Excusas para no pensar (28 page)

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Authors: Eduardo Punset

Esa gran revolución tecnológica que nos ha permitido medir las emociones humanas nos da claves básicas para saber por qué somos como somos. Neurólogos y psicólogos, como Antonio Damasio en California o Daniel Gilbert en Harvard, de los que ya he hablado, están investigando de lleno la psicología humana. Es increíble pensar que hace muy pocos años no sabíamos lo que pasaba por dentro cuando una persona estaba enamorada o sufría un desamor.

¿Cómo es posible que algún loco, en Estados Unidos, intuyera y tuviera la fuerza suficiente para que figurara en la Constitución americana el derecho del ciudadano a buscar la felicidad y, sin embargo, nadie hubiera escrito un libro intentando explicar cuáles son las dimensiones de esta felicidad? ¿Habían leído en alguna parte que cuando uno tiene la sensación de que no controla nada en su vida es imposible que sea feliz? A lo mejor lo sintieron, pero no lo leyeron, porque nadie lo había escrito. Nadie había indagado ni reflexionado sobre un hecho tan sencillo como el de que hace falta tener la sensación de que controlas algo en tu vida para ser feliz. Si no, no puedes ser feliz.

Y eso que ya se había experimentado en los años treinta, con las famosas cinco ratitas, un experimento que no me gusta contar porque entristece mucho a la gente, y con razón. Unos científicos pusieron cada una de las cinco ratitas en un cubículo distinto. Les pasaban una descarga eléctrica feroz de manera aleatoria e injustificada: no sabían cuándo ni el motivo, sin más. Una de las ratitas —y era la única diferencia entre las cinco— tenía una palanquita que, si sabía utilizarla bien, podía interrumpir la descarga eléctrica no sólo para ella, sino para las cinco. Bueno, pues en dos semanas, las otras cuatro murieron víctimas de la desesperación al ver que no podían hacer nada contra esa descarga injustificada desde cualquier punto de vista. Y, en cambio, la ratita que tenía la palanca, aquella que tenía la sensación de que controlaba algo de su vida, vivió dos semanas más. Ya hemos visto la importancia del control en nuestras vidas para ser más felices. Pues de todo eso no sabíamos nada.

Ahora sabemos otras cosas, igualmente importantes, que ignorábamos. Que cuentan más las relaciones de pareja que el dinero, siempre que se supera el nivel mínimo de subsistencia. Sabemos también que la felicidad está en el camino hacia el objetivo que se supone nos hará felices. ¿Cómo pudimos vivir sin saber nada de todo esto que nos importaba tanto?

Platón, Buda y los científicos

Años atrás daba una charla de cinco minutos en la radio una vez por semana. En una ocasión llegaba de un viaje a Estados Unidos con el tiempo justo para soltar mi discurso a los oyentes del mediodía. «Lee este texto de Platón e improvisas el comentario», me sugirió el director de entonces. No he olvidado nunca el texto y se lo recomiendo a mis lectores. Platón comentaba que estaba dispuesto a ayudar a sus amigos «conocedores de mi interés por la cosa pública», decía él, a cambiar de régimen. Lo hizo un par de veces hasta que, desengañado por los resultados de las reformas alentadas por sus amigos, decidió renunciar en el futuro a impulsar cualquier tipo de cambio «hasta que los filósofos fueran políticos o, cosa mucho más improbable, que los políticos fueran filósofos».

Después de leer la carta de Platón, escrita unos cuatrocientos años antes de Cristo, y de mi pausa calculada aunque, obviamente, demasiado larga, iba a soltar mi pequeño comentario al texto cuando el jefe del cubículo desde el que emitíamos dio por terminada la comunicación. No me dio tiempo de aclarar que aquello no era de Punset, sino de Platón, siglos atrás. Las misivas que siguieron a mi lectura estaban llenas de frases del tipo: «No se preocupe, Punset, las cosas cambiarán». O: «Siento lo que está ocurriendo, pero en algún momento del futuro sucederá algo nuevo». Pero lo más sorprendente no era eso, sino que su número se multiplicó por diez sin que nadie notara que ¡aquello no lo decía yo, sino Platón, hace más de dos mil cuatrocientos años!

Algo muy parecido me ha ocurrido leyendo un texto de Buda en mi ordenador sobre la felicidad y la infelicidad. Un poquito antes de Platón, Buda estaba diciendo algo muy similar a lo que mis amigos científicos de las universidades de Harvard, Columbia y Stanford están descubriendo ahora, gracias a experimentos complejos y resonancias magnéticas alambicadas. ¿Qué decía Buda, quinientos años antes de Cristo, sobre la felicidad? Pues que se podía salir de la infelicidad renunciando a muchos deseos de orden sexual y de otro tipo.

¿Y qué dicen ahora los científicos? Pues que es preciso rediseñar una nueva tabla de compromisos: no se puede, cuando se tiene una vivienda, pretender una segunda; enseñar idiomas a los hijos y, por lo tanto, enviarlos a estudiar al extranjero; enrolarlos en la escuela más cara y famosa; tener varios, demasiado seguidos; compaginar la carrera con un segundo trabajo. O para ser más precisos, los expertos están sugiriendo que en la tabla de compromisos se puede incluir cualquiera de estos objetivos, pero difícilmente todos a la vez.

¿Qué otras pautas sugería Buda para ser feliz? La noble verdad del camino que lleva al cese del sufrimiento —para utilizar sus palabras— incluía «el recto esfuerzo». Los mejores psicólogos, entre ellos Mihaly Csikszentmihalyi, que en la actualidad enseña en California, hablan de «sumergirse en el flujo». Es preciso no sólo esforzarse mucho en algo, sino dejarse embriagar por ello, ya sea un gran amor, un deporte, una profesión o trabajar las tardes de los domingos. Todo menos pasarlos, aburrido, viendo la televisión.

A veces nos cuesta comprender por qué una persona dedica toda una vida a mirar por el microscopio y estudiar las células, o por qué a otro le entusiasma salir a correr cada día un poquito más rápido. Se puede pensar que es una tontería, pero los que lo hacen saben que les gusta, que controlan sus vidas y que obtienen beneficios de aquello que hacen y en lo que invierten. Esto les hace de lo más felices. Esta capacidad de concentrar la energía psíquica y la atención en planes y objetivos de nuestra elección, es el estado de flujo, según Csikszentmihalyi y hace que la persona sienta que vale la pena realizarlos porque se ha decidido este tipo de vida, y se disfruta cada momento.

Tener amigos es bueno para la salud

«La magnitud del impacto sobre la salud de una buena red de apoyos familiares y de amigos es similar a la que se obtiene dejando de fumar», comentan los científicos que han investigado sobre este tema en las universidades de Utah y Carolina del Norte, Estados Unidos. La gente empieza a impresionarse por las pruebas repetidas de que la soledad es fuente de angustias y desvaríos, mientras que la relación de un cerebro con otro resulta esencial para sobrevivir.

Sabemos que hay un instinto emocional, que compartimos con otros animales, que es el instinto de grupo y nos da una idea de la importancia que tiene el sentimiento de pertenecer a un colectivo. El prestigioso primatólogo Frans de Waal cree que este instinto natural tiene relación con la sincronía: los peces nadan juntos, los pájaros vuelan juntos, muchos animales se mueven juntos o, en el caso de que andemos al lado de una persona, acabamos adoptando el mismo ritmo.

En lenguaje llano, lo que están sugiriendo ése y otros estudios similares, iniciados hace veinte años, es la importancia de lo que los científicos Salovey y John Mayer llamaron inteligencia emocional. Veinte años después, descubrimos que las personas con relaciones sociales prolijas —un estado inaccesible sin un cierto grado de inteligencia emocional— tienen un 50 por ciento más de posibilidades de sobrevivir que los ajenos al torbellino social.

«Los médicos, profesionales sanitarios y educadores tienen en cuenta factores de riesgo como el tabaquismo, la dieta o el ejercicio. Los datos que presentamos aportan razones de peso para añadir las relaciones sociales a esa lista», anotan los científicos citados. Caminamos hacia una situación en la que la rutina de las revisiones médicas sanitarias comportará también medir el grado de bienestar social. ¿Y eso cómo se come?, se preguntarán mis lectores. ¿Cómo lo podemos medir con la misma facilidad que el tabaquismo, la buena dieta o el ejercicio físico o cognitivo?

Con un pequeño esfuerzo colectivo. Las relaciones sociales se modulan con multitud de prácticas, unas conocidas, como las de vecindad o laborales, pero totalmente ignoradas las otras; es aquí donde entran en juego las emociones básicas y universales fruto de nuestra biología y psicología. Ya sabemos que, siendo importante el conocimiento de la inteligencia emocional de cada individuo, lo es sobremanera la inteligencia social: es decir, los comportamientos surgidos a raíz de la comunicación recíproca entre distintos cerebros.

Gracias a las investigaciones de los autores citados, además de la implementación de proyectos específicos de gestión emocional y social como el de la Universidad Camilo José Cela de Madrid, o los de Rafael Bisquerra, de la Universidad de Barcelona, o Richard Davidson, de la de Wisconsin, Estados Unidos, contamos hoy con un modelo susceptible de explicar nuestro comportamiento social y emocional.

Disponemos hoy, con una idea más que perfilada, de las habilidades que componen estas competencias emocionales y que deberemos aprender a transmitir a las nuevas generaciones por el tamiz de la enseñanza infantil, primaria, secundaria, corporativa y de la tercera edad. Para que no les sirva de excusa a los rectores sociales, se las voy a enumerar, dejando para los próximos veinte años el detalle de sus contenidos: aprender a focalizar la atención en las emociones propias; apreciar la interacción entre emoción, comportamiento y procesos cognitivos; infundir autoestima, resiliencia y curiosidad; trabajar en equipo de modo cooperativo y no competitivo, lo que supone aprender a escuchar y comunicar y saber solucionar conflictos ejerciendo un liderazgo emocional. El aprendizaje de estas nuevas competencias es la clave para que los jóvenes encuentren trabajo en lugar de sumirse en el paro.

¿El deporte mejora el ánimo y la memoria?

Los griegos y romanos habían intuido mucho antes que nosotros que la mente sana es el resultado de un cuerpo sano, pero no habían podido demostrarlo. Hoy, afortunadamente, contamos con numerosas pruebas experimentales que nos han convencido de que el cuidado de la salud física produce una mejor salud mental. Estamos descubriendo que los ejercicios físicos y el cuidado de la dieta —los soportes básicos de la salud física— tienen una repercusión en la salud mental y beneficios para la memoria, el ánimo y la capacidad cognitiva. Lo que están sugiriendo las pruebas efectuadas en distintos laboratorios es que la memoria y la capacidad cognitiva mejoran con los soportes de la salud física. Lo que todavía no sabemos es qué tipo de deporte es el más adecuado para mejorar el ánimo, la memoria o el grado de entendimiento. Tampoco estamos seguros de cuánto tiempo se debe dedicar a estos cuidados. Con toda probabilidad es mejor pasarse que quedarse corto.

¿Cómo funciona este mecanismo extraordinario? Fernando Gómez-Pinilla, investigador en la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA), explica que el ejercicio físico envía, a través de la corriente sanguínea, productos químicos como la proteína IGF1 al cerebro. La proteína en cuestión se convierte allí en una especie de gendarme que empieza a dictar instrucciones para que el organismo aumente la producción de FNDC (factores neurotróficos derivados del cerebro), que alimenta los procesos responsables de un pensamiento más sofisticado al fomentar la creación de nuevas conexiones entre neuronas. Se ha comprobado en ratones e intuimos que ocurre algo parecido en los humanos.

Desde entonces he aconsejado a mis nietas que no me mencionen si están deprimidas sin saber primero lo que les pasa con la proteína IGF1 y el FNDC, porque su problema puede ser de muy fácil solución. Ahora ya sabemos que, si bloqueamos el crecimiento del FNDC, interrumpimos el aprendizaje y perjudicamos la memoria.

Lo más asombroso de este nuevo escenario es constatar el impacto positivo de la salud física, o más bien de la cimentación de los pilares sobre los que se asienta la salud física, en enfermedades como el Alzheimer, la dislexia o la depresión. En los roedores se ha visto que a partir de un momento dado su cerebro empieza a acumular una proteína llamada beta-amiloide. En las personas aquejadas de Alzheimer, esta proteína aflora formando espesas placas, que son la señal inconfundible de la enfermedad.

Gómez-Pinilla me hizo reflexionar en que hace miles de años y no tantos —basta que nos remontemos solamente cincuenta atrás— no disponíamos de todos los transportes que tenemos hoy día. Entonces el ejercicio era parte importante de nuestra vida. El cerebro que tenemos se formó a través del ejercicio, porque es parte de nuestra existencia, nuestros genes están ansiosos de hacer ejercicio, es algo natural.

Somos conscientes ahora de la correlación existente entre el ejercicio físico y las correspondientes ventajas neuroprotectoras, aunque no sabemos todavía el mecanismo exacto para poder inhibir los efectos traumáticos o activar los curativos. A esto unimos el impacto del cuidado de la dieta —la necesidad imperiosa de ácidos grasos del tipo omega 3 para el buen funcionamiento cerebral—. Es cierto que después de varios esfuerzos mucha gente se ha convencido de que los ejercicios físicos y el cuidado de la dieta eran trascendentales para preservar su salud física. ¿Nos costará otro tanto convencerlos ahora de que está en juego también su salud mental?

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