Excusas para no pensar (15 page)

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Authors: Eduardo Punset

Otra diferencia psicológica estriba en la sistematización, ese impulso de analizar un sistema: mecánico como un ordenador; natural como el clima; abstracto como las matemáticas o la música; o, incluso, un sistema que se pueda coleccionar, como una biblioteca o una colección filatélica. Un sistema tiene normas, y se puede esclarecer mediante la comprensión de esas leyes. Parece que a los hombres les interesan más los sistemas y su funcionamiento, como cuando abren el capó del coche para entender las distintas piezas del motor y cómo se relacionan entre sí.

La empatía implica pensar en las emociones y responder a las emociones de los demás. Las personas son sistemas, pero sistemas mucho más complejos y menos predecibles que los objetos inanimados. No salimos muy bien parados en este promedio los hombres.

El consenso científico en torno a la diferencia entre mujeres y hombres se inclina por una interacción entre la cultura y la biología. Sería absurdo negar el impacto cultural, pero tampoco debe olvidarse lo innato. De hecho, los científicos han encontrado pruebas de que las diferencias están presentes desde el nacimiento del bebé. Veinticuatro horas después del parto —cuando no ha habido tiempo para que impacte la cultura—, ya se han encontrado respuestas distintas a ciertos estímulos. Si se les colocaba en el campo de visión una cara humana y un móvil mecánico, la mayoría de los niños varones optaba por fijar la atención en el móvil, mientras que las niñas tendían a mirar la cara.

Incluso pueden rastrearse estas diferencias en el período anterior al nacimiento. Analizando la cantidad de testosterona, hormona masculina por excelencia, en el líquido amniótico del feto, los científicos han visto que los fetos con niveles particularmente altos de esta hormona dan lugar a niños que, al año y medio de nacer, tienen menos habilidades sociales. En cambio, los que tienen niveles bajos desarrollan mejor el lenguaje y la comunicación, favoreciendo la empatía, característica más femenina. Nuestra biología no sólo nos otorga un físico diferente, sino también un cerebro distinto.

Más diferencias entre mujeres y hombres

Los científicos saben que la forma biológica por defecto en la naturaleza es la femenina. Desde la concepción hasta las ocho semanas de vida fetal, todos tenemos circuitos cerebrales de tipo femenino. Después, los diminutos testículos del feto masculino empiezan a liberar enormes cantidades de testosterona que impregnan los circuitos cerebrales y los transforman del tipo femenino al masculino. El aumento de testosterona es el responsable del desarrollo de circuitos neuronales de conducta exploratoria y de la generación de movimientos musculares bruscos en los niños. En esa época, y durante la llamada pubertad infantil, que se extiende del mes tras el nacimiento hasta los dos años, los ovarios de las niñas liberan mucho estrógeno al cerebro, marcando pautas de comportamiento distintas. Es un tiempo del que todavía quedan por desvelar muchas incógnitas, sobre todo en lo que afecta a las consecuencias conductuales de estas diferencias, porque resulta complicado que una niña de dos años esté quieta durante un escáner o una resonancia magnética.

Como el cerebro femenino no se ve expuesto a tanta testosterona, las niñas nacen con circuitos femeninos en los que algunas zonas, como la del oído y las emociones, son mayores que en el masculino. En los hombres, en cambio, el espacio reservado al sexo es dos veces y medio superior al de las mujeres.

En la pubertad, época en la que los chicos tienen entre nueve y quince años, los niveles de testosterona aumentan y se multiplican por 25 —en biología, ésta es una cifra considerable—, y ellos empiezan a manifestar su conducta sexual a través de fantasías sobre la mujer. En esta nueva etapa, se desarrollarán circuitos nerviosos que llevarán al adolescente a la detección rápida de las hembras, al deseo sexual urgente, y al desarrollo de la agresividad, el desafío a la autoridad y de defensa de su territorio.

Esto no significa que al cerebro femenino no le interese el sexo. El aumento del estrógeno y, en menor medida, de la testosterona en el cerebro de las adolescentes las impulsa a querer ser sexualmente atractivas. Parece ser algo que sucede en todas las culturas.

Y la testosterona no siempre reina a sus anchas en el cerebro del hombre. Ésta sufre una serie de importantes modificaciones ante la paternidad. Según un estudio llevado a cabo en la Universidad de Harvard, los niveles de testosterona, que es la hormona de la agresividad y el deseo sexual, bajan con la llegada de la paternidad mientras suben los de otra hormona, la prolactina, responsable de la conducta protectora típica paternal. Se cree que estos cambios se deben a sustancias químicas procedentes del sudor y la piel de las embarazadas, que se transmiten por el aire hasta las fosas nasales de sus maridos, induciendo la formación de las conexiones nerviosas favorables al nuevo rol de comportamiento.

Estudios realizados con primates no humanos, como los macacos, demuestran que existen características específicas de cada sexo, como las conductas de juego: los niños suelen preferir juegos de peleas, mientras que las niñas se decantan por juegos más fantasiosos.

Existen indicios de que el estrés también podría afectar de una manera distinta al cerebro y la conducta de ambos sexos. En un experimento realizado con cabras, por ejemplo, se comprobó que las crías hembras estaban mucho más nerviosas que las machos si la madre estaba estresada.

También la inhibición emocional afecta a la excitación sexual en mayor medida en el caso de las mujeres que en el de los hombres. Para hacer el amor, ellas necesitarían poder desconectar en mayor medida de las preocupaciones que generan ansiedad. La verdad es que la vida social progresa por cauces ajenos a este descubrimiento biológico.

Las responsabilidades y los compromisos de la parte femenina de la población son cada vez mayores —a los tradicionales, como el cuidado de los hijos y las responsabilidades profesionales, se añaden otros nuevos, como los de representación en la política—, sin compensaciones evidentes en la organización social que neutralicen esta ansiedad, tales como guarderías infantiles de calidad y participación de toda la sociedad en las tareas de educación emocional de los hijos. Un toque de alerta para el futuro.

Los motivos de la infidelidad

Cuentan las malas lenguas que en los años veinte el presidente de Estados Unidos, Calvin Coolidge, estaba de visita oficial con su esposa en una granja. A cada uno se le asignó un itinerario distinto, de manera que cuando el guía le estaba explicando al presidente los secretos de un gallinero, le dijo: «Su esposa me ha recalcado que le recordara que el gallo que vive en el corral rodeado de gallinas hace el amor todos los días». A lo que el presidente Coolidge contestó con una pregunta: «¿Con una sola de ellas?». «No, no, no», fue la respuesta inmediata del guía. «Pues dígaselo así a mi esposa», fue la réplica presidencial.

Parecería evidente que Coolidge —no recordado, precisamente, por sus grandes aciertos— compartía, no obstante, con los biólogos del futuro la opinión de que la monogamia en la pareja no es una situación tan natural como todavía hoy muchos siguen pensando.

La realidad de las últimas investigaciones, como las de los norteamericanos David Barash (psicobiólogo) y Judith Lipton (psiquiatra), es contundente, y podría resumirse diciendo que entre los mamíferos y, particularmente, entre los primates sociales, no es fácil constatar la monogamia como práctica habitual.

Ni siquiera son monógamas muchas especies de pájaros que hasta hace poco se consideraban como tales. Veamos, por ejemplo, los datos que nos ofrece un estudio de la naturaleza humana y animal sobre la monogamia: de las 4.000 especies de mamíferos que existen en la Tierra, sólo unas docenas viven en pareja, un porcentaje muy bajo; igual que en los humanos, ya que de las 185 sociedades humanas que hay en el mundo y han sido estudiadas, sólo 29 practican la monogamia. Los datos son claros y parecen reforzar todavía más la teoría de Lipton y Barash.

La conducta que podemos tildar de variedad sexual está condicionada no tanto por la búsqueda de la diversidad como por la de la calidad. En otras palabras, se otorga inconsciente o conscientemente una gran importancia a la salud y la belleza y, por lo tanto, a los genes. Ahora bien: ¿cómo se sabe dónde están los buenos genes? ¿Cómo puede saber un miembro de la pareja, que no cuenta con un kit de análisis de ADN ni con el equipamiento necesario, que los genes del otro son buenos?

Una especie de ranas —concretamente el macho de las ranas de árbol grises— nos da una primera pista. El macho que goza de mejor salud, y por consiguiente de mejores genes, tiene un canto inconfundiblemente más prolongado. Otras veces, las señales no tienen que ver con el sonido, sino con los colores; sobre todo, en el mundo de los peces y los pájaros.

En el caso de los humanos y de gran parte de insectos y mamíferos, la señal determinante es el nivel de fluctuaciones asimétricas; si este nivel es inferior al promedio, el organismo en cuestión está exteriorizando que su metabolismo funciona perfectamente y que, por lo tanto, sus genes son envidiables. En caso contrario —no hay simetría en las facciones— se está anticipando que las huellas del dolor y de las enfermedades han distorsionado el perfil hasta el punto de que su nivel de fluctuaciones asimétricas es superior al promedio; estamos contemplando el subproducto de genes defectuosos.

La psiquiatra Judith Lipton asegura que las mujeres tienden a preferir a los hombres simétricos, altos, y en algunos casos a los que muestran indicios de niveles de testosterona elevados. Según sus estudios, cuando una mujer está ovulando, puede preferir a un hombre con una apariencia más agresiva, por ejemplo, con más pelo; y en otros momentos, probablemente cuando no esté ovulando, preferirá a alguien con menos pelo y con una expresión más amable. Lipton dice que a las hembras les gustan los buenos genes, la buena conducta y los buenos recursos en su pareja; es lo que buscan para aparearse con alguien.

Demostración práctica

En el libro que Judith Lipton escribió con su marido, David Barash,
El mito de la monogamia
, hay un experimento que es realmente divertido y muy ilustrador. Se hizo en el campus de una universidad de Estados Unidos. Se eligió a un hombre muy atractivo y a una mujer muy guapa que se dirigieron a los estudiantes con tres preguntas. La primera fue: «¿Quieres salir conmigo hoy?» y resulta que el 50 por ciento de los chicos y las chicas dijeron que sí. La segunda pregunta fue: «¿Quieres que vayamos a mi casa?» y ahí las respuestas fueron distintas: solamente el 6 por ciento de las chicas aceptaron ir, frente al 70 por ciento de los chicos. Y la última pregunta fue: «¿Quieres acostarte conmigo?». Pues bien, entre los chicos el 75 por ciento aceptó, y el 25 por ciento restante se deshizo en excusas para justificarse intentando explicarle a la mujer por qué no querían acostarse con ella. En cambio, ninguna chica aceptó, ni una sola.

Este experimento es muy ilustrativo porque, como explica Lipton, demuestra que los chicos se dejan llevar más por la belleza femenina y son menos exigentes, les interesa más un acto sexual rápido y sin consecuencias. En cambio, para ellas, el riesgo de acostarse con un desconocido es infranqueable. Además, si un hombre es demasiado avasallador sexualmente, aunque sea guapísimo, no resulta muy atractivo.

Lipton y Barash creen que ni la biología, ni la primatología, ni la antropología sugieren que la monogamia sea un modo de vida natural, como lo son hablar o andar. Como me dijo una vez Lipton en una entrevista: «Lo natural es un modelo sexual en el que la gente encuentre una pareja, haga promesas que luego rompa, se produzca un abandono, a alguien se le rompa el corazón, luego se hagan más promesas, haya más corazones rotos…, lo natural es una retahíla de corazones rotos».

Barash resume muy bien esta situación diciendo que «es importante recalcar que muchas personas confunden que algo sea natural con que sea bueno. Muchas cosas que son muy naturales […] ¿qué hay más natural que una bacteria o un virus? —se pregunta este biólogo—. Pero no son buenos. Y, en la misma medida, simplemente porque algo no sea natural, como la monogamia, ¡no significa que sea necesariamente malo! Creo que cada uno es libre de tomar sus propias decisiones, pero si alguien opta por la monogamia, por los motivos que sea (religiosos, éticos u otros), si la elige, debería ser consciente de que tendrá que luchar contra parte de su biología. ¡Pero no es imposible! ¡Las personas luchan con su biología todo el rato!».

Varios científicos creen que la monogamia no es un modo de vida natural.

© BDM/Getty Images

La abundancia de opciones

Si a una paloma se le da a elegir entre una recompensa ahora o una mucho mejor más tarde, lo tiene claro: no aguanta ni quince segundos y elige la inmediata. Con los humanos, la cosa no cambia. Imaginen que a unos niños de entre tres y siete años les situamos en una habitación delante de una galleta y les decimos: «Podéis comeros una galleta ahora o muchas más cuando vuelva». Y, claro, no les decimos cuándo regresaremos. Por supuesto, tomarán la galleta antes de que volvamos, pero ¿cuánto tiempo tardarán? Unos más y otros menos, dependerá mucho de la edad, porque al pasar de tres años y medio a cinco suceden cambios radicales: los niños y niñas empiezan a ser capaces de contemplar el futuro.

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