto de ojos como brasas en la descompuesta calavera… La más vieja de todas, la fundadora e inspiradora de todo aquel horror, era… era…
Pero ese cadáver cambiaba: le nacía carne sobre los huesos; tendones y músculos eran recubiertos por una brillante piel verdosa, al tiempo que una indómita corona de cabellos revoloteaba alrededor de una cara cuyos ojos y cuya sonrisa el príncipe conocía de sobra. Y a medida que se transformaba, el resto de la infernal horda flotaba hacia ella y alrededor de ella y se introducía en ella, hasta que quedó sola, altísima, erguida y diabólica, con la desgarrada túnica obscenamente pegada a su cuerpo sinuoso, los ojos convertidos en dos ranuras blancas y centelleantes, y la gigantesca lanza, el doble de larga que la de cualquiera de sus seguidores, oscilando sin ningún esfuerzo en su mano.
Los años retrocedieron, y la batalla que bramaba en torno a él pareció recular hacia una gran distancia cuando DiMag, solo y súbitamente frío como el hielo, se enfrentó a Calthar por segunda, y probablemente última vez en su vida.
En la torre, Talliann gritó cuando el eco de la llamada de Kyre resonó en su mente. El aposento aún oscilaba de manera espantosa, como un barco en medio de una tempestad, y tanto ella como Simorh se apartaron de la ventana cuando las envolvió una horrible oscuridad surcada de rayos. Su visión interior les permitía presenciar la batalla y el espeluznante choque de dos épocas, y Talliann experimentó el terror de Kyre cuando el caos desatado por la fuerza del amuleto le arrolló. Le vio correr hacia DiMag y comprendió en el acto su intención…
—
¡Simorh!
—jadeó, agarrada a la princesa hechicera en la mareante negrura que parecía girar y girar cada vez más salvajemente, a medida que el enloquecido tiempo transcurría—. ¡Simorh, el amuleto! Tenéis que ponéroslo,
¡tenéis que ser muy fuerte!
Mientras decía eso, tiraba de la cadena que llevaba colgada del cuello, y Simorh, consciente del peligro, corrió de inmediato a ayudarla.
Y entonces, de pronto, Simorh fue Talliann y Talliann fue Simorh, y la hechicera de cabellos claros echó la cabeza hacia atrás y levantó los brazos hacia el cielo, a medida que el extraño poder circulaba por sus venas. Lo sentía vibrar en torno a ella; la llamaba, la sujetaba al mundo. Y ella sorbió esa fuerza con los puños apretados, mientras enfocaba toda su voluntad para apoyar a DiMag y a Kyre. Por el canal abierto a través de la mente de Talliann, Simorh vivía otras presencias: nombres de la historia, rostros de su propio pasado y de un indefinible futuro. Su madre, la hermana de MeGran, noble y serena, hechicera por derecho propio… Los consortes muertos de príncipes de otros tiempos, que habían utilizado sus poderes mágicos a lo largo de los siglos en ayuda de Haven… Gamora, crecida en belleza y poder… Thean y Falla, envejecidas y misteriosamente hábiles… Su aya, que descansaba desde hacía veinte años… y Talliann, la de los cabellos negros, la más destacada de todas las hechiceras de Haven, que ahora estaba junto a ella y la sostenía como una hermana fundía su mente con la suya, a medida que la gran rueda de los poderes giraba cada vez más deprisa…
Calthar rió. Avanzó hacia DiMag a través de las olas, y DiMag se mantuvo firme. En el rostro de la malvada bruja, brillando horriblemente a través de las cuencas de sus ojos, la horripilante locura de las Madres ardía como un fuego incandescente, y DiMag vio de nuevo, con los ojos de su propia mente, los semblantes de las monstruosas criaturas que habían fundido sus huesos, sus almas y sus poderes con los de Calthar.
¡No podía combatir contra semejante unión de fuerzas! Algo tan antiguo, tan corrupto… Él no era más que un simple mortal. ¿Cómo iba a triunfar sobre tan horrible maldad?
Se acercaba ella despacio, como un animal depredador que saborease de antemano el placer de matar a una víctima paralizada e indefensa. DiMag notó el sabor amargo de la bilis en la garganta y empuñó la espada pese a saber,
a saber,
que estaba perdido.
Calthar sonrió y, de repente, ya no fue Calthar. Su forma cambiaba… Grandes trenzas de color de vino se mecían alrededor de sus hombros y le caían espaldas abajo, y su rostro se había rejuvenecido. El pálido cuerpo de la bruja, cubierto con una larga túnica que presentaba un corte en la falda y ceñido con un cinturón… Y arriba, cruzada, DiMag vio la faja carmesí de un consejero de Haven…
Súbitamente, allí donde había estado el príncipe, resplandecieron en la oscuridad los verdes ojos y los cabellos rojos como el fuego de Kyre, que se enfrentaba a la mujer que, tantos siglos atrás, traicionara a su ciudad ya su pueblo, así como a su soberano, y por cuya culpa se rompió aquella gloria que una vez había sido Haven.
Y, de pronto, ya no hubo lucha. Fue como si el resto de almas vivientes hubiese dejado de existir, dejando sólo una oscura bahía, la arena y el mar, y arriba, en el cielo, la vieja y agrietada luna. Sólo quedaba la entidad formada por Kyre y DiMag, solitarias figuras frente a la criatura en que se habían convertido Calthar y Malhareq. El viento había amainado, y la quietud era sobrecogedora.
La mujer de los cabellos escarlata alzó su lanza en un saludo sarcástico, y Calthar sonrió. La voz de Kyre rompió el silencio.
—¡Ah, Malhareq! ¿Vas a matarme, esta vez?
DiMag percibió las palabras en su aturdida mente y, al compartir los pensamientos de Kyre, por fin entendió la verdad del legado que el Lobo del Sol había dejado.
La voz de la mujer sonó cálida y poderosa cuando respondió:
—Sí, voy a hacerlo, príncipe. La mano de la Hechicera está sobre mí, y no fallará.
—La Hechicera no es enemiga mía. Tu pueblo fue en su día el pueblo de Haven. Antes de que tú huyeras para fundar la ciudad bajo las aguas… Y podría serio otra vez.
Malhareq emitió una suave risa.
—No será así nunca más, Kyre. ¡No mientras viva mi hija Calthar!
—¿Y si Calthar muriese?
—Habría otras —y de nuevo aquella sonrisa tentadora, hermosa, mortal—. Tus tiempos pasaron para siempre, príncipe.
—Como los tuyos, bruja.
—¡Oh, no! Yo sigo viviendo a través de las Madres.
Su silueta fluctuó, tremolante; bajo su translúcida piel empezaron a moverse los gusanos, y la parte de su adversario que era DiMag retrocedió asqueado. Sin embargo, sintió que la mente de Kyre le llamaba… Disminuyó su miedo y supo lo que debía hacer.
Aquella monstruosa criatura que continuaba con vida a través de las Madres era el corazón, la esencia de todo… Tiempo atrás, no había habido más que un pueblo: el de Haven. Pero luego había surgido esa depredadora, hambrienta de poder…
Sin Malhareq no tenía por qué haber guerra. Sin su maléfica influencia a través de los siglos, alimentándose todavía de las mentes y de la voluntad de sus descendientes, Haven y su ciudadela del mar podrían coexistir en paz. Ella era un vampiro; ella y su hija por sucesión, Calthar: lo eran las dos. Mediante la carne viva de Calthar, la muerta Malhareq adquiría poder y codicia, su sed sólo se calmaría cuando el último de los habitantes de Haven yaciera exánime entre los escombros.
Pero eso no debía suceder. Había que desafiar al tiempo, y era preciso destruir del único modo posible —en su origen— el poder que Malhareq había transmitido a toda la sarta de horribles Madres. Malhareq tenía que morir. y él —Kyre o DiMag; ya no sabía quién era, y poco importaba— era el único capaz de aniquilarla.
Alzó un arma que era a la vez lanza y espada, y en su mente, desde una gran distancia, oyó gritar a Talliann y a Simorh cuando el poder de los amuletos le tenía casi ahogado. El encantamiento que les había mantenido en el limbo se rompió de pronto, y el mundo del ululante vendaval y de los guerreros en ensordecedor combate volvió a su existencia con volcánica fuerza cuando DiMag y Calthar, Kyre y Malhareq se embistieron mutuamente y chocaron con una terrorífica cacofonía de aceros.
Unas manos sujetaban las muñecas de Simorh, y la voz de Talliann le chilló al oído:
—
¡Ahora, Simorh! ¡lnvocad el poder!
…
La mente de Simorh pareció buscar en lo alto del cielo nocturno hasta que por fin posó la vista, desde la elevada torre, en el tremendo tumulto de aquella monstruosa batalla. Los hombres luchaban cual revuelta masa negra en la playa, agitándose la marea de cuerpos de aquí para allá, según arremetía uno u otro ejército. Y donde, en la orilla del mar, estallaba la blanca rompiente, había otros hombres rodeados de caballos. El agua les llegaba hasta las rodillas, y era evidente que estaban enzarzados en una lucha desesperada y atroz. Simorh buscó a DiMag, pero no pudo hallarlo. Mientras tanto, el amuleto que llevaba colgado del cuello pulsaba con fuerza creciente…
—¡Allá! —gritó Talliann, y una sorprendente energía hizo girar la incorpórea mente de Simorh—. ¡En la franja de guijarros!
¿DiMag? Pero si los cabellos del principe DiMag eran rojos, y además empuñaba una lanza en lugar de la espada, cuando se arrojó contra esa reluciente criatura que brincaba y parecía ser de carne y espuma y luz y podredumbre al mismo tiempo…
—¡La piedra! —chilló Talliann y, en el aposento de la torre, sus manos agarraron los hombros de Simorh y sacudieron a la princesa con una violencia tal que le hizo entrechocar los dientes—.
¡Ahora!
—insistió—.
¡Esa monstruosidad tiene que morir!
La mente de Simorh retrocedió nueve años, y ella vio cómo DiMag era conducido a su alcoba en una camilla montada a toda prisa, con el rostro gris y angustiado. La sangre le manaba de la profunda y peligrosa herida que le había infligido Calthar, y le empapaba la ropa, mientras que ella, atontada por los estragos de las propias hechicerías fracasadas, sólo era capaz de mirar y mirar a su marido, demasiado débil incluso para llorar. Calthar había destruido sus vidas aquella noche… Y al darse verdadera cuenta de ello, se apoderó de Simorh, cual furioso remolino, un terrible odio acompañado de la más fiera necesidad de venganza. Sus manos agarraron la pieza de cuarzo, que la quemó mientras extraía del colgante, de su propia mente y de la de Talliann, los últimos rastros de poder que tanto necesitaba, y reunió la fuerza para arrojarla sobre negras alas hacia el lugar de la lucha mortal en la franja de guijarros, antes de que el mundo empezara a girar locamente a su alrededor y ella cayera al suelo sin conocimiento.
Kyre vio llegar hacia él la lanza, un momento antes de que una bola de fuego de una cegadora luz escarlata estallara encima de su cabeza. Iluminó esa tremenda claridad el rostro rabioso y vuelto hacia arriba de Malhareq. Su flexible cuerpo quedó petrificado bajo el resplandor como una estatua, y Kyre comprendió enseguida lo que habían hecho Simorh y Talliann. Gritó un nombre —aunque no supo si era el suyo o el de DiMag— y oyó la respuesta del amuleto —un alarido, también— cuando su conciencia se liberó de la entidad formada por él y el príncipe y se fundió con la deslumbrante rueda de luz. El azul y el rojo se mezclaron, Kyre sintió a Talliann en su cabeza, en su alma, y notó que el poder de la amada se unía al suyo propio, cuando la cara de Malhareq se contrajo presa del horror…
Y DiMag, mareado de pronto cuando la conexión con Kyre se rompió, vio que Calthar se inclinaba sobre él. Entonces, el último dardo de poder de Simorh despertó en su mente unas ansias de venganza todavía más intensas, y el príncipe empuñó su poderosa espada como un leñador pudiese blandir el hacha. Notó que la hoja mordía profundamente a la víctima, y oyó la escalofriante risa de Calthar cuando el arma se le clavaba en la carne.
¡La endemoniada bruja no sangraba!
Inmediatamente, la memoria de DiMag retrocedió nueve años. Volvió a ver su horrendo rostro, tal como lo había visto aquella noche; vio el centelleo de la lanza, y sintió de nuevo en la pierna el dolor de la herida que había dejado al descubierto los músculos y el hueso, y que le quemaba terriblemente a causa del veneno inoculado por el monstruo.