Al cabo de unos minutos, sus mejillas se habían secado, la hinchazón rojiza de los ojos estaba remitiendo y volvía a aclarársele la mirada. Seguía estando aborreciblemente fea, y hasta desfigurada para lo que era normal en ella, pero no era ninguna niña y
seguía
siendo la misma persona por dentro. Ah, bueno. Puede que un poco de sufrimiento le sentara bien.
Siempre la habían mimado mucho. Todas las dificultades que había pasado se las había infligido ella misma por diversión. Había pasado hambre y había desatendido su higiene cuando había salido de excursión a algún lugar primitivo pero siempre había tenido un plato en la mesa al final del día y una ducha o al menos una sesión de
peeling
para eliminar la mugre y el sudor.
Hasta el dolor de lo que en ocasiones le había parecido un corazón irrevocablemente roto había resultado siempre mucho menos duradero de lo que en un principio había imaginado y esperado. El descubrimiento de que el gusto de un chico podía ser tan grotescamente deficiente como para hacer que prefiriera a otra siempre había reducido tanto la intensidad como la duración del sufrimiento que su corazón exigía para señalar semejante falta de respeto.
Siempre había sabido que en la vida los desafíos verdaderos eran demasiado escasos, demasiado pocos los riesgos genuinos. Todo le había sido muy fácil, hasta para lo que era normal en la Cultura. Aunque su estilo de vida y sus circunstancias materiales en Phage no habían sido diferentes de las de cualquier otra persona de su edad, lo cierto era que a causa del decidido igualitarismo de la Cultura, el poco instinto jerárquico que conservaba la sociedad de la Roca se manifestaba en la atribución de cierto caché a los miembros de las Familias Fundadoras.
En una sociedad en la que era posible ver todo lo que a uno le apeteciera ver, adquirir cualquier talento que uno quisiera adquirir y acceder a tantas propiedades materiales como uno pudiera desear, se aceptaba como un axioma general que los únicos atributos que poseían esa especial cualidad de interés que deriva exclusivamente de la dificultad de su acceso, eran el ingreso en Contacto o Circunstancias Especiales o algún vínculo familiar con los primeros tiempos de la Cultura.
Ni siquiera los artistas más famosos y dotados –ya fueran congénitos o adquiridos sus talentos– eran depositarios del mismo respeto que los miembros de Contacto (y, en algunos lugares realmente antiguos, como Phage, los descendientes directos de los Fundadores). En la Cultura, ser un artista famoso significaba en el mejor de los casos que se aceptaba que poseías una cierta determinación rocosa; en el peor, se atribuía a una forma de inseguridad lamentablemente arcaica y un deseo bastante pueril de llamar la atención.
Cuando no existían casi diferencias entre la posición social de las personas, las diminutas distinciones que sí existían se volvían fundamentales para aquellos a quienes les importaban estas cosas.
Los sentimientos de Ulver con respecto al ancestral nombre de su familia eran mayoritariamente negativos. Era cierto que poseer un nombre antiguo significaba que algunas personas estaban dispuestas a hacerte un adelanto de la deuda de respeto que creyeran haber contraído contigo pero, por otro lado, Ulver quería ser objeto de admiración, veneración y lujuria por sí misma, solo por sí misma, por la colección de células que la conformaban en cada momento, sin referencia alguna a la herencia genética que esas células llevaban en su interior.
¿Y qué sentido tenía gozar de lo que en algunas ocasiones, insultantemente, se llamaba una ventaja en la vida, si no podía facilitarte el ingreso en la sección de Contacto? En todo caso, sospechaba, era una desventaja. Tenía que hacerlo mejor que una persona del montón, tenía que ser tan completa, absoluta y demostrablemente idónea para la Sección de Contacto que nadie pudiera llegar ni a pensar que había entrado porque la gente y las máquinas de la junta de admisiones recordaban haber oído el apellido Seich en sus lecciones de historia.
Bueno, Churt había dicho la verdad: esta era su gran oportunidad. Había sido y volvería a ser inmaculadamente hermosa, era inteligente, encantadora y atractiva y tenía sentido común a espuertas, pero no podía esperar que esto fuera tan sencillo como le había sido todo lo demás en su vida. Se esforzaría, estudiaría, sería diligente, asidua, aplicada y todas las demás cosas que tanto se había esforzado en no ser al mismo tiempo que se aseguraba de que sus resultados académicos resplandecían con tanta intensidad como su vida social.
Puede que hubiera sido una niña mimada; puede que siguiera siendo una niña mimada, pero era una niña mimada implacable y decidida y si esa implacable decisión dictaba que había que librarse de la niña mimada, lo haría en menos de lo que se tarda en decir "adiós".
Se secó los ojos, recobró la compostura –de nuevo, sin la ayuda de ninguna secreción glandular– y entonces se levantó y salió del camarote. Iría a sentarse a la sala de estar, que era más espaciosa, y allí averiguaría todo lo que pudiera sobre Grada, sobre el tal Genar-Hofoen y sobre cualquier otra cosa que pudiera ser relevante para lo que querían que hiciera.
Leffid Ispanteli tomó asiento junto al vicecónsul de la Tendencia LoOlvidé, plegó cuidadosamente las alas sobre el respaldo del asiento y sonrió al vicecónsul, quien le obsequió con la típica expresión vacía que la gente tiende a asumir cuando se comunica utilizando el randa neural.
Leffid levantó la mano.
–Con palabras, me temo –dijo–. Me he quitado el randa para el Festival.
–Muy primitivo –dijo el vicecónsul en tono de aprobación. Asintió con aire de gravedad y devolvió su atención a la carrera.
Estaban sentados en un carrusel que flotaba bajo una vasta estructura de tubos de carbono, esculpida a imitación de un árbol-telaraña. Miles de carruseles como el suyo colgaban como frutos del dosel, conectados de formas diversas por medio de una red secundaria de delicados puentes de cuerda. Debajo y a ambos lados de ellos se veía una serie de grandes escalones de piedra salpicados de vegetación y figuras en movimiento. Se parecía mucho a estar mirando un antiguo anfiteatro colocado en vertical y cada uno de cuyos asientos poseyera la capacidad de girar de forma independiente. Las figuras en movimiento eran combinaciones de ysners y mistretls: los ysners eran enormes aves de dos patas, carentes de la capacidad de volar (y casi de cerebro), que corrían mientras el jockey mistretl que cada una de ellas llevaba a la espalda se encargaba de la estrategia. Los mistretls eran criaturas simiescas, diminutas y casi impotentes pero poseedoras de un gran cerebro y su emparejamiento con los ysners se había producido de forma natural en un planeta del Remolino Foliar Inferior.
Las carreras de ysner-mistretl llevaban milenios formando parte de la vida de Grada y durante la mayor parte de ese tiempo había sido una tradición celebrarlas en un mándala gigante de dos kilómetros de longitud compuesto de escalones o niveles que rotaban a velocidades diferentes. El enorme escenario de la carrera, con su lenta rotación, era un poco como el propio Grada, que tomaba el nombre de su forma.
Grada era un hábitat escalonado. Sus nueve niveles giraban a la misma velocidad, pero eso significaba que los pisos exteriores poseían una gravedad aparente mayor que la de los que se encontraban más cerca del centro. Los propios niveles estaban divididos en compartimientos de cientos de kilómetros de longitud y con atmósferas de diferentes tipos y con diferentes temperaturas; y un sistema de espejos y campos especulares de asombrosa complicación y mareante belleza, situados en el cono del eje del planeta, proporcionaba la luz necesaria en cada momento, atenuada y, cuando era necesario, alterada en su longitud de onda para imitar las condiciones específicas de un centenar de mundos diferentes para un centenar de especies inteligentes.
La diversidad ambiental y la co-dependencia de civilizaciones que implicaba, junto a la mezcla de especies que alentaba había sido la
raison d'etre
de Grada, los cimientos mismos de su propósito y de su fama durante los siete mil años que llevaba existiendo. Sus constructores originales eran desconocidos. Se creía que habían Sublimado poco después de haberla construido, dejando tras de sí una especie –o modelo, según como definiera uno tales cosas– de sintrincados biomecánicos que dirigían y conservaban el lugar, eran individualmente estúpidos pero colectivamente muy inteligentes, tenían forma de pequeña esfera cubierta con largas espinas articuladas, medían entre medio metro y dos metros de altura y parecían sentir una gran suspicacia hacia cualquier tipo de criatura que poseyera menor base biológica que ellos. En Grada, los drones y otras IA eran tolerados, pero se los sometía a una estrecha vigilancia, se los seguía a todas partes y se controlaban sus comunicaciones y hasta el menor de sus pensamientos. Por supuesto, las Mentes eran inmunes a esta clase de tratamiento, pero sus avatares solían atraer un grado de observación física intensa que rayaba en el hostigamiento, así que no solían molestarse en entrar en el mundo y preferían restringir sus movimientos a los muelles exteriores, donde eran perfectamente bienvenidos y recibían la máxima hospitalidad. Grada era, después de todo, una afirmación, un tesoro, un símbolo, y como tal, cualquier pequeña extravagancia de que pudiera hacer gala se consideraba perfectamente tolerable.
La pista de la carrera de ysner-mistretl se encontraba un nivel por encima de la grada en la que se alojaba la legación diplomática homomdana y tres niveles por debajo de la circunferencia en la que vivía Leffid.
–Leffid –dijo el vicecónsul. Era un macho rotundo y enorme, de forma vagamente humana pero con una cabeza triangular dotada de un ojo en cada arista. Su piel era de un brillante color rojo; la túnica suelta que llevaba era de una vivida pero gradualmente cambiante tonalidad de azul. Volvió un poco la cabeza para que dos de sus ojos pudieran mirar a Leffid mientras el tercero seguía prestando atención a la carrera–. ¿Nos vimos anoche en la fiesta homomdana? No lo recuerdo.
–Apenas estuve un rato –dijo Leffid–. Te saludé con la mano, pero estabas ocupado con el delegado ashpartzi.
El vicecónsul Lellius se rió con ganas.
–Tratando de controlar al muy canalla. Tenía problemas de sustentación con su traje nuevo. Los automáticos no sirven cuando se les quita la IA. Ya sabes lo terrible que es que una de esas bestias flotantes sufra un problema de flatulencia.
Leffid recordó que Lellius tenía pinta de haber estado luchando por el timón de lo que parecía ser una pequeña aeronave en la fiesta del embajador homomdano.
–No tanto como para el habitante del traje, supongo.
–Ja, en efecto –rió Lellius, asintiendo y resollando–. ¿Quieres que te pida algo de beber?
–No, gracias.
–Bien. He decidido dejar la comida y bebida emocionales mientras dure el Festival y me darías envidia. –Sacudió la cabeza–. Yo creía que los primitivos se divertían más que nosotros pero todos los cambios que se me ocurrían para participar del espíritu del Festival parecían hacer la vida menos entretenida –dijo, y a continuación soltó una pedorreta por algo que había visto en la carrera.
Leffid dirigió la mirada a la arena y vio que una de las parejas de ysner-mistretl había fallado en un salto, chocaba con la rampa que tenía debajo y caía al siguiente nivel. Lograron recuperarse y seguir adelante, pero les haría falta mucha suerte para ganar la carrera. Lellius sacudió la cabeza y utilizó el extremo romo de un estilo para borrar un número de la tablilla de ceca con marco de madera que sostenía su ancha y rojiza mano.
–¿Estás ganando? –le preguntó Leffid.
Lellius sacudió la cabeza y puso cara de tristeza.
Leffid sonrió y a continuación examinó la pista de la carrera y las parejas de ysner-mistretl contendientes.
–La verdad es que no parecen demasiado festivas –dijo–. Esperaba algo más... festivo, vaya –concluyó sin mucho entusiasmo.
–Creo que los organizadores de la carrera miran el Festival con la misma indecisión misantrópica que yo –dijo Lellius–. El Festival lleva... ¿Cuánto? ¿Dos días?
Leffid asintió.
–Y ya estoy cansado de él –continuó el vicecónsul mientras se rascaba detrás de una de sus tres orejas con el estilo–. Pensé en tomarme unas vacaciones mientras durara pero se supone que debo estar aquí, claro. Un mes de arte chocante y osado y de diversiones impuestas sin contemplaciones. –Sacudió la cabeza con vehemencia–. Vaya perspectiva.
Leffid apoyó la barbilla en una mano.
–Nunca has sido un entusiasta de la Tendencia LoOlvidé, ¿verdad, Lellius?
–Entré con la esperanza de que me haría más... –Lellius dirigió una mirada contemplativa a la colosal escultura arbórea que flotaba sobre ellos– juerguista –dijo, y asintió–. Quería que me gustara más la juerga y por eso me uní a la Tendencia, esperando que el hedonismo natural de gente como tú pudiera infectar de alguna manera a un alma más parsimoniosa y flemática, como la mía. –Suspiró–. Todavía vivo con esa esperanza.
Leffid se rió y a continuación miró lentamente a su alrededor.
–¿Has venido solo, Lellius?
Lellius puso cara pensativa.
–Mi incomparablemente eficiente Ayudante Clerical Número Tres está visitando las letrinas, creo –resolló–. El inútil de mi hijo probablemente esté tratando de inventar nuevas formas de avergonzarme, mi pareja está a media galaxia de distancia... o sea, demasiado cerca, y mi amante actual se ha quedado en casa, indispuesta. O, para ser más exactos, dispuesta a no venir a lo que ella ha definido como una aburrida carrera de pájaros y monos. –Asintió con lentitud–. Creo que, razonablemente, podría decirse que estoy solo. ¿Por qué lo preguntas?
Leffid se le acercó un poco más, con los brazos apoyados en la mesita del carrusel.
–Anoche vi algo raro –dijo.
–¿La criaturilla de cuatro brazos? –preguntó Lellius, guiñándole al fin un ojo–. Me pregunto si algún otro de sus rasgos anatómicos está duplicado también.
–Tu salacidad me halaga –dijo Leffid–. Si se lo pides con amabilidad, probablemente te proporcione una grabación en la que se demuestra que los dos conjugamos en singular las partes relevantes.
Lellius se echó a reír y bebió de un recipiente con pajita.
–Así que no fue eso. ¿Qué, entonces?
–
¿Estamos
solos? –preguntó Leffid en voz baja.