Excusas para no pensar (22 page)

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Authors: Eduardo Punset

La segunda instancia de cambios inevitables en las relaciones sociales en el siglo XXI es bien distinta. Arranca de la comprobación científica de que los fármacos no son la única manera de remediar estados que nos afectan, como la depresión o la infelicidad, sino que existen otros caminos que tienen que ver con cambios en la manera de pensar, de actuar o de ejercitarse.

Muchas veces no nos hacen falta nuevos fármacos para sobrevivir, sino modos distintos de organizarnos. Se trata de algo totalmente nuevo, revolucionario y lleno de promesas relacionado con la recientemente descubierta plasticidad cerebral.

Mi experiencia individual —ejercicios aeróbicos, desentrañar el secreto de lo que disfruto y no de lo que me apena, movimientos o disciplinas nuevas como la música— incide directamente sobre mi estructura cerebral, sobre mi manera de ser conmigo mismo y hacia los demás. Poder contribuir mediante cambios de conducta a la generación de nuevas neuronas y de sus conexiones equivale a decir que —en contra de lo que se pensaba hasta ahora— se puede incidir sobre el crecimiento cerebral.

No es cierto que a partir de una edad o de enfermedades determinadas ya no puedan prodigarse nuevas neuronas o reflejos. El movimiento continuo es uno de los puntales de la nueva terapia. No es tanto el ejercicio físico —que también— como el movimiento. Andar, mover los brazos, jugar al dominó o a las cartas, tocar un instrumento, sumergirse en la lectura o en una relación personal. No parar. Eso lo hemos aprendido también del mundo del inconsciente. La diferencia entre la ceguera o la visión de un objeto estacionario está en el número de microsacadas que los mecanismos visuales son capaces de traducir en impactos neurales. Vamos hacia sociedades más activas, no menos, como se dice tantas veces.

Por último, los médicos, psiquiatras y psicólogos seguirán con interés creciente el impacto innovador de las redes sociales, del conglomerado de sus interacciones y aprendizajes recíprocos, que apenas hemos empezado a percibir. El entramado social será distinto.

Transformación cultural

Después de haber analizado los principales cambios en la identidad social, vale la pena detenernos a ver qué está pasando a nivel cultural.

Al parecer, las investigaciones más recientes apuntan a la cultura como el único atributo que nos distingue del resto de los animales; no es que ellos no tengan cultura, sino que la nuestra es distinta. La cultura de los humanos se caracteriza por el efecto trinquete, es decir, no cabe la marcha atrás ni el olvido y todo nuestro conocimiento es acumulado.

¿Por qué vale la pena reflexionar sobre los cambios que se están produciendo en la cultura? Sencillamente, porque están transformando nuestras vidas en mucha mayor medida que otros cambios, como el climático o la aparición de China como primera potencia mundial; aunque no lo parezca.

¿Qué es realmente nuevo y trascendental en materia cultural? En primer lugar, la irrupción de la ciencia en la cultura popular, ya lo he dicho en varias ocasiones. Unas veces, ciencia para andar por casa, como lavarse las manos y desinfectar la ropa, y otras veces, ciencia de investigaciones de laboratorio, como los antibióticos. Ambas han triplicado la esperanza de vida. Contamos con cuarenta años de vida redundante en términos biológicos y, por lo tanto, por primera vez en la historia de la evolución empezamos a explorar si hay vida antes de la muerte y, si la hay, a disfrutarla. Hasta hace bien poco, todo el mundo estaba obcecado únicamente en saber si había vida después de la muerte.

El segundo cambio excepcional consiste en haber aprendido que no sólo podemos cambiar la cultura, sino también los sistemas educativos y las estructuras cerebrales. El famoso experimento de los taxistas de Londres ha permitido comprobar que la experiencia individual podía afectar a la estructura de nuestros mecanismos mentales. Resulta que el volumen del hipocampo de los taxistas de Londres es significativamente mayor que el del promedio de los conductores británicos. ¿Por qué? Simplemente porque para saberse todo el callejero de Londres hace falta estar tres años ejercitando la memoria.

Por primera vez en la historia de la evolución, la ciencia nos está demostrando que somos dueños de nosotros mismos. Para conseguirlo, ¿cuál es el área o momento para actuar? También eso lo sabemos, gracias al experimento efectuado en la Universidad de Columbia, en Nueva York, del que he hablado en un itinerario anterior y que nos ha alertado sobre la importancia trascendental del período que va desde el vientre de la madre hasta los siete años de edad. Durante cuarenta años se ha seguido el comportamiento de niños a los que se había sometido en la escuela a pruebas de control de sus propias emociones. Los que habían resistido y sabido gestionarlas alcanzaron, en promedio, un mayor equilibrio en su etapa adulta. Por favor, no descuidemos este período de I+D, todo pagado, que va desde el nacimiento hasta los siete años. No sólo sabemos eso. La mayoría de los organismos internacionales pueden ahora aconsejar que la mejor opción para recortar los índices de violencia de las sociedades del futuro es la introducción del aprendizaje social y emocional en la más tierna infancia. Ocuparnos de aprender a gestionar algo de lo que no nos habíamos ocupado nunca: nuestras emociones básicas y universales.

Y por si fuera poco, se ha perfilado ya el consenso a nivel mundial para la imprescindible reforma educativa. Se deberá aprender a gestionar la diversidad característica del mundo globalizado en lugar de ocuparnos solamente de destilar contenidos académicos en las mentes infantiles. Contamos con las redes sociales para contrastar pareceres y culturas distintas gracias al soporte digital, que nos permite relacionar disciplinas dispares. Sin eso, la innovación es imposible.

Pequeños cambios para vivir mejor

Haga una prueba conmigo: póngase un lápiz atravesado en la boca sujetándolo con los dientes. Intente hablar, si puede, con el lápiz en la boca. Lo más probable es que no le entiendan los demás y que se rían y se ría usted con ellos. Se trata de un experimento sencillo para demostrar que un ligero cambio en una costumbre, como llevar o no llevar un lápiz en la boca, acaba incidiendo sobre el carácter o la naturaleza de una persona. El lápiz que atenazan los dientes obliga al intérprete a hacer gestos similares a los que adopta cuando se ríe: no sólo la emoción actúa sobre el gesto, sino que también es cierto a la inversa. A base de pasearse por la vida riendo, se acaba disfrutando de la risa y se siente uno más feliz.

Otro ejemplo más trascendente lo encontramos en un centro europeo de ayuda para integrar inmigrantes. Unas madres recién llegadas del norte de África que vestían el
niqab
, una indumentaria que oculta el rostro femenino bajo un velo oscuro, muy parecido a un
burka
, complicaban innecesariamente las tareas de confraternización a sus colegas europeas al no poder reconocerse. Aprendieron primero a confiar, al ver que se observaba lo prometido: en las reuniones sólo había mujeres. Una vez que estuvo el vínculo creado entre todas, apareció el deseo de poder saludarse por la calle. De reconocerse. Se dio con una solución natural, sin hacer ruido, un cambio que transformó sus vidas y las mejoró. Priorizaron la relación con los demás sin enfrentarse a las creencias que les recomendaban cubrir de alguna forma su rostro. Su opción fue continuar con el gran manto que cubre el cuerpo, pero dejar el óvalo de la cara libre y utilizar en las salidas públicas unas grandes y modernas gafas de sol. Podían saludarse con sus nuevas amigas y ser respetuosas y respetables, todo a la vez. No aprovechamos en todo lo que vale el subterfugio de modular o modificar determinados esquemas organizativos para conseguir cambios estructurales o de mayor importancia.

En los dos casos mencionados logramos incidir sobre el carácter de una persona enseñándola a incidir en su mente a través de sus gestos en un ejemplo, y a dejar que una variación pequeña en la vestimenta deje aflorar el sentimiento de la amistad sin quebrantar una convicción religiosa en el segundo caso.

¿Quieren otro ejemplo fascinante? He podido constatar personalmente en Nueva York el caso de un hotel desde cuyo último piso muchísimos suicidas no pudieron resistir la tentación de terminar con sus vidas. Bastó construir una pequeña barandilla lo suficientemente alta que impidiera tirarse por ella para que no hubiera más suicidios. Un porcentaje elevadísimo de los que no cometieron suicidio renunciaron después a la triste idea. Es lo que el psicólogo, Thomas Joiner, llama «restricción de medios». Se trata de poner impedimentos, como la barandilla del hotel de Nueva York, que no sólo evitan que una persona con intención suicida se mate, sino que parece que esa barrera provoca una inversión de la balanza en su mente, inclinándola hacia la vida. Hay estudios muy buenos que han llevado a cabo un seguimiento de suicidas en el puente Golden Gate de San Francisco. Concretamente en personas con la intención de saltar, pero que se evitó que lo hicieran. Se les hizo un seguimiento durante décadas y más del 95 por ciento todavía estaban vivos. Joiner está convencido del poder de los cambios, en este caso de que un cambio aparentemente pequeño puede prevenir muchos suicidios.

Reconsideraciones necesarias

¿Por qué no reconsideramos críticamente intereses adquiridos y situaciones heredadas que, por utilizar la expresión más benevolente, son cuando menos raras? Con todo lo que se ha hablado de consumo energético y la consiguiente producción de gases con efecto invernadero y cambio climático, ¿por qué no aprovechamos para echar una mirada a costumbres antiguas y arraigadas que se justifican difícilmente en el mundo que se avecina?

Vamos a ver. ¿Cuántos de mis lectores son conscientes de que gastamos nada menos que el 40 por ciento de toda la energía en el transporte y un 80 por ciento de este volumen en el transporte por carretera? Solamente el 20 por ciento restante, en transporte por ferrocarril, marítimo o aéreo.

Si queremos hacer algo en aras de la felicidad de la gente y el cambio climático, es muy difícil olvidar —lo están haciendo multitud de gobiernos, incluido el nuestro— que la mitad del transporte por carretera que acabamos de cuantificar porcentualmente se hace utilizando vehículos privados.

¿Hemos reparado alguna vez en el cuantioso perjuicio que causan los coches nuevos con que soñamos al irnos cansados a dormir? En primer lugar, el coche lo utilizamos para recorridos inferiores a seis kilómetros de promedio, lo que permite imaginar que no sería difícil encontrarle sustitutos limpios, como la bicicleta o el metro.

En segundo lugar, son aterradoras las estadísticas sobre el tiempo que pasamos encerrados, casi herméticamente, en los coches que conducimos en ciudades congestionadas por el exceso de tráfico. ¿Alguien se ha parado a pensar en el volumen de dolor causado por los accidentes de tráfico?

El consumo de energía en la industria es de sólo el 20 por ciento. Lo podemos olvidar. El otro 40 por ciento lo consumimos en edificios, con toda su parafernalia de aires acondicionados y calefacción, que acaparan la mitad de ese gasto.

Dejemos a los políticos el detalle de las medidas que podrían tomarse para mejorar el cambio climático, ahorrar energía o paliar el dolor de las situaciones producidas por la estructura del consumo citado. El ahorro, tanto como el aumento de la felicidad de los ciudadanos, generado por reformas mínimas, no es nada despreciable. Desde la calle —y amparados por la irrupción de la ciencia y la cordura en la cultura popular—, ¿quién negaría la necesidad de transferir parte del transporte exagerado y contaminante por carretera al ferrocarril electrificado?, ¿quién negaría la necesidad de no subvencionar la compra de coches —como se viene haciendo—, sino la de dificultar como en Londres su acceso al centro de las ciudades?, ¿quién no constataría que cada grado de variación de temperatura por encima de 21 °C supone aumentar el consumo energético en un 7 por ciento?, ¿quién necesita más de 25 °C, incluso en los inviernos más fríos?

Gastamos el 40 por ciento de toda la energía en el transporte y un 80 por ciento de este volumen en el transporte por carretera.

© Kevork Djansezian/ Getty Images

Hay quienes son partidarios de quedarse quietos, mientras que el resto —yo creo que la gran mayoría de la gente en la calle— considera que ha llegado el momento de cambiar de opinión.

El cuestionamiento constante de la ciencia

Por favor, si oyen a un científico afirmar que lo que él ha demostrado es irrebatible; si ven que no vacila al enunciar los principios de la termodinámica o las bases genéticas de la conducta humana, pueden estar seguros de que se trata de un impostor, alguien tan dogmático como el que más y que, desde luego, no se atiene al método científico.

La ciencia se caracteriza por cuestionar incluso principios tan básicos como la existencia de otra vida después de la muerte o la propia existencia divina. Pero por encima de todo, lo que caracteriza a la ciencia es que no para de cuestionarse a sí misma todo el rato. Y decir digo donde dije Diego.

Los ejemplos más recientes de lo que sugiero se han dado con dos órganos o mecanismos tan básicos de la existencia como el cerebro y el genoma.

El cerebro ha dejado de ser, repentinamente, el objeto más sofisticado del universo para convertirse en un subproducto bastante imperfecto de la evolución. Es más, creíamos que consumía nada menos que el 20 por ciento de la energía total disponible para profundizar en el conocimiento del mundo exterior, cuando acabamos de constatar que, con toda probabilidad, pasa casi todo el tiempo haciendo algo que nos ha hecho famosos a los humanos por hacerlo rematadamente mal: predecir el futuro.

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