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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Excesión (30 page)

Le ofreció una copa y se quitó la máscara para exponer a la luz unos ojos del tamaño de sendas bocas abiertas; ojos que, bajo la luz lustrosa del domo de vibrante decoración, le habían parecido suave y oscuramente carentes de rasgos, pero entonces había mirado con más detenimiento y había visto los minúsculos atisbos de luz que brillaban en su curvada superficie. El traje de gelcampo la cubría por completo, a excepción de aquellos ojos profundamente alterados y de un agujerillo de la parte trasera de la cabeza, por donde brotaba una trenza de cabello entre castaño y rojizo de un brillo asombroso. Recogida con un alambre de oro, le llegaba hasta la altura de las caderas y una vez allí volvía a introducirse en el traje.

Le había dicho su nombre de pila. Los labios de gelcampo se habían abierto para mostrar unos dientes blancos y una lengua rosa.

–Leffid –había respondido él, mientras hacía una profunda reverencia sin apartar los ojos de su rostro en la medida de lo posible. La chica había levantado la mirada hacia sus alas, que en aquel momento estaban levantándose y extendiéndose hacia ella por encima de la sencilla túnica negra que llevaba. Se había dado cuenta de que se le entrecortaba la respiración. El brillo de sus ojos había empezado a despedir chispas.

Ajá, había pensado.

Para la ocasión, el embajador homomdano había convertido la cuenca de extravagante decoración y del tamaño de un estadio que era su residencia en una feria antigua. Habían caminado entre las tiendas, escenarios y paseos, ella y él, hablando de tonterías, haciendo comentarios sobre la gente con la que se cruzaban, celebrando la refrescante ausencia de drones en la fiesta, discutiendo los méritos de tiovivos, caballitos, pirulís, quitletrampas, deslicicletas, aerogolpes, trompipargos y laticuerpos, y quejándose de lo absurdas que eran las competiciones de muecas entre especies diferentes.

Ella estaba de crucero con un grupo de amigos, en una nave semi-Excéntrica que permanecería allí hasta que terminase el Festival. Una de sus tías tenía algunos contactos en Contacto y le había conseguido una invitación a la fiesta del embajador. Sus amigos estaban muy celosos. Leffid supuso que estaría todavía en la adolescencia, aunque se movía con la gracia desenvuelta de una persona de más edad y su conversación era más inteligente e incluso desvergonzada de lo esperado. Estaba acostumbrado a tener que desconectar el intelecto cuando hablaba con adolescentes, pero en este caso había tenido dificultades para seguir las alusiones y los dobles sentidos de aquella chica. ¿Es que las jovencitas estaban volviéndose más inteligentes? ¡Puede que él estuviera haciéndose viejo! Daba igual; era evidente que le gustaban las alas. Le pidió permiso para acariciarlas.

Le contó que él era residente de Grada, Cultura o ex-Cultura, según los gustos de cada uno. No era algo que le preocupase demasiado, aunque suponía que si se veía obligado a elegir, sentía mayor lealtad hacia Grada, donde había vivido veinte años de su vida, que hacia la Cultura, donde había vivido el resto. Esto es, en la Tendencia LoOlvidé, no en la Cultura propiamente dicha, que desde el punto de vista de la Tendencia era demasiado seria y no estaba ni de lejos tan consagrada a la búsqueda del placer como hubiera sido deseable. Había llegado allí como parte de una misión cultural de la Tendencia, pero cuando el resto de sus miembros habían regresado a su Orbital natal, él había decidido quedarse. (Había estado a punto de decirle: «Bueno, en realidad estaba en el equivalente a Circunstancias Especiales en la Tendencia, era una especie de espía, y conozco montones de códigos secretos y cosas de ésas...», pero probablemente esa no fuera la clase de artimañas que funcionaría con una chica sofisticada como aquella.)

Oh, era mucho mayor que ella. A sus ciento cuarenta años, estaba ya bien entrado en la madurez. Vaya, era muy amable de su parte decir eso. Sí, las alas funcionaban, en cualquier gravedad inferior al 50% de la estándar. Las tenía desde los treinta años. Vivía en un piso aéreo con una gravedad del 30%. Allí arriba había árboles-telaraña
enormes.
Algunas personas vivían en las cáscaras vacías de los frutos, aunque él prefería una especie de liviana vivienda-cosa hecha de películas de seda de chaltressor tejidas sobre finobones de alta presión. Oh, sí, por supuesto que podía ir a verla.

¿Conocía Grada? ¿Que había llegado ayer? ¡Justo para el Festival! Estaría encantado de ser su guía. ¿Que por qué no ahora? Por qué no. Podían alquilar un yate. Pero primero irían a ofrecerle sus disculpas al embajador. Por supuesto, el embajador y ella eran viejos amigos. Cosa de su tía. Ya llamarían desde la nave; ¿llevar a los demás? Oh, ¿solo una pequeña cámara dron? Sí, las leyes de Grada a veces podían ser una lata, ¿verdad?

–¡Sí! ¡Sí! ¡Síííííííí!

Este era él. Ella había lanzando un último y ensordecedor chillido y se había quedado inmóvil, con una sonrisa inmensa en su cara de gelcampo (todavía la llevaba puesta; aunque con otro agujero, por necesidad). Era hora de llevar el asunto a su clímax...

No era la primera vez que utilizaba el yate. Oyó sus palabras y las interpretó como una señal para desactivar los motores y flotar en la ingravidez. Le encantaba la tecnología.

El randa neural hubiera administrado mejor la secuencia de su orgasmo, controlando el flujo de secreciones de sus glándulas para que se ajustaran y potenciaran mejor los procesos sicológicos extendidos que estaban teniendo lugar, pero a pesar de todo fue Cojonudo. No duró tanto como el de ella, pero hubiera jurado que se prolongaba más de un minuto.

Flotó, unido todavía a ella, observando la sonrisa de su cara y las diminutas y tenues luces de sus enormes ojos oscuros. Sus fabulosos pechos subían y bajaban. Sus cuatro brazos se movían como si los estuviera meciendo el oleaje. Después de un momento, la chica se llevó una mano a la nuca. Se quitó la máscara de gelcampo y la dejó flotando.

Los profundos ojos oscuros eran los mismos; el resto de la cara estaba ruborizado y era muy hermoso. Le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.

Sin la máscara de gelcampo, una gotita de sudor se formó en su frente y en su labio superior. Delicadamente, le abanicó el rostro con las alas, batiéndolas con suavidad por detrás de sus hombros. Los enormes ojos lo observaron un momento y entonces la chica echó la cabeza atrás, se estiró y suspiró. Un par de cojines de color rosa pasaron flotando, toparon con los brazos flotantes de la chica y salieron despedidos con lentitud.

La alarma del límite de altitud del yate empezó a sonar. No se le permitía alejarse demasiado de Grada. Le había ordenado que regresara cuando alcanzara el límite. Encendió los motores y los dos, unidos en una deliciosa maraña de miembros, se vieron empujados suavemente contra la superficie cálida y húmeda de los cojines. La muchacha se retorció con suculenta lentitud, con los ojos muy negros.

Leffid volvió la vista a un lado y vio la pequeña cámara dron que la chica había traído, posada en el alféizar de una de las portillas de diamante, con su único ojo negro clavado todavía en la pareja. Le guiñó un ojo

Algo se movió en el exterior, en la oscuridad, entre la lenta rotación de las estrellas. Lo observó durante un rato. El yate emitió un murmullo y el motor se encendió con discreción. Una cierta gravedad aparente los pegó al techo durante un segundo o dos y entonces regresó la ingravidez. La chica hizo un par de ruidillos que podían indicar que estaba dormida, pareció relajarse por dentro y lo dejó ir. Él la aproximó a sí con los brazos mientras sus alas batían una vez, dos, y los acercaban a la portilla.

En el exterior, cerca del yate, pasaba una nave en una trayectoria de aproximación a Grada. Debían de haber estado directamente en su camino. El motor se había activado el mínimo tiempo indispensable para apartarse. Leffid miró a la chica dormida y se preguntó si debería despertarla para que pudiera contemplar el espectáculo. Había algo mágico en la manera en que pasaba silenciosamente aquella gran nave de oscuro y embellecido casco, apenas a cien metros de ellos.

Tuvo una idea, sonrió para sí y extendió la mano para coger la pequeña cámara dron –que en aquel momento estaba sacando una magnífica toma de su retaguardia y sus pelotas– y girarla hacia la nave que estaba pasando, para que la chica tuviera una sorpresa cuando viera la grabación, pero entonces algo llamó su atención y su mano no llegó a tocar la cámara.

Se quedó mirando por la portilla, con los ojos clavados en una sección del casco del vehículo.

La nave pasó. Su mirada se perdió en el espacio.

La chica suspiró y se movió. Dos de sus brazos se adelantaron y atrajeron la cara de Leffid a la suya. Lo achuchó por dentro.

–Uooooo –dijo sin resuello, y le dio un beso. Su primer beso auténtico, sin la máscara de gelcampo sobre la cara. Sus ojos seguían siendo encantadores, oceánicamente profundos y encantadores...

Estray.
Se llamaba Estray. Pues claro. Un nombre muy común para una chica de una belleza muy poco común. Así que iba a estar allí un mes, ¿eh? Leffid se sintió feliz. Puede que terminara siendo un
buen
Festival.

Empezaron a acariciarse de nuevo.

Fue tan bueno como la primera vez, pero no
mejor
porque él seguía sin ser capaz de poner toda su atención en los procedimientos. Ahora, en lugar de tratar de recordar cuál era el nombre de la chica, no podía dejar de preguntarse por qué había un mensaje de emergencia del Elenco desparramado minuciosamente sobre el casco de un crucero ligero de la Afrenta.

6. Miseria
I

Ulver Seich lloraba sobre su almohada. No era la primera vez que se sentía mal: algo que le había negado su madre; un chico que –por increíble que pudiera parecer– había preferido a otra (cosa muy rara, tenía que admitirlo); aquella vez, la primera que acampaba bajo las estrellas en un planeta, en que se había sentido terriblemente sola, indefensa y vulnerable; o cuando había muerto alguna de sus mascotas... pero nunca había sentido nada tan terrible como aquello.

Levantó el rostro inundado de lágrimas de la empapada almohada y volvió a mirar su reflejo en el campo inversor que había al otro lado del espantosamente pequeño camarote. Volvió a ver su cara y lanzó un aullido de angustia. La enterró una vez más en la almohada y sacudió los pies bajo la colcha, que tembló como un flan en un campo AG, tratando de compensar el movimiento.

Le habían alterado el rostro. Mientras dormía, durante la noche, un día después de salir de Phage. Su rostro, su maravilloso rostro con forma de corazón y hecho para conquistar, fundir y romper otros corazones, el mismo rostro que en una ocasión, cuando tuvo edad suficiente para que sus glándulas farmacológicas se activaran y fue lo bastante mayor para experimentar con ellas, había pasado horas mirando en el espejo de un campo inversor, el rostro que había contemplado y contemplado y no porque estuviera atontada sino porque era increíblemente
hermoso...
ese rostro parecía ahora el de otra persona. Y eso no era lo peor.

Puede que le hubiera dolido un poco si no hubiese desactivado el dolor, pero no era eso lo que le importaba. Lo que le importaba era que su rostro:
a)
estaba hinchado y descolorido después de que los nanotécnicos hubieran hecho su trabajo,
b)
ya no era el suyo, y
c)
¡había envejecido! ¡La mujer a la que debía parecerse era mayor que ella! ¡Mucho mayor! ¡Sesenta años más vieja!

La gente aseguraba que en la Cultura nadie cambiaba demasiado de aspecto entre los veinticinco y los doscientos cincuenta (aunque había un lento pero implacable proceso de envejecimiento que se prolongaba hasta la edad de cuatrocientos treinta y tres, para cuando tendrías el pelo blanco –¡o no tendrías pelo!–, la piel tan arrugada como un escroto básico y las tetas a la altura de la tripa... ¡Aagh!) pero ella siempre había podido determinar la edad de la gente; raramente se equivocaba por más de cinco o diez años –y nunca por más de veinte, en todo caso– y ahora podía
ver
lo vieja que estaba, aun por debajo de la hinchazón y los moratones. Estaba viendo el aspecto que tendría cuando fuera mayor y daba igual que no fuera su cara, daba igual que probablemente tuviera un aspecto mucho mejor cuando alcanzara los ochenta (había hecho que la IA de la casa preparara para ella proyecciones de su aspecto en cada década de los dos siguientes siglos, con un 99.9% de fiabilidad, y todas ellas eran realmente preciosas); lo que importaba era que parecía vieja y descuidada y eso la hacía sentir vieja y descuidada, lo que haría que se comportara como una vieja descuidada, y que era posible que esa sensación y esa forma de comportarse y por tanto ese aspecto no desaparecieran cuando le devolvieran su aspecto normal natural, su
propio
aspecto.

Las cosas no estaban saliendo como había esperado; sin amigos, sin mascotas y sin diversión. Y cuanto más lo pensaba, cuanto más arriesgado le parecía el asunto, menos ganas tenía de verse metida en él. Se suponía que iba a ser una aventura, pero la parte en la nave estaba siendo muy aburrida, el viaje de regreso sería igual y entre medias le esperaba quién sabe qué. Nadie ignoraba lo enrevesada que era Circunstancias Especiales. ¿Qué estaban haciendo en realidad, qué querían en realidad de ella? Aunque resultase algo excitante e incluso divertido, nunca podría contárselo a nadie y... ¿qué sentido tenía la diversión si luego no podías hablar de ella?

Por supuesto, podía contárselo a otros, pero entonces no le permitirían quedarse en Contacto. Demonios, Churt había respondido con evasivas cuando le había preguntado si ahora estaba en Contacto o no. Bueno, ¿lo estaba? ¿Era aquella una auténtica misión de Contacto o de Circunstancias Especiales –como había soñado desde la infancia– o era una especie de actividad extracurricular o una especie de examen?

Mordió la almohada, y la textura del tejido en la boca y entre la dientes y la sensación de que tenía la cara hinchada y le escocían los ojos a causa de las lágrimas la devolvió a la infancia.

Levantó la cabeza, se pasó la lengua por el labio superior para limpiarse el salado fluido y a continuación resopló y sorbió para contener las lágrimas y los mocos que le estaban llenando la nariz. Pensó en ordenar a sus glándulas que liberaran un poco de
«calma»
pero no lo hizo. Respiró hondo varios segundos y entonces se dio la vuelta en la cama y se miró en el inversor. Levantó la barbilla, como desafiando a la imagen que le mostraba y volvió a sorber por la nariz y a limpiarse la cara con las manos y a tragar saliva y a sacudirse el pelo, volvió a sorber, se miró a los ojos y se prohibió volver a llorar o apartar la mirada.

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