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Authors: Eduardo Punset

Excusas para no pensar (9 page)

Martin Seligman, profesor de psicología en la Universidad de Pensilvania, en Estados Unidos, es mundialmente famoso por ser el mayor impulsor de la denominada psicología positiva. Este profesor trabaja para aliviar el sufrimiento en el mundo. Para él la clave de todo está en darse cuenta de que la noción de felicidad es científicamente imposible de concretar, significa demasiadas cosas para la gente, aunque él ha intentado descomponerla en tres elementos para poder medirlos científicamente y dar a las personas claves para intervenir. El primer elemento es la vida de placer y de emociones positivas, como por ejemplo las risas, las sonrisas o el hecho de estar de buen humor; el segundo es la vida comprometida, es decir, comprometerse en el amor, en el trabajo, con los hijos, con el ocio, con las amistades. Y el tercero es la vida significativa, y es el que tiene el mejor componente de inteligencia. Se trata de saber cuáles son los puntos fuertes de cada uno y utilizarlos para algo que creemos que es mayor que nosotros. Así tenemos la vida agradable, la vida comprometida y la vida con significado, las tres nociones que forman el concepto de felicidad y que se pueden contrastar de forma científica.

¿Qué nos hace tomar decisiones?

No parece admisible que pretendamos saber tantas cosas sobre el Universo que nos rodea y que, sin embargo, no sepamos por qué tomamos una decisión en lugar de otra. ¿Existe una explicación razonable de por qué elegimos a una persona como nuestra pareja y no a otra? ¿Hay algún principio que sustente la decisión de participar en un juego de azar en lugar de hacerle caso omiso? ¿Por qué nos casamos? ¿Por qué seguimos en un trabajo que no nos gusta? ¿Ha llegado el momento de tener un hijo? ¿Contesto al último
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La pregunta que intento formular a economistas y neurólogos es si existe una teoría de la toma de decisiones cotidianas que explique adecuadamente nuestra conducta. Los economistas dijeron que sí hace ya tiempo, aplicando lo que ellos denominan la teoría de juegos. Por su parte, los neurólogos han confirmado recientemente que existe una explicación teórica de por qué elegimos lo que elegimos entre distintas alternativas, pero su teoría no coincide con la de los economistas. Es decir, los neurocientíficos han constatado que la teoría de los economistas carece de validez. A raíz de este pequeño contratiempo, unos y otros decidieron, cuerdamente, formar un equipo multidisciplinar y, por fin, empezamos a saber por qué tomamos las decisiones.

Lo que se esconde detrás de cada decisión

Yo diría que el descubrimiento más sorprendente ha sido detectar la importancia de los sentimientos innatos o del andamio emocional a la hora de decidir. Consideraciones sociales y no sólo individuales conectan directamente con el mecanismo cerebral del premio y la recompensa.

Marc Hauser, psicobiólogo de la Universidad de Harvard, defiende la existencia de unos principios morales universales que rigen nuestras decisiones y juicios a la hora de distinguir el bien y el mal. Hauser cree que hay un conjunto de principios comunes que todos los seres humanos parecen compartir en lo que respecta a sus juicios morales. En sus investigaciones, este psicobiólogo le pedía a la gente que le diera una respuesta a lo que para ellos es moralmente justo ante distintos problemas morales. A veces daban una respuesta pero no podían decir por qué la estaban dando, y esto es lo que sugiere, según Hauser, que hay un proceso inconsciente que los empuja en una dirección u otra.

Hauser está investigando con varias tecnologías en neurociencia para identificar circuitos cerebrales que son cruciales en la toma de decisiones morales. Una línea de investigación apunta a los lóbulos frontales del cerebro. Parece que cuando esta parte del cerebro está dañada perdemos una conexión entre nuestras emociones y nuestra toma de decisiones. Resulta que cuando estamos confrontados a dilemas morales esta zona es muy relevante, pero para otros muchos dilemas, no lo es. Lo que sugiere es que para algún tipo de problemas morales, las emociones parecen ser irrelevantes: se pueden tomar decisiones basándose en lo que alguien creyó, en lo que alguien intentó, y parece que las emociones no desempeñan ningún papel. Pero cuando surge un dilema, cuando la acción causa daños a uno pero beneficia a muchos, surge el conflicto.

Los neurocientíficos están empezando a señalar cuáles son las estructuras importantes, desde un punto de vista causal, que nos permiten emitir juicios morales, creencias, emociones, intenciones.

Así sabemos que en la práctica, los que toman decisiones lo hacen de forma menos interesada y egoísta de lo que sugerían los economistas. El móvil individual y estratégico cuenta menos de lo que se sospechaba. ¿Será posible que la influencia de la moral innata o el espíritu de cooperación determinen gran parte de nuestras decisiones? Hay que verlo para creerlo.

Y para verlo, los primeros experimentos se efectuaron con el llamado juego del ultimátum, un ejercicio muy sencillo entre dos personas. A una de ellas se le dan mil euros y se le exige que done una parte del dinero, la que sea, a su compañero de juego, pero con la advertencia de que si el otro jugador la rechaza por considerar injusto el reparto, los dos se quedarán sin dinero. Para los economistas —antes de dialogar con los neurólogos—, estaba claro que la búsqueda del propio interés induciría a aceptar cualquier oferta superior a cero. Unos pocos euros son mejor que nada. Los repetidos experimentos efectuados por los neurólogos, en cambio, han demostrado que cuando la oferta al compañero de juego es inferior al 20 por ciento, éste renuncia y prefiere que nadie se quede con nada. El sentimiento de injusticia prevalece sobre el interés de quedarse con doscientos euros.

De ahí a sugerir que existe un programa moral innato no hay más que un paso que muchos científicos están ya dando. «No somos tan bestias como parecemos», dicen esos científicos. Las emociones, y no sólo la razón, desempeñan un papel primordial en las decisiones morales.

Por favor, que el lector se cuestione lo siguiente y en función de la respuesta le diré lo que le pasa. Imaginemos que entra en la estación un convoy a toda velocidad con riesgo de arrollar a cinco trabajadores en la vía. La única manera de evitarlo sería empujando a la muerte a un inocente para parar el tren. Moriría un inocente, pero se salvarían cinco vidas. Pues bien, salvo en el caso de personas con una lesión cerebral determinada, nadie o casi nadie opta por esa solución.

Nadie lleva un título que rece: «Soy un psicópata»

Tenemos ciertos conocimientos acerca de los factores que inciden sobre el nivel de felicidad. Se han descubierto cosas tan evidentes como que el nivel de renta o incluso la salud no son los factores externos más significativos. Sólo cuando el nivel de renta está por debajo del de subsistencia, el dinero es igual a la felicidad. En cuanto al deterioro de la salud, incluso después de percances personales significativos, el tiempo mediatiza sus efectos. Son las relaciones personales el factor determinante.

Lo que no se ha estudiado suficientemente, todavía, es la dimensión de la capacidad de amar que, sin embargo, tiene un peso agobiante en las relaciones personales. Gracias, sobre todo, al científico canadiense Robert Hare, sabemos quién es incapaz de amar. Los psicópatas, a los que ya me he referido, no tienen conciencia del sufrimiento de los demás y, en términos más generales, no pueden ponerse en el lugar del otro, sentir remordimiento por el dolor infligido, empatizar con otra persona y, por lo tanto, no pueden amar. Se trata del 1 por ciento de la población, únicamente, pero constituyen más del 15 por ciento de los delincuentes detenidos, porque su grado de reincidencia es mucho mayor que el promedio y sus crímenes, más variados. La cifra del 1 por ciento no refleja en absoluto el sufrimiento ingente que los psicópatas causan desde los estamentos del poder, de la empresa y de la vida personal. El problema es que nadie lleva un letrero que rece: «Soy un psicópata». Al contrario, son excelentes comunicadores y su carácter resolutivo y osado los convirtió en excelentes candidatos para las empresas sumidas, en la década de los noventa, en procesos de reorganización provocados por la crisis económica. Lejos de resolver los problemas, crearon destrucción y sufrimiento a su alrededor.

Las raíces del amor

El resto de la población puede amar y se enamora, pero, lógicamente, unos más que otros. ¿De qué depende esa capacidad de amar que, a su vez, influye sobre sus niveles de felicidad?

En primer lugar encontramos lo que los psicólogos llaman el «apego familiar». En experimentos efectuados con crías de ratones, los retoños a los que se expresa el afecto materno mediante lametones crecen con mayor autoestima y seguridad en sí mismos que los que son dejados a su suerte. Uno de los grandes descubrimientos de la psicología moderna ha sido, justamente, identificar las repercusiones indudables que tiene para la vida del adulto lo que haya acaecido en ese entorno familiar inicial. Son las etapas de formación incipiente de la parte más desarrollada del cerebro, que puede verse afectada por lo ocurrido durante la fase del entorno familiar.

Ahora bien, lo que no se sabía es que en función del grado de apego se genera mayor o menor autoestima y seguridad en uno mismo. Los dos rasgos de carácter son esenciales para comportarse provechosamente en el siguiente entorno: el de la escuela y el comienzo de las interrelaciones sociales, más allá del ámbito puramente familiar. Tanto la autoestima como la seguridad en uno mismo resultan indispensables para profundizar con ganas en el conocimiento y la curiosidad de los demás. Ya hemos dicho que durante la infancia resulta relativamente fácil conquistar el amor del círculo íntimo. Para los familiares, el protagonista de la atención es el más listo y guapo. El resto de la vida, sin embargo, transcurre en una lucha tenaz por lograr el reconocimiento del resto de las personas, que, en su gran mayoría, son desconocidos o indiferentes. Se trata de la ardua tarea de lograr el amor del resto del mundo.

Según apunta William James, si en el comienzo de las interrelaciones sociales se utilizan los resultados positivos del cuidado maternal, se pasará a la conquista del amor del resto del mundo con ánimo de seguir explorando relaciones o, al contrario, con predisposición al rechazo o, en el peor de los casos, con ánimo de destruir el mundo que nos rodea. Ése suele ser el caso de muchos de los psicópatas con o sin estigma genético.

La inversión parental

Otro componente fundamental de la capacidad de amar viene determinado por la llamada inversión parental, representada por la fusión amorosa primero, la construcción del nido después —incluidos los hijos, hipoteca y relaciones laborales— y, por último, la definición de los ámbitos de libertad respectivos de la pareja. Se trata de una dura negociación entablada, principalmente, de manera inconsciente.

Los economistas, de la mano de los psicólogos, han aportado un dato nuevo a esa inversión parental. Se trata de la tecnología de los compromisos, que puede tensar a extremos peligrosos las relaciones de la pareja y el consiguiente cuidado de los hijos. La vida moderna se caracteriza por una multitud de compromisos nuevos que compiten con los heredados o los propios de la vida familiar. Tanto el número de hijos como de obligaciones adquiridas compiten por unos recursos limitados, con el consiguiente efecto negativo en la dedicación familiar. La inversión parental de hoy día no tiene parangón con ningún período pasado.

El último concepto involucrado en la capacidad de amar vendría dado por la resistencia de los materiales y metabolismo biológicos, tanto de tipo hormonal como cerebral. Generar apego, invertir en los soportes materiales que sustentan la relación de pareja, requiere una cierta resistencia que no es idéntica en todos los casos. Ésos son los mimbres con los que se construye la capacidad de amar de un individuo. Ahora bien, más interesante que esa evaluación científica puede que sea, para la gente de a pie, el procedimiento preciso por el que cristaliza esa capacidad de amar. El descubrimiento más reciente e insólito se lo debemos al neurocientífico mexicano Ranulfo Romo, tras años de investigaciones con monos rhesus. Ante un estímulo externo —una mujer muy guapa e inteligente o un hombre muy esbelto e inteligente—, la parte primordial del cerebro activa una sensación de bienestar. Para que esta sensación se transforme en un sentimiento de amor o felicidad hace falta que el pensamiento se ponga a hurgar en la memoria, en busca de datos o recuerdos similares. Es una búsqueda frenética e instantánea en el pasado. Tanto es así que —de acuerdo con Ranulfo Romo— no existiría el mundo sin memoria. En cierto modo, todo es pasado.

En nuestro cerebro hay una maravilla de circuitos que son capaces de guardar nuestra experiencia y que nos permiten tener una identidad. A lo largo de la historia, el ser humano ha ido transmitiendo información —primero lo hizo oralmente y luego por escrito—, que guardamos en la memoria y nos sirve para hacer cosas, para vivir. En nuestro cerebro traemos todo el pasado y sin el pasado no podemos saber lo que somos en este momento.

Una de las grandes virtudes que tiene nuestro cerebro es que puede generalizar, puede ir más allá de lo que ha aprendido y guardado en la memoria. Es capaz de ir transformando estas experiencias y la información que aporta la realidad para adaptarse.

Enamorarse: cuestión de química

¿Qué lector hombre no ha experimentado la frustración que causan las reticencias y aplazamientos consecutivos —la promesa de otra cena o de un café dentro de una semana— de la pareja potencialmente enamorada?

Esta actitud femenina que rebota en la mente del seductor presenta claros perfiles evolutivos: se trata de la precaución lógica de quien tiene mucho que perder en una inversión precipitada y, también, del mayor componente mental de la libido femenina.

La fase temprana del amor se asemeja a una montaña rusa hormonal, con subidas y bajadas bruscas que inducen los distintos estados necesarios para que una buena relación pueda estabilizarse más adelante. Un encuentro afortunado genera ansiedad porque, aunque se pueda haber iniciado el proceso amoroso y postergado la aversión a extraños, tampoco se quiere, de entrada, dejarse arrollar por ese amor. Según Helen Fisher, investigadora del departamento de Antropología de la Universidad de Rutgers, en Estados Unidos, hay un componente cultural muy importante cuando nos enamoramos, pero también el momento es esencial. Es decir, hay que estar dispuesto a enamorarse.

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