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Authors: Eduardo Punset

Excusas para no pensar (30 page)

Cuarto
. Cuide los detalles y las cosas pequeñas en lugar de seguir obsesionándose por los grandes proyectos. Lo mejor que le puede ocurrir es que le echen en cara que el árbol no le deja ver el bosque. Pues muy bien, olvídese del bosque y disfrute del árbol.

Quinto
. Las investigaciones más recientes demuestran que el nivel de felicidad aumenta con la edad. Sabíamos que nunca se es más feliz que durante los nueve meses de vida fetal. Lo que acabamos de descubrir es que el segundo periodo más feliz viene con la edad. Los recuerdos son más numerosos y la consiguiente ampliación de la capacidad metafórica y de la creatividad compensa largamente los procesos de pérdida neuronal.

Sexto
. Concentre todos sus esfuerzos en disfrutar de aquello que más le guste: leer, jugar al tenis o al golf, hasta trabajar si le apetece. Todo, salvo aburrirse delante de la tele o en conversaciones sin sentido. Es importante sentir que le absorbe lo que está haciendo.

Séptimo
. No desprecie a nadie. La antítesis del amor no es el odio, sino el desprecio hacia los demás. El sentimiento de desprecio implicaba la muerte en los tiempos primitivos y tendemos a subvalorar su impacto nefasto sobre nuestra vida emocional.

Octavo
. Cuide sus relaciones personales. De todos los factores externos de la felicidad —como el dinero, la salud, la educación, la pertenencia a un grupo—, el que mayor impacto tiene sobre la felicidad son las relaciones personales. Procure no malograrlas.

Noveno
. Aproveche la capacidad que tenemos de imaginar —lo único que realmente nos diferencia de los chimpancés— para pensar en cosas bellas, en lugar de en desgracias. No tiene sentido la capacidad de la mayoría de la gente para hacerse infeliz imaginando.

Décimo
. Durante el invierno no paramos de invertir en nuestro futuro o en el de los seres queridos. No nos queda tiempo para gastar en nuestro propio mantenimiento. Hay un exceso de inversión y un déficit de mantenimiento. Aproveche las vacaciones y el tiempo libre para invertir menos y colmar el déficit de mantenimiento de uno mismo.

Un ejemplo de felicidad

La neurociencia sorprendió a todo el mundo hace unos años cuando declaró a Matthieu Ricard el hombre más feliz del mundo. Ricard —biólogo y monje budista, al que he citado anteriormente— tiene una larga experiencia en el campo de la meditación. Fue sometido a un exhaustivo experimento con escáneres cerebrales para medir las consecuencias del tipo de meditación que él practica, en la que se genera un estado de amor y compasión pura, no enfocada hacia nada ni nadie en particular. Los resultados mostraron niveles por encima de lo conocido hasta entonces de emoción positiva en el córtex prefrontal izquierdo del cerebro. Mientras que la actividad del lóbulo derecho —justo en el área relacionada con la depresión— disminuía, como si la compasión fuera un buen antídoto contra la depresión. Y también disminuía la actividad de la amígdala, relacionada con el miedo y la ira.

Ricard, con toda su experiencia y sabiduría, siempre me ha recomendado la meditación. Dice que es un ejercicio excelente para que la mente se calme, se vuelva más clara, y así, sea más flexible y la pueda utilizar para cultivar el altruismo, la compasión y al final, ser más feliz, como él. Y es que después de pasar cuarenta años en el Tíbet ha llegado a la conclusión que lo más importante para hombres y mujeres es conseguir la libertad interior para liberarnos de los procesos mentales que generan odio, celos, arrogancia, deseo obsesivo, entre otros, a través del altruismo y la compasión.

Ricard cree que necesitamos una sociedad más compasiva, en la que hay que tener consideración por los demás y preocuparse por el prójimo, ya que si no cooperamos, todos salimos perdiendo. ¿Por qué disminuye la calidad de vida? ¿Por qué existe una brecha tan grande entre el norte y el sur? ¿Por qué hay toda esta pobreza? Ricard cree que el mundo podría solucionarlo todo fácilmente con los recursos que tenemos y con una mayor dosis de altruismo.

Por otro lado, Martin Seligman, el padre de la psicología positiva, a quien también me he referido antes, señaló que la felicidad consta de tres componentes. Por un lado estaría la búsqueda del placer, esencial pero efímero, predominante en la sociedad actual, y por otro, el desarrollo de nuestra capacidad interior para sobrellevar los momentos difíciles y adaptarnos a ellos, así como la de ponernos al servicio de algo que nos trascienda, algo que sea más importante que nosotros mismos. Todo ello nos puede otorgar la sensación de bienestar, plenitud y satisfacción en nuestra vida.

Porque la felicidad no es la suma de las experiencias individuales, va más allá de éstas y tiene mucho que ver con la percepción y memoria interna de nuestra vida en su conjunto. Por esta razón la gratitud es clave. Gratitud por lo bueno y lo menos bueno de la vida. El ver la vida como una aventura en la que, por supuesto, no todo es fácil, pero en la que el centro se encuentra en el proceso mismo, no en el objetivo final. Vivir con el sentimiento de que cada día es nuevo. Disfrutar del camino y sacudirse el polvo después de cada caída, porque, como Edward Diener demostró, pasado cierto tiempo de cualquier tragedia, se suelen recuperar los niveles normales de felicidad de cada persona, siendo lo que más nos cuesta superar la pérdida de un ser querido y la del puesto de trabajo. Experimentar dolor en la vida da hondura al ser. Quedarse apegado al dolor es un sinsentido. En definitiva, cada uno es responsable de ver la botella medio vacía o medio llena de la belleza de la vida.

Epílogo

Del proto-cerebro al GPS: no es un gran cambio

Las percepciones del pasado están casi todas en el inconsciente, donde se archivan sin orden ni concierto. A primera vista, solo se sienten unos pocos recuerdos de los más de diez millones acumulados a lo largo de media vida. Seguimos sin saber donde están los que ahora mismo no están y reaparecerán algún día. O jamás de los jamases, llevándose consigo el secreto de lo que pudo haber sido y no fue.

La mayor parte de la evolución ha transcurrido sin orden ni concierto; eso ha impedido predecir lo que iba a ocurrir. No me olvido nunca del nido de trilobites disfrutando del remanso marino que les aportaba la presencia inagotable de alimentos orgánicos; solo hacía unos doscientos millones de años desde que había quedado atrás la seguridad del mundo clónico, que no dejaba prever diferencias insultantes con los demás organismos, del sistema de reproducción por subdivisión que garantizaba la forma de la vida y su duración para siempre.

Y sin embargo, de repente, sin que nadie pudiera anticiparlo, una ola de lava de un volcán cercano inundó el nido, dejando sin oxígeno a los trilobites indefensos; en décimas de segundo el caparazón de piedra ardiendo no dejó ni un resquicio a la vida, de suerte que donde había habido latidos y movimiento se hizo presente el silencio eterno de un nido fosilizado.

Las cosas no han cambiado tanto desde entonces, como a veces tendemos a creer. Hay menos volcanes, es cierto. Aquellos organismos del periodo Cámbrico habían desarrollado un protocerebro que les permitió orientarse mejor en la búsqueda de la roca o espacio en donde había alimentos; algunos millones de años después inventaron el GPS que les permitía localizar directamente la calle donde residían los familiares con quienes se había decidido pasar el fin de semana. Poco a poco, se perfiló el mecanismo interno para el sistema automatizado de los procesos que les eran esenciales para sobrevivir: cuando hacía demasiado calor, sudaban; cuando hacía demasiado frío, se cobijaban; los alimentos les bastaba con engullirlos para que, de modo automatizado, su organismo los digiriera sin que ellos mismos se enteraran. La vida dejó de ser una contingencia para convertirse en algo perfectamente controlado. O casi.

Cuando nos enfrentamos a una amenaza seguimos ponderando como ellos, en primer lugar, si es mejor luchar o huir:
to fight or to fly
. Si decidimos luchar, aceptamos negociar con los familiares de nuestra pareja; si optamos, por el contrario, por la huida, lo abandonamos todo y comenzamos de nuevo otra vida en otro lugar, en otro hemisferio.

La inteligencia emocional de la que tanto se habla ahora, no es sino un subproducto de la vida emocional que inauguraron los mamíferos como las ratas algo más tarde. Somos nosotros mismos, mamíferos, con un sistema emocional apenas distinto del de nuestros antepasados inmediatos. Como ellos, nuestra vida la diseñan las emociones básicas y universales como el amor y el altruismo, el odio o la rabia.

Hace tan solo unos cincuenta mil años creíamos que nuestro cerebro estaba por fin desarrollando la conciencia de nosotros mismos; íbamos a dejar de decidirlo todo en función de nuestra intuición para reservar una pequeña parte al pensamiento supuestamente razonado. Ahora sabemos que si disponemos de toda la información en torno a un tema determinado que nos preocupa, vale la pena evaluarlo debidamente, siempre y cuando tengamos el tiempo necesario. Si contamos con todos los datos referentes al problema que nos preocupa y con todo el tiempo imprescindible para evaluarlos, entonces vale la pena recurrir al pensamiento llamado racional. Ahora bien, no es frecuente que se den estas circunstancias; lo normal es que sigamos inmersos en el inconsciente, como las trilobites de hace quinientos millones de años.

Agradecimientos

Durante los últimos años he dialogado con mis lectores de múltiples maneras sobre lo que les pasa por dentro y creo haber aprendido algo más sobre cómo abordar las incertidumbres de nuestras vidas. A ellos debo, en primer lugar, el conocimiento adquirido y en segundo lugar mi gratitud y reconocimiento.

He procurado trasladar esas reflexiones a mis libros, pero también a mis artículos y colaboraciones en diversos medios de comunicación y, de manera regular, cada domingo, en el suplemento
XLSemanal
, lo que debo agradecer a Ana Tagarro.

Además, TVE me ha ofrecido la oportunidad, cada domingo, desde hace ya quince años, a través del programa «Redes», de contribuir a que la ciencia irrumpa en la cultura popular. Mi reconocimiento también a sus gestores.

La entusiasta colaboración de la periodista Thaïs Gutiérrez —dirigida por mi editor, Ramon Perelló, con el apoyo siempre eficaz de Ana Camallonga y el equipo de Destino— me ha ayudado a plasmar de manera adecuada cuanto he querido expresar.

Miriam Peláez, bióloga y directora científica de la productora Agencia Planetaria, ha revisado todos los textos, para garantizar el más alto rigor de los contenidos. Mi agradecimiento también a Beatriz Barco, Javier Canteros, Susana Pinar, Octavi Planells, Cristina Sáez y Magda Vargas, de la misma empresa, por sus valiosas y estimadas aportaciones.

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