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Authors: Eduardo Punset

Excusas para no pensar (11 page)

Las minorías son pequeñas, pero variadas. Destaca el embrujo que ejercen sobre los medios de comunicación y, muy a menudo, sobre los recursos del Estado, en comparación con los que éste dedica a la inmensa mayoría. Vale la pena aludir con su nombre a las distintas minorías que han sido objeto de atención y cuidado por parte de las clases dirigentes, en gran parte gracias a haberse ganado a pulso el favor de la opinión pública. Los defensores del reconocimiento de los derechos de los gays —un colectivo discriminado hasta el exorcismo en el pasado muy reciente— constituyen un ejemplo de grupo minoritario que ha conseguido recabar la atención del Estado y de los medios.

¿Otros ejemplos de sectores minoritarios de los que se ocupan los Estados y los medios de información? Hay muchos. Por ejemplo, la presión social ha conseguido que se atiendan los problemas de un sector minoritario, en detrimento de la mayoría, en el ámbito de las residencias para la tercera edad. ¿Dónde pueden vivir decentemente y ser cuidados adecuadamente, después de una vida abnegada, los pensionistas? Si son muy pobres, puede que encuentren una residencia para ancianos a precios y calidades razonables. Si son muy ricos, con mayor facilidad. La inmensa mayoría —los que no son muy pobres ni muy ricos— no tiene salida.

Al comparar la atención prestada a las injusticias impuestas a sectores minoritarios con la indefensión generalizada de las grandes mayorías en la vida cotidiana, resulta que no hay color.

Los colectivos gays son un ejemplo de cómo un grupo minoritario ha conseguido recabar la atención del Estado y de los medios.

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Itinerario 4

Podemos cambiar el cerebro

:

y por lo tanto el mundo

El origen del cerebro

El cerebro no surgió de repente, se desarrolló trabajosamente a lo largo de setecientos cincuenta millones de años. Sólo lo tienen quienes lo necesitan. Los organismos unicelulares, que vivieron como células únicas durante dos mil millones de años, decidieron formar una corporación porque presenta grandes ventajas. Y así surgieron, con el tiempo, dos filosofías vitales diametralmente opuestas. La filosofía de las plantas, seres vivos como nosotros, que tienen circulación, se reproducen y mueren, pero que no se mueven activamente. Y la filosofía del movimiento, que requiere un sistema nervioso, como el de los animales.

Los animales tienen que desplazarse en el mundo externo y, por tanto, necesitan una imagen, aunque sea muy primitiva, de hacia dónde se están moviendo, porque se podrían encaminar, por ejemplo, hacia la boca de un animal hambriento. Moverse es peligrosísimo si no se dispone internamente de una imagen del mundo exterior. El cerebro se desarrolló porque es necesario para detectar las consecuencias del movimiento.

Si se busca el eslabón perdido de cómo apareció el sistema nervioso, se encuentran unos animales llamados tunicados que viven en el fondo del mar: son como una especie de botella, sólo toman agua, de donde extraen los nutrientes necesarios gracias a un simplísimo sistema digestivo. Este sistema tan mínimo requiere sólo un cerebro muy primitivo, que activa una sencilla bomba de agua. Lo más extraordinario es que cuando se reproducen, los tunicados generan una semilla inteligente. Casi todos los vegetales generan millones de semillas, pero muchas se mueren o no germinan. En cambio, la semilla de los tunicados, que es móvil como un renacuajo, tiene la capacidad de recibir luz y sabe dónde está arriba y abajo, es decir, tiene un sistema vestibular, tacto y la posibilidad de entender muy brevemente el mundo externo. El tunicado se mueve activamente, pero sólo vive una hora, porque en una hora se le agota la «batería», ya que carece de aparato digestivo. Nace con una yema que come a medida que va muriendo. Y en el transcurso de esa hora debe buscar un sitio donde fijarse. Cuando encuentra ese lugar, absorbe su propio cerebro porque ya no lo necesita.

A lo largo de la evolución, algunas formas han adquirido el aparato digestivo y han podido continuar explorando el universo. Y esas formas somos nosotros, es decir, los vertebrados, aunque haya gente que al establecerse y encontrar un trabajo fijo se comporte como los tunicados. Cuando es necesario predecir el futuro y programarlo, hace falta un órgano más sofisticado: así se desarrolló la cabeza, la punta de lanza de los animales que se mueven. Como todo lo nuevo siempre viene de frente —porque uno se está moviendo hacia delante—, los ojos, los oídos y todos los aparatos de percepción se concentran delante. Existen cosas que no vemos, como las señales de televisión que nos traspasan, porque sólo vemos lo que nos interesa e ignoramos lo que no nos importa.

El sistema nervioso es un sistema cerrado, perforado por los sentidos. Ya he explicado cómo el cerebro tiene que hacerse una idea de lo que hay fuera sobre la base de la memoria genética y de aquello que captan los sentidos. Con esas variables genera un estado interno que existe únicamente en nuestro interior: el sistema nervioso mezcla el rojo de la manzana con su redondez, su tacto, su sabor y su olor. Cuando dormimos, soñamos con gran detalle, con música y colores, y distinguimos que esas experiencias están en nuestro interior. La demostración precisa de que el sistema es cerrado es el hecho de que se pueda pensar una cosa, inventarla y reproducirla, aunque nunca haya existido fuera.

Estamos programados para ser únicos

Nuestra constitución genética —las instrucciones conductuales que llevamos en el núcleo de cada una de nuestras células— se encarga de que nos comportemos de una manera o de otra. Que seamos agresivos o benevolentes. Lúdicos o indiferentes. Vagos o trabajadores. Curiosos o indiferentes. Empáticos o desconsiderados. Con un matiz, claro: dependiendo del entorno que nos haya tocado vivir, los genes responsables, por ejemplo, de la depresión pueden o no expresarse. Potencialmente podemos ser unos depresivos que entristecen la vida a los demás, aunque nuestro destino concreto no sea éste gracias a haber aterrizado en un entorno amable, pacífico, benevolente y considerado. Durante cuarenta años se fraguó un debate entre los que creían que todo dependía de los genes, los que creían que la mitad dependía del entorno y los convencidos de que la educación y el entorno lo condicionaban todo.

Si estabas aquejado por una enfermedad mental, ibas al médico, fuera psiquiatra o neurólogo, o bien al psicoanalista y a los psicólogos. Si tenías el presentimiento de que la conducta era el resultado de las leyes universales que rigen los procesos cerebrales, te ibas de cabeza al especialista del cerebro. Si, por el contrario, considerabas que la individualidad de cada persona está marcada por su inconsciente, entonces te ibas de cabeza al psicoanalista.

Ahora ya entendemos por qué nos iba igual de mal en los dos casos. Neurólogos punteros de todo el mundo —fundamentalmente en Suiza y Estados Unidos— están demostrando desde hace años que necesitan a los psicoanalistas y éstos a los neurólogos en la misma medida para interpretar la realidad. La espoleta que activó la convergencia de estos dos ríos del conocimiento fue el concepto de plasticidad cerebral: se descubrió que cualquier experiencia personal deja una huella indeleble en la estructura cerebral.

Nuestro cerebro puede ser modificado estructuralmente por las experiencias y los estímulos externos, y también por las percepciones y estados internos. Allí dentro no hay nada que cambie de una vez para siempre. Estamos descubriendo, asombrados, que se producen discontinuidades, transformaciones superficiales en las sinapsis y, permanentes y profundas, en otros circuitos. Estamos programados, es cierto, pero para ser únicos. Totalmente distintos del vecino y de los demás. La plasticidad cerebral conlleva un paradójico equilibrio en el que todo queda inscrito, todo se conserva, pero al mismo tiempo todo cambia y se transforma. Estos movimientos del cerebro para ir dando forma y sentido a las experiencias van configurando una realidad interna inconsciente. Esta realidad dirige nuestras acciones e interviene en nuestras decisiones y es el pilar de nuestra singularidad. Por eso somos únicos.

Para explicarlo, el neurobiólogo Pierre Magistretti afirma que algunas de las huellas que ha dejado la experiencia en nuestro cerebro se pueden reasociar y crear así nuevas redes, nuevas huellas que no tienen una relación directa con la experiencia original. Esto es lo que añade cierto grado de libertad en nuestra conducta. Si no fuera así, seríamos como robots: todo vendría predeterminado, y no cabría posibilidad alguna de que surgiera la individualidad, lo que nos hace únicos, la singularidad.

Es más, el concepto revolucionario de la plasticidad cerebral con que se ha saldado el viejo enfrentamiento entre neurólogos y psicoanalistas conlleva un peligro: algunas terapias sugeridas por la recién descubierta plasticidad cerebral casi suenan a perogrulladas; no es creíble que baste con descartar las cuestiones que atormentan al espíritu y ocuparse, sobre todo, de lo que funciona. Dejar de lado los temas que convulsionan el espíritu y centrarse, en cambio, en la infinitud de cuestiones que apetecen y pueden resolverse es una terapia de éxito.

Magistretti advierte: «No debemos temer a nuestro inconsciente. Porque el inconsciente somos nosotros mismos. ¡No es algo externo! Es lo que somos, de hecho, es nuestra propia esencia. Simplemente nos resulta difícil llegar a conocerlo». Para explicarlo mejor, usa una metáfora esclarecedora. «Es como si viviéramos en una casa, una casa grande, y nos percatáramos de que hay otra persona que también vive ahí. Como si fuéramos al salón y viéramos que alguien ha movido los ceniceros de sitio, o que la televisión está en otro lugar. Nos daríamos cuenta entonces de que hay alguien. Alguien que vive ahí, ¡pero no le conocemos! A través del proceso de psicoanálisis, en algún momento llegamos a encontrarnos con esta persona, a conocerle un poco, aunque las cosas no cambian demasiado porque te sigue haciendo jugarretas, pero por lo menos sabes quién es.»

Imaginar y recordar, las dos caras de una misma moneda

El profesor de psicología Daniel Schacter asegura que cuando observamos el cerebro resulta difícil encontrar un único lugar en el que se aloje un recuerdo concreto, como el recuerdo de una secuencia. Cuando recordamos, cuando rememoramos el pasado, los pedacitos de información vuelven a unirse desde las diferentes partes del cerebro, y eso es lo que da lugar a los recuerdos.

Y aunque el inconsciente sea el responsable de la asociación de redes cerebrales, no es difícil que uno mismo realice voluntariamente esta recomposición de piezas. Basta con cerrar los ojos e intentar rediseñar el rincón de las vacaciones preferidas: el color rojo de la puerta y la verja de hierro son lo primero que se nos aparece. Calle arriba es fácil ver la tasca a mano derecha y la hilera de adosados a la izquierda. A medida que se sube la calle, surge, de pronto, el escaparate de la inmobiliaria lleno de anuncios blancos con fotografías de casas para vender y alquilar (siempre me pregunto por qué la gente se para, como yo mismo hago, a mirar esos anuncios, aunque no quiera alquilar, vender ni comprar).

Esta secuencia confirma que el cerebro confecciona los recuerdos con retales. El edificio de la inmobiliaria no estaba en la memoria cuando empezó la fábula del recuerdo hace apenas unos segundos. Todo comenzó con la puerta roja y la verja de hierro. El escaparate de la inmobiliaria apareció, súbitamente, en medio de la imagen, ya avanzada la recomposición, como una pieza suelta del jeroglífico. No estaba, aparentemente, en ninguna parte.

Ahí, en ese mecanismo preciso, se sustenta toda una vida. De ahí parte todo o casi todo. En relación a esta pieza suelta reconstruimos el pasado y con ello hemos diseñado el andamio necesario para poder articular y esbozar el futuro. Tanto si miramos adelante como atrás somos memoria del pasado.

Hemos descubierto que imaginar el futuro y recordar el pasado son entramados muy parecidos. La memoria no sólo sería vital para recordar lo que aconteció —eso lo sabíamos de sobra—, sino también para anticipar el futuro. Ver e imaginar son cosas muy parecidas. Nuestra memoria no es sólo un fiel registro de las experiencias vividas. El cerebro crea, completa e inventa para dar coherencia al pasado. Pero lo que ahora se está demostrando es que si la memoria nos falla y nos juega malas pasadas, es para unificar mejor nuestro yo presente con el del pasado y el del futuro.

Schacter me contó que había realizado un experimento sencillo en el que le pedía a alguien que recordara, por ejemplo, una experiencia que había tenido en el pasado que implicara una mesa, y luego imaginara una experiencia que pudiera tener en los próximos días o semanas que también implicara una mesa. En ambos casos se activaban regiones cerebrales similares y en la misma medida. Y las imágenes que reflejaban la actividad cerebral eran parecidas.

Es impresionante constatar, una y otra vez, que la separación supuesta entre futuro y pasado, entre vida y no vida, entre lo que está inerte y lo que está vivo es cada día más borrosa. Son alucinantes las conclusiones que señalan la activación simultánea de áreas cerebrales idénticas para recordar e imaginar. Entre otras cosas, habría que reconsiderar quién es más sabio: ¿el que se olvida de su pasado e intenta inventar su futuro o el que, manipulando como nadie sus retazos de pasado, consigue reconstruir su futuro?

Cómo gastamos la energía cerebral

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