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Authors: Eduardo Punset

Excusas para no pensar (4 page)

En algún punto de nuestra evolución, esta pauta cambió. Las pruebas arqueológicas sugieren que quizá fuera hace 1,7 millones de años. En la época del
Homo erectus
, la pelvis se estrechaba y los bebés nacían con un cerebro inmaduro, al que le faltaba mucho por crecer. Las madres necesitaron más ayuda para la crianza y cobró interés contar con la protección directa de un único hombre. Los machos se percataron de que era necesario atender a la madre y a los hijos si querían que sus descendientes sobrevivieran, lo que desembocó en una sociedad estructurada en torno a la monogamia. Así, la vida en pareja tiene una explicación meramente evolutiva: los hijos necesitan el cuidado de dos porque uno solo no puede.

4) El poder de la comunicación es genético

La comunicación es fascinante. En primer lugar aparecieron los sonidos, tal vez algunos dotados de significado. Luego surgió la música, más adelante el lenguaje, el discurso, y mucho más tarde, hace unos 3.000 años, la escritura.

Se ha estudiado mucho cómo se comunican otros animales, como, por ejemplo, los pájaros o los ratones, para obtener pistas sobre la evolución del lenguaje. Los trabajos con chimpancés son muy importantes. Ahora se está descubriendo que algunos gruñidos de los chimpancés tienen un significado. Es difícil saber si hablan entre sí, pero sí que distinguen lo que los otros chimpancés dicen, los ruidos que hacen. Si un chimpancé encuentra un tipo de comida que le gusta, emite un sonido para expresarlo. Otro chimpancé reconoce que se trata del sonido que significa: «He encontrado comida que me gusta», y utiliza esta información para buscar comida. Tal vez no sea puro lenguaje, pero son las bases del lenguaje. Por cierto, los chimpancés prefieren el pan a los plátanos. Los ratones, que también son mamíferos y con los que compartimos un ancestro común hace unos doscientos millones de años, se comunican muchísimo entre sí. No los oímos, porque emiten sonidos ultrasónicos, demasiado agudos para nuestro oído. Las madres y las crías de ratón, en particular, se comunican constantemente; si una cría de ratón se cae de la ratonera, emite un grito muy distintivo que la madre reconoce.

Como acabo de explicar, el gen llamado FOXP2 es crucial para ese tipo de comunicación. Si un ratón nace sin este gen, o si este gen no produce la proteína adecuada porque se ha destruido experimentalmente, no podrá comunicarse ni llamar la atención de la madre. Esto es fascinante, porque otros científicos han estudiado el mismo gen en los humanos. La gente que nace con una versión defectuosa del FOXP2 no puede hablar: tiene dificultades para controlar los movimientos de su boca y también para entender las estructuras gramaticales, ya que parece afectar a las regiones cerebrales encargadas del lenguaje. ¡He aquí un paralelismo realmente insospechado que delata más sobre la condición humana que el mejor tratado de filosofía!

Otro aspecto interesante es que los científicos pueden medir ahora la fuerza de la selección natural en la historia de un gen. Resulta que el FOXP2 ha cambiado mucho en los humanos a través de la selección natural. Y estos cambios sucedieron muy recientemente en la evolución humana, en los últimos 200.000 años. Puede parecer mucho tiempo, pero el cerebro de nuestros antepasados evolucionó de nuestros ancestros comunes con los chimpancés hace quizá 6 millones de años; así que fue hace 200.000 años cuando nuestra propia especie empezó realmente a diferenciarse. ¿Por qué? Es posible que los genes como el FOXP2 desempeñaran un papel importante para la comunicación básica, como la que se observa en ratones, y luego empezaran a evolucionar rápidamente para desarrollar el lenguaje sofisticado que articula las conversaciones de cada día.

Casi todo son hipótesis, pero cada vez logramos recabar más pistas. Lo que sí está claro es que, como decía el profesor emérito de ecología y biología evolutiva de la Universidad de Princeton, John Tyler Bonner, la diferencia entre los humanos y los animales es sólo una cuestión de grado. Cada vez encontramos más vínculos entre nuestra especie y otras especies. Y también más pruebas del poder de la selección natural en la historia de los genes. Por ejemplo, nuestro sentido del olfato: hemos perdido algunos genes necesarios para un buen sentido del olfato. Genes que permanecen intactos en otros primates y en mi perra, que, por suerte, conserva un olfato excelente. Todos sus genes olfativos siguen funcionando como hace miles de años.

5) Lo importante no es el discurso sino descubrir lo que está cavilando la persona de enfrente

Se aprende imitando a otras personas. A veces tomamos esto como una prueba de que la naturaleza humana no existe, de que no llevamos nada innato dentro de nosotros cuando nacemos. Que todo procede, en definitiva, de la cultura, de lo que nos enseñan. Ahora bien, ¿por qué somos tan buenos imitando a los demás? ¿Quién nos ha enseñado? El resto de los animales no imita tan bien como nosotros; incluso los monos —que, supuestamente, son muy buenos en esto— lo hacen fatal.

Para poder imitar, hacen falta muchas habilidades cognitivas que permitan leer la mente de otras personas y saber cuáles son los aspectos del comportamiento que se deben imitar y cuáles se deben ignorar. La capacidad de imitar demuestra que la mente no es una pizarra en blanco sobre la que basta escribir; la imitación es algo muy complicado.

Lo he pensado siempre: uno de los grandes saltos adelante en la historia de la humanidad fue el momento en el que una persona supo intuir lo que estaba cavilando la cabeza del otro. Sólo entonces podía ayudarlo o manipularlo.

Intuir lo que los demás pensaban fue clave para poder sobrevivir; de pequeño lo ignoraba y esta ignorancia la compartía con la inmensa mayoría de los adultos.

Una pista útil para la armonía de la convivencia consiste en no compartir esa ignorancia. Las palabras no son, fundamentalmente, un canal para explicitar las convicciones propias, sino el conducto para poder intuir lo que está pensando el otro. Cuando esto se descubre, sólo entonces surge la oportunidad de ayudarlo o influirlo. La mayoría de la gente, por desgracia, dedica mucho más tiempo a intentar explicar lo que piensan ellos, que a intuir lo que piensan los demás.

Fíjense en el comportamiento de los políticos de turno: «No hemos sabido explicar nuestro programa», «La gente no nos ha entendido», aducen como excusa de su fracaso. O lo que suele decir la comunidad científica: «Utilizamos un léxico incomprensible», «Nuestro vocabulario es demasiado riguroso», alegan como descargo del abismo entre ciencia y cultura.

Ni los unos ni los otros intentan seriamente conocer lo que de verdad piensa la gente. Los primeros lo hacen casi en secreto, por la vía de encuestas y a toro pasado; los segundos lo descubren a través de las enfermeras y comadronas que están en contacto directo con los pacientes. Ellas descubrieron el llamado efecto placebo cuando los médicos seguían negándolo. Las enfermeras —más acostumbradas a pensar en lo que los demás piensan que en difundir, como los médicos, lo que creen saber— se percataron de que en un número significativo de casos a los pacientes se les podía sustituir un calmante como la morfina por un líquido inocuo con efectos idénticos. Bastaba con que creyeran que se les estaba administrando un calmante. Muchos científicos atribuyen los efectos supuestamente positivos de la homeopatía al mismo efecto placebo.

El mundo puede cambiar de nuevo para bien si todos los esfuerzos y el dinero que se dedican ahora a convencer a los demás de las ideas propias se utilizaran para descubrir cuáles son las de la gente, cómo funciona su mente, qué estarán pensando.

El cansancio de la Tierra

Se dice que tenemos suerte porque vivimos en un universo amable, con unas condiciones muy favorables para la vida. De hecho, los científicos clásicos creían que éramos afortunados porque habitamos un planeta cuya distancia con respecto al Sol era la adecuada para crear las condiciones necesarias para la vida. Quizá hubo un tiempo —cuando apareció la vida en la Tierra— en que esto fue así. Sin embargo, a partir de ese momento, nuestro desarrollo no siguió las mismas pautas que nuestros planetas vecinos, como Marte o Venus, que se desertizaron de forma paulatina. En nuestro caso, en cierto modo, la vida misma fue la que se hizo cargo de todo, la que controló su propio desarrollo. Aquí, los sistemas inorgánico y vivo se desarrollaron al mismo tiempo. Y gracias a esta sinergia, el planeta ha sido un lugar acogedor para la vida a medida que ésta ha ido surgiendo.

En el pasado, cuando el mundo estaba habitado sólo por bacterias, el gas predominante en la atmósfera era el metano. Había poco oxígeno, y ése era un mundo en el cual no podíamos sobrevivir. Así fue durante casi mil millones de años. Pero las cosas cambiaron, la vida evolucionó y nos proporcionó una atmósfera con oxígeno. Eso lo sabe muy bien Giovanna Tinetti, una joven astrobióloga de la Universidad de Londres. Tinetti explica cómo la cantidad de oxígeno en la atmósfera terrestre ha ido evolucionando con el tiempo. Al principio, cuando se formó la vida en nuestro planeta no había oxígeno, pero con el paso del tiempo éste empezó a crearse y a aumentar por la presencia de unas bacterias capaces de crear materia a partir de la luz solar y de sales minerales: las cianobacterias. Ése fue un gran logro para la vida: unos pocos organismos fueron capaces de utilizar el oxígeno como un componente metabólico y no considerarlo un veneno. La presencia de oxígeno ayuda al desarrollo de organismos libres muy complejos, como los que tenemos hoy en día en la Tierra. Si miramos la evolución de la vida en nuestro planeta, veremos que, paralelamente, se produjo un aumento de oxígeno en la atmósfera terrestre, y en algún momento se estabilizó en el 21 por ciento, que es el nivel actual.

Precisamente, James Lovelock, el padre de la teoría de
Gaia
, se dio cuenta de que la vida recrea las condiciones necesarias para su subsistencia al observar esta capa muy delgada, llamada atmósfera, tan característica de nuestro planeta. Está formada por gases combustibles, como el metano, que se combinan con el oxígeno. Es una mezcla casi inflamable y si la composición fuese distinta, explotaría. Es muy frágil y, no obstante, perdura desde hace miles de millones de años. ¿Cómo es posible? Exige que algo en la Tierra regule la atmósfera y la mantenga constante. Y ese algo es la vida que late con el planeta, como si fuera un organismo, al que Lovelock ha llamado Gaia.

Gaia existe desde hace quizá 3.000 o 4.000 millones de años, pero se calcula que no le quedan más de 1.000 millones de años antes de morir. En la escala geológica, Gaia es una señora mayor. Sin embargo, antes de que llegue el momento de su muerte, existen distintas amenazas para Gaia que provienen de nosotros mismos.

Itinerario 2

El largo camino del aprendizaje humano

Los secretos del aprendizaje

Ya sabíamos que el alma está en el cerebro, pero ahora podemos contemplar todo el proceso molecular mediante el cual el pasado y el futuro convergen; de qué manera el alma germinal enraizada en la materia cerebral y la memoria fabrican nuevas percepciones sobre las que emerge el futuro. Es sencillo y aterrador a la vez.

Cada vez que un estímulo exterior reta a la mente, se dispara un proceso instantáneo y desenfrenado de búsqueda en los archivos de la memoria; se trata de situarlo en su debido contexto y hurgar en su verdadero sentido. La respuesta no se hace esperar y sólo existen dos opciones: el estímulo llegado del universo exterior deja a la mente indiferente o, por el contrario, desata una emoción impregnada de amor y curiosidad. Son los dos componentes básicos de la creatividad, de la capacidad de los humanos para hacer algo nuevo partiendo de su entramado biológico.

La ciencia está poniendo de manifiesto que, por lo menos al comienzo de cualquier proceso mental, sólo el pasado cuenta, incluso cuando se empieza a modelar el futuro. A partir de este momento se pone en marcha un proceso, aparentemente más afín a la alquimia que a la ciencia, gracias al estallido de la inteligencia social. La capacidad de imitación instrumentada por las llamadas neuronas espejo interactúa con el conocimiento acumulado de la propia especie, tal vez también de otras, y, en todos los casos, de un archivo bien pertrechado de recuerdos y huellas de emociones propias. Se trata de la explosión súbita del pensamiento nuevo. De lo que distingue a una especie creativa de otras que no lo son tanto.

Además, hasta hace muy poco tiempo desconocíamos un mecanismo fundamental de este proceso del conocimiento nuevo: no había indicios que pudieran sugerir cómo una parte de la memoria a corto plazo podía transformarse en memoria a largo plazo. ¿Cuáles eran los componentes concretos y los mecanismos precisos gracias a los cuales se podía imprimir durabilidad a determinados recuerdos? Ahora sabemos que esta capacidad para aprender, para archivar en la memoria a largo plazo, está vinculada al funcionamiento de determinadas proteínas cerebrales activadas por prácticas de aprendizaje. Son los componentes precisos de esos mecanismos de durabilidad del recuerdo los que están en la base del aprendizaje en la etapa maternal primero, en la fase escolar después y en la vida del adulto, finalmente. Es cierto, las raíces están en el pasado, pero al pasado hay que fustigarlo desde el exterior para transformarlo en futuro y de ahí ha surgido el segundo gran descubrimiento del proceso molecular, seguido por la creatividad y la innovación. Hasta hace muy poco tiempo sólo teníamos la intuición expresada por algunos grandes científicos de que para acabar con los prejuicios que impedían los avances del conocimiento, era indispensable que desaparecieran, que se extinguieran las vidas de los portadores de aquellos prejuicios y conocimientos. Ahora sabemos por qué. La transferencia del conocimiento nuevo requiere materia cerebral, actividad mental, alma, pasado, memoria, pero, sobre todo, nuevas maneras de mirar las cosas y los temas antiguos. Cuando las nuevas generaciones fallan en ese cometido, resulta estéril la desaparición de las generaciones que las precedieron.

La autoestima y la curiosidad de los bebés

Hasta ahora no sabíamos nada de lo que les pasaba a los bebés por dentro. Resulta que una de las primeras cosas que hemos descubierto en la irrupción de la ciencia en los procesos emocionales es que casi todo se decide desde que el bebé está en el vientre de la madre y hasta que tiene cuatro o cinco años. Cuando digo casi todo quiero decir que se deciden dos cosas que hemos aprendido a identificar y que son fundamentales en la vida de cualquier persona. Una es un cierto sentimiento de seguridad en uno mismo que permite lidiar con el enemigo más atroz que tenemos los homínidos: el vecino, el otro homínido. No hay desafío mayor en la vida. Los grandes especialistas neurólogos de la inteligencia explican claramente que la inteligencia es un subproducto de la relación social. Lo que nos hace inteligentes es el contacto con los demás. Necesitamos una cierta autoestima para poder, en su día, irrumpir en el resto del mundo, el de los mayores.

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