Y muy lejos, transportado por el estridente chillido del viento, se oyó algo que hizo creer a Kyre que tenía las venas llenas de hielo. Un sonido lastimero, aullante, como si mil voces entonaran un canto de pesadilla. O
un grito de batalla
.
Ya había oído en otra ocasión ese espantoso aullido y, al mirar a Talliann y a Simorh, comprendió que también ellas lo reconocían. Lo que llegaba por encima del mar, desafiando el valor y la decisión de toda alma viviente de Haven, era el canto de guerra de los ejércitos de la ciudadela de las aguas.
Se hallaban todavía a considerable distancia, y exhibían sus fuerzas. En el momento en que la malvada luna despejara el horizonte, comenzaría la batalla de la Noche de Muerte. y el lúgubre canto sería la señal para que los soldados de Haven salieran de la ciudad a enfrentarse con su destino.
¡Era necesario avisar a DiMag!
La única esperanza de Haven residía en el poder de los dos amuletos, pero Kyre no podía servirse de ellos, no se
atrevía,
mientras el príncipe no estuviese de nuevo en el lugar que le correspondía. Las piezas de cuarzo abrirían súbitamente un camino entre el presente y el pasado, se produciría una colisión de tiempo y espacio, y esa colisión podría significar un horrible caos para el mundo. Sólo con la ayuda de DiMag y de Simorh, legítimos herederos del trono de Haven, podrían Talliann y él controlar las fuerzas que los amuletos desatarían.
Kyre miró angustiado a la muchacha y vio que ella compartía sus pensamientos sin necesidad de palabras, y por encima del pandemónium del vendaval, el mar enloquecido y el horripilante griterío que se avecinaba, gritó:
—
¡Simorh!
Corred a vuestra torre… —jadeó, agarrándola por un brazo—. ¡Pronto! Talliann irá con vos… Necesitamos nuestros poderes, y también vuestra magia…
¡Corred!
Pero antes de que se fueran, tomó a Talliann entre sus brazos, la besó breve pero fuertemente, y se precipitó calle arriba.
—
¡Kyre!
—chilló Simorh contra el viento—. ¿Adónde vais, Kyre?
—¡A ver a DiMag! —contestó ya desde lejos, y desapareció.
Talliann tiró con fuerza de la muñeca de Simorh.
—¡Aprisa! —gritó—. ¡Nos queda muy poco tiempo!
La princesa no la entendió; no entendía nada… Pero la frenética urgencia de la voz de Talliann fue como una cuchillada que cortó su confusión. Unió sus dedos a los de la muchacha de cabellos negros y, agarradas de la mano, echaron a correr por las calles de Haven en pos de Kyre.
Kyre se introdujo por la poterna en los jardines del castillo. Pese al aullido del viento, resonaban aún en sus oídos las lejanas voces de los guerreros del mar. Avanzó a trompicones por el sendero que atravesaba los moribundos matorrales, aguantando las náuseas que le provocaba el hedor de las flores putrefactas, y… de pronto, un ruido procedente del edificio le hizo detenerse de repente.
Venía del patio del cuartel, y era el estruendo de centenares de duras pisadas, acompañado de los estentóreos gritos de los sargentos. y por fin, como un tremendo golpe físico en el aire, sonó el rítmico e implacable canto de guerra de los soldados de Haven.
Las tropas salían. y DiMag, que debiera haberlas conducido, seguía prisionero… Kyre respiró a fondo aquel aire dulzón y malsano, y echó a correr hacia el cuerpo central del castillo. Subió los peldaños de la terraza de cuatro en cuatro, y no descansó hasta verse en el gran vestíbulo, iluminado solamente por dos débiles lámparas. Las sombras que dominaban la amplia pieza conferían una misteriosa irrealidad a las escenas bordadas en los raídos tapices… Cuando Kyre se disponía a correr agachado escaleras arriba, para no ser visto, tropezó con Brigrandon.
—¡Kyre! —exclamó el preceptor, pálido como la muerte—. Temí que hubieseis muerto… ¡Gracias al Ojo por vuestro regreso, sano y salvo! Pero… ¿dónde está la princesa Simorh?
—Ha ido a su torre con Talliann —jadeó Kyre, apoyándose en la pared para recobrar fuerzas—. Encontramos el amuleto perdido, y Vaoran está muerto…
—¿Muerto?
—Sí. Calthar la mató. Pero ahora no hay tiempo para explicaciones, Brigrandon… Debo ver a DiMag… El ejército se dispone a salir, y él tiene que capitanearlo…
—Todavía le custodian —dijo Brigrandon—. Intenté hablar con él, pero…
—¡Al diantre los guardias!
Kyre se enfureció. Le costaba dominar su indignación, y se agarró a los hombros del amigo.
—Permaneced aquí y haced lo que podáis —murmuró—. La batalla está apunto de empezar, y los aquí refugiados necesitarán todo vuestro apoyo y vuestros ánimos.
Los ojos del preceptor se estrecharon con enojo.
—¡Yo me uno a los defensores de la ciudad!
—No, Brigrandon. Cuando todo haya terminado, Haven os necesitará como erudito vivo, ¡no como guerrero muerto! ¡Que el Ojo os proteja, amigo! —añadió, con el pie en el primer peldaño.
Brigrandon seguía con la mirada fija en las sombras de la escalera cuando las rápidas pisadas de Kyre se desvanecieron en lo alto.
Delante de la puerta de DiMag había dos soldados armados. Kyre se dio cuenta de que eran casi unos chiquillos. Por lo visto, Vaoran no había estado dispuesto a renunciar a dos hombres hechos y derechos en un momento de semejante crisis. Kyre se colocó ante ellos, pero los guardias alzaron sus espadas con gesto amenazador.
—¡Dejadme pasar! —ordenó.
No sabía si le reconocían o no, pero debajo de la incertidumbre de los muchachos adivinó miedo.
—Nadie tiene permiso para visitar al ex príncipe —declaró uno de ellos, con una voz tan insegura que desmentía toda su actitud desafiante—. No sin la autorización expresa del príncipe Vaoran…
—¡El maestro de armas Vaoran ha muerto! —replicó Kyre, harto, y tuvo la acre satisfacción de ver cómo los dos muchachos abrían los ojos, alarmados—. ¡Ha sido asesinado por la bruja del mar hace menos de media hora, y eso significa que el príncipe DiMag es aún vuestro soberano!
Kyre comprendió que aquellos jóvenes no eran traidores; se habían visto envueltos en el feo asunto sin querer: simplemente por ser soldados, que no tenían más remedio que obedecer si no querían sufrir un castigo. Más amablemente, dijo:
—En este momento abandonan el cuartel las fuerzas de Haven. Será mejor que os unáis a ellas.
Los soldados se miraron entre sí. Luego, el que había hablado hizo una reverencia.
—Sí, señor… Mu… muchas gracias —agregó, después de pasarse la lengua por los labios.
Kyre se detuvo un instante, hasta verles desaparecer. Después abrió la puerta del aposento de DiMag.
El príncipe estaba sentado junto a la ventana. Se volvió al oír el ruido del cerrojo, y su rostro quedó rígido de asombro.
—
¡Kyre!
—exclamó, tambaleándose hacia él—. ¡Si me dijeron que habíais muerto!
Kyre esbozó una sonrisa torcida.
—Se adelantaron al daros la noticia. Vaoran ha ocupado mi puesto.
—¿Vaoran? —balbució DiMag, retrocediendo unos pasos—. ¡Pero si la Hechicera ha salido y las tropas van ya a enfrentarse con el enemigo!
¿Quién las conduce?
—Sólo los capitanes. Y dudo mucho de que ni siquiera la mitad de los hombres tenga noticia de lo ocurrido en el Salón del Trono.
El príncipe hizo una pausa.
—¿Queréis decir que…?
Vio la confirmación en los ojos de Kyre, y no terminó la pregunta. En cambio, se dirigió renqueando a un armario, lo abrió y empezó a rebuscar ansioso en su interior. Momentos después sacó un pesado y acolchado jubón negro de cuero flexible, calzones también negros, un ancho cinturón y un par de botas.
—Explicadme lo ocurrido —dijo, mientras empezaba a vestirse.
Kyre le contó brevemente el descubrimiento por Brigrandon del paradero del amuleto, su rápida carrera con Simorh hasta el templo en ruinas; el intento de engañar a Calthar por parte de Vaoran, que había acabado con la muerte del maestro de armas, y la llegada de la espantosa pleamar —invisible desde la ventana de DiMag— que rugía en toda la bahía desde que ellos se refugiaron en Haven. Cuando hubo terminado el relato, DiMag alzó la vista. Se le veía muy preocupado.
—¿Y Gamora? —musitó—. ¿Qué ha sido de ella?
—Lo ignoro. No he tenido tiempo de averiguarlo. Pero creo que Calthar será lo suficientemente perversa para llevar acabo sus amenazas. Desea saborear su triunfo en todas las formas posibles.
DiMag asintió muy serio.
—Sí; me lo imagino… —aspiró el aire entre los dientes y continuó—: No puedo permitirme el lujo de indagarlo. Todo cuanto nos cabe hacer, es confiar…
Volvió a meter la mano en el armario y, no sin cierta dificultad, sacó una maciza vaina de la que asomaba la adornada empuñadura de una gran espada. Kyre se dijo que debía de pesar el doble que el arma que normalmente usaba el príncipe.
—Perteneció a mi padre —indicó DiMag—. Vaoran se apoderó de mi espada, pero no conocía la existencia de ésta… —y la sopesó, arqueando las cejas ante su enorme solidez y sus dimensiones—. Mi padre era más alto que yo.
—¿Podéis manejarla? —preguntó Kyre.
El soberano soltó una risa amarga.
—En mis brazos todavía queda fuerza, ya que no en mis piernas. Mientras pueda montar a caballo, podré empuñarla con suficiente energía para causar estragos entre nuestros enemigos —dijo, alzando la mirada—. ¿Cabalgaréis conmigo, Kyre?
—Sí, señor.
DiMag se ajustó el cinturón.
—¡Entonces, adelante!
Simorh subió jadeante los últimos peldaños hasta la puerta de sus aposentos, y se alegró de no hallarla vigilada. Detrás de ella iba Talliann, que miraba continuamente por encima del hombro para cerciorarse de que nadie las seguía. Se introdujeron en la antesala y Simorh corrió a la ventana, desde donde dominaba perfectamente la ciudad. Pese a que los cantos y las duras pisadas de los hombres que iban hacia el enfrentamiento con el enemigo llegaban transportados por el viento, aún no se veía pasar a nadie. «jQué poco tiempo nos queda!», pensó la princesa, inquieta, y se volvió hacia Talliann.
—¡No sé qué hacer! —exclamó, presa del pánico, ya que se sentía perdida e impotente—. ¡Ayudadme, Talliann! ¡Decidme qué necesitáis de mí!
—Necesito vuestra mente y vuestra voluntad —contestó Talliann.
En la muchacha de cabellos negros se había operado un gran cambio. Con la recuperación de la memoria había desaparecido todo resto de aquella azorada y desamparada jovencita, revelándose ahora toda la formidable fuerza de su espíritu. Su aura era casi tangible, y Simorh comprendió, impresionada, cuán poderosa hechicera tuvo que haber sido cuando gobernaba al lado de Kyre.
—Kyre cabalga junto a DiMag —prosiguió Talliann—. Cuando lleguen a la bahía, mi mente y la suya se fundirán, y entre los dos reavivaremos los amuletos con la energía procedente de nuestros tiempos… Pero es peligroso, Simorh. Al resucitar esas fuerzas, rompemos la barrera existente entre el pasado y el presente, ya que las dos épocas no pueden existir juntas, y se producirá un choque… Hemos de controlar tales fuerzas si no queremos que el tiempo provoque un cataclismo, y sólo vos y DiMag podéis ayudarnos. Es preciso que esta noche vos nos mantengáis en
vuestro
tiempo, y creo que podréis hacerlo, aunque no será fácil.
Simorh la miró a los negros ojos, severos y tristes a la vez, y la entendió. El tiempo podría sufrir un trastorno espantoso… Sólo de pensarlo, la princesa sintió escalofríos. Sin embargo, justo era pagar un precio por servirse de unos poderes de tantos siglos atrás… y eso constituía, además, la única esperanza de Haven.
—No os fallaremos —dijo al fin, procurando que hubiese energía y convicción en su voz.
DiMag y Kyre surgieron de un callejón lateral y salieron al camino principal cuando las primeras filas de los soldados de Haven se aproximaban a los restos del arco. Habían tomado un atajo para salir al encuentro del ejército, guiando los caballos a una velocidad peligrosa por un laberinto de callejuelas y, cuando detuvieron a sus relinchantes y casi encabritadas monturas, los dos capitanes de la primera columna gritaron consternados a sus hombres que se detuvieran. Sonó una corneta, y hubo profusión de voces cuando los caballos chocaron unos contra otros. Un portaestandarte fue casi derribado de su montura, y los capitanes se quedaron mirando boquiabiertos a su príncipe.
En la oscuridad, rota sólo por la luz de la luna, DiMag tenía un aspecto imponente. Su negra indumentaria de guerra convertía su cuerpo en una sombra entre sombras, y su tenso y pálido rostro, enmarcado por los claros cabellos revueltos por el vendaval, resultaba horrible y casi inhumano. En sus ojos brillaba la ira acumulada durante nueve años… Pero al menos, esa ira tenía ahora una salida, un objetivo… DiMag, de pie sobre los estribos, sin hacer caso del intenso dolor que le azotaba la pierna, esbozó una áspera sonrisa cuando la sorpresa de su insospechada presencia produjo, de la primera a la última fila de hombres, un movimiento semejante al oleaje del mar. El príncipe posó la vista en los dos capitanes. Uno de ellos, el más joven y rechoncho, había sido la mano derecha de Vaoran. El otro, Revannic —como DiMag recordó—, había tomado las armas como soldado de a pie en tiempos de su padre y era un militar por encima de todo. La mirada del soberano descansó brevemente en el capitán de más edad, y después gritó con fuerza:
—¡Vaoran está muerto, y su intento de destronarme ha fracasado! ¡He venido para conduciros al triunfo sobre nuestro enemigo
real,
y traigo conmigo al Lobo del Sol!
En alguna parte detrás de la caballería, allí donde estaban los soldados de infantería, se alzaron desparejas voces que daban vítores. Vaoran había tenido muchos seguidores entre los militares de graduación, pero no gozaba de popularidad entre los soldados rasos. DiMag sonrió de nuevo, con menos amargura esta vez, y volvió a mirar a los dos capitanes.
—Caballeros —dijo, y su voz tuvo como escalofriante fondo los aullidos del viento y el rugido del mar, más distante—. La decisión es simple. Me aceptáis como legítimo jefe, y a Kyre como nuestro paladín, ¡o podéis intentar matarnos aquí ahora mismo!
Desde la lejanía llegaba el tenebroso canto de los guerreros del mar, que iba
in crescendo,
ahora que se disponían a avanzar con la pleamar. El capitán joven se movía inquieto en su silla y parecía querer hablar, pero el mayor levantó una mano con gesto severo. La expresión de sus ojos, cuando miró al compañero de menos edad, heló en la garganta de éste todas las palabras que hubiese querido pronunciar. El hombre rechoncho vaciló unos instantes, y luego bajó la vista e hizo un breve gesto de conformidad.