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Authors: Eduardo Punset

Excusas para no pensar (12 page)

Ahora que conocemos la importancia de la memoria, nos podemos fijar en la energía que consume nuestro cerebro. Cuando se mide la cantidad de energía, en este caso de oxígeno, que consume el cerebro de un individuo cuando intenta resolver un arduo problema matemático, resulta que apenas hay consumo, ni le molesta; si acaso, le distrae de otras ocupaciones que no sabemos cuáles son. Entonces, ¿en qué consume el 20 por ciento de la energía total disponible este órgano misterioso que sólo representa el 2 por ciento del peso promedio de una persona?

A la luz de lo que antecede es lógico que a mis amigos neurólogos siempre les repita la siguiente pregunta. ¿Es cierto, como decís algunos de vosotros, que el cerebro es el órgano más sofisticado, no sólo del planeta, sino de todo el Universo? O, por el contrario, ¿me tengo que creer a aquellos de vosotros que os referís al cerebro como a un órgano extremadamente imperfecto fruto de la evolución y el miedo? ¿En qué quedamos? ¿El cerebro es fabuloso o es mediocre?

Es cierto que al cerebro le hemos entregado las llaves de todos los resortes corporales. En términos evolutivos se ha pasado de una situación en la que unas mandíbulas, unos brazos y unos caparazones portentosos se apoyaban en un cerebro diminuto, a una fase, como la actual, en la que un cuerpo diminuto, incluido el estómago y los sistemas defensivos, no sólo se apoya en un cerebro sobredimensionado, sino que se deja dirigir por él. Será por algo.

Aun así subsisten enormes dudas. Neurólogos, como Marcus Raichle, están profundizando, por primera vez, en qué consume el cerebro la cuantiosa energía que gasta. Sus investigaciones nos están dando una respuesta cuestionada también por otros científicos. Veamos.

Según Raichle, en momentos en que no pensamos en nada, dos áreas en concreto de nuestro cerebro se dedican a pensar por nosotros, sin que nos demos cuenta. Son el hipocampo y la corteza prefrontal. El hipocampo gestiona nuestros recuerdos personales, nuestro pasado. La corteza prefrontal se encarga de decidir nuestras motivaciones y hacer planes para el futuro. El diálogo entre ambas es lo que Marcus Raichle denomina «red por defecto», y conlleva un elevado consumo de energía. Se trata de una función subyacente, que siempre está ahí, una actividad interna intrínseca más relacionada con la vida mental interior que con el mundo que nos rodea, y que nos ayuda a especular sobre el futuro.

Así, el cerebro sirve, sobre todo, para alertar e imaginar lo que se nos viene encima. Ahora bien, volvemos a movernos en aguas extremadamente movedizas. Uno de los consensos mantenidos hasta ahora por la comunidad científica ha sido que somos muy malos predictores del futuro. Grandes especialistas como Nassim Taleb, autor del bestseller
El cisne negro
, han demostrado lo mediocres que somos cuando se trata de imaginar lo que va a ocurrir mañana. La prueba más innegable es la actual crisis económica mundial.

Afortunadamente, la revolución tecnológica iniciada a comienzos de los años setenta está permitiendo contemplar lo que pasa en el cerebro en directo. Falta muy poco para saber el final de la película. Raichle coincide en que los humanos hemos hecho predicciones del futuro que han salido muy mal, y eso hace daño, pero él prefiere destacar algunas actividades cerebrales cotidianas que hacemos de forma automática pero que implican haber hecho caso a una predicción. Un ejemplo es una conversación entre dos personas. Nuestro cerebro solamente piensa en el contexto de la conversación, no en los detalles. Y lo mismo puede afirmarse de cosas como levantarse, andar u otros tipos de comportamientos que el cerebro organiza basándose en predicciones. Antes de decir que el cerebro predice mal deberíamos darnos cuenta de todos los detalles que controla sin ningún aspaviento.

Ahora bien, el cerebro está a oscuras y debe de cansarse fácilmente de descubrirnos los detalles para que no nos demos de cabeza contra la pared. No tenemos más remedio que constatar que el cerebro consume el grueso de su poderosa energía en otros quehaceres o escenarios como los de elucubrar, imaginar, alucinar, soñar e inventar en lugar de perderse en lo que nos rodea.

Cómo funciona la memoria

Ahora que ya conocemos en qué gasta el cerebro su energía, es preciso admitir que no nos podemos fiar siempre de la memoria. Cuando se trata de recordar los grandes trazos de una historia, no hay problema; pero de ningún modo nos podemos fiar cuando se pretende profundizar en el conocimiento de las cosas y medir con precisión lo ocurrido. La mente y, muy particularmente, la memoria, no funcionan como un ordenador con sus archivos para cada cosa.

Ya hemos visto que no se sabe dónde archivamos las experiencias en la memoria. El psicólogo de la Universidad de Nueva York, Gary Marcus, asegura que están en algún lugar del hipocampo y la corteza prefrontal.

Como le digo yo, medio en broma, medio en serio, al amigo cuyo nombre se me acaba de escapar del recuerdo: «Lo siento, pero todos los nombres están arrejuntados en este lado del cerebro y a veces baja Jaime en lugar de Ernesto o no baja ninguno». Marcus dice que todos nuestros recuerdos están apelotonados y el problema es que si quieres elegir uno en concreto, no tienes ese lugar al que ir para recordar lo que está ahí.

Profesionales muy serios de la psicología y neurología se están cuestionando por ello, seriamente, la validez de lo que cuentan los testigos en los juicios. Si los jueces conocieran los mecanismos de la memoria como los conocen los neurólogos, dejarían de llamar a los testigos porque sabrían que no pueden fiarse de sus testimonios.

El profesor Daniel Schacter divide los tipos de olvido en tres categorías. La primera es la que él llama «transitoriedad» y tiene que ver con algo que todos conocemos, y es que los recuerdos tienden a debilitarse con el tiempo. Son transitorios, efímeros, se desvanecen con el paso del tiempo, si no hay refuerzo de las conexiones creadas durante su formación. Hay un segundo tipo de olvido que llama «distractibilidad», que es cuando olvidamos, por ejemplo, dónde hemos dejado las gafas. Normalmente, ponemos las gafas en cualquier sitio sin prestar atención a lo que hacemos y si no prestamos atención a lo que hacemos, ese momento nunca llega a la memoria y no lo puede almacenar. La última clase de olvido es la que él denomina «bloqueo» y se refiere a las veces en que podemos tener la información almacenada en la memoria, haber prestando atención y al intentar recordar no sale porque se ha bloqueado.

Los psicólogos como Gary Marcus aseguran que los humanos usamos pistas o recordatorios para evitar estos olvidos. Es lo que califican como el sistema de archivo de la memoria contextual. En otras palabras, es el contexto en el que se produjo el hecho vivido, la llave del recuerdo que sirve de pista o recordatorio.

En el verano de 2007, me encontraba en Londres finalizando los últimos retoques de
El viaje al amor
. Ajenos los terroristas islamistas a mis reflexiones amorosas, cometieron unos atentados criminales en el metro que causaron numerosos muertos. Estaba tan absorto analizando la documentación disponible sobre el libro que no tenía tiempo ni para poner la televisión o salir a comprar el periódico. Tuvieron que transcurrir varias horas desde el atentado para que yo me enterara de aquella tragedia mediante la llamada de amigos y familiares desde España que se interesaban —¡ante mi sorpresa!— por mi estado de salud. «¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo? ¿No estabas cerca del metro?», me preguntaban.

Cuando puse la televisión, pude contemplar la riada humana que volvía a casa andando sin utilizar el famoso metro de Londres. Mi memoria —contextual, desde luego— no olvidará jamás aquellas imágenes ni aquel recuerdo. La alarma sellada en los rostros de la gente de la calle y, al mismo tiempo, la convicción que emanaba de ellos de que los terroristas no conseguirían cambiar el rumbo de la vida británica. El contexto es lo que cuenta y cuanto más llamativo, mejor.

Tanto es así que ya hemos aprendido los trucos para no perder, en promedio, una hora al día buscando las llaves o pensando dónde dejamos el móvil. Tenemos que recurrir a trucos como los minuciosos listados de los comandantes antes de despegar el avión, el de repetir sin cesar los días o los lugares —son verdaderos escondrijos para la mente— donde dejamos los objetos que no queremos olvidar: las llaves, en el bolsillo izquierdo; el móvil, en el derecho; o la gimnasia, los miércoles por la tarde.

Los científicos todavía no han descubierto en qué parte del cerebro se almacenan las experiencias en la memoria.

© Desarrollos informáticos ABADÍA®

El cerebro no distingue la causa del dolor

Importa más el impacto que tienen los sentimientos abstractos que los físicos y concretos como, por ejemplo, la sed o el hambre. Los dolores causados por motivos sociales —como un desamor— o los placeres de igual naturaleza —como aprobar una oposición— activan idénticos circuitos cerebrales que los estímulos fisiológicos, básicos para sobrevivir, como la práctica del sexo.

Se está confirmando, pues, la sospecha de que el cerebro trata con la misma deferencia o indiferencia, según se mire, experiencias sociales y abstractas como una falta de reconocimiento social y conductas físicas tan concretas como saciar el hambre o morir de sed.

Lo que está sugiriendo la ciencia, ni más ni menos, es que el mundo de los sentimientos y la historia del pensamiento inciden en el corazón de la gente de igual manera que una hambruna o el calentamiento global. ¿Entonces por qué nos ocupamos menos de los primeros que de los segundos? Y, si eso es cierto —y ya no puede negarse que forma parte del pequeño y modesto acervo científico—, deberían matizarse muchas de nuestras convicciones o, cuando menos, alterar lo que yo llamo nuestra «estrategia de compromisos».

No es seguro, por ejemplo, que nuestra supervivencia dependa en mayor medida del famoso cambio climático que de nuestro reconocimiento individual por el resto de la sociedad; de saber, en definitiva, si me odian o me aman. Es mucho menos probable de lo que se creía hasta ahora que nuestras necesidades fisiológicas revistan un grado de urgencia mayor que nuestros sentimientos. El misterio no desvelado todavía es por qué el cerebro trata igual la necesidad afectiva que la física. Todo el mundo entiende que la falta de alimentos y de agua o las temperaturas extremas causan dolor. Pero ¿por qué utiliza el cerebro el mismo sistema neurológico para abordar privaciones y recompensas físicas que privaciones y recompensas morales?

Un equipo de científicos liderado por H. Takahashi, de la Universidad de California, sugiere que existen razones evolutivas de supervivencia de la especie que explicarían dicho comportamiento. Ya hemos visto que en los mamíferos —y muy particularmente en los humanos— es muy elevada la dependencia de los recién nacidos. El precio pagado por disfrutar de una inteligencia mayor que el resto de los mamíferos cuando se es adulto implica dedicar los siete primeros años de la vida al aprendizaje y a formar la imaginación, en régimen de una especie de departamente de I+D todo pagado, por supuesto, incluidos los gastos sanitarios.

Sin la dedicación de un cuidado específico, que sólo puede emanar de sentimientos y afectos sociales, ningún recién nacido podría sobrevivir. En este sentido, los sentimientos sociales preceden a la cobertura de las necesidades físicas y concretas, como dar de comer, calmar la sed o proporcionar la temperatura adecuada. Es muy discutible que sin esos sentimientos sociales pudiera darse luego la compensación física necesaria para sobrevivir. El cerebro acierta en dar a los primeros la misma prioridad que a la segunda. Esta vez, la evolución optó por la alternativa adecuada. Ahora, sólo hace falta que todos nosotros nos comportemos de igual manera.

Cómo nos afecta una depresión

Estamos empezando a conocer las raíces de la depresión y empezamos a reconocer la cruda realidad: es una enfermedad. Parece ser que es el resultado, entre un 30 y un 40 por ciento, de condicionantes genéticos. El 60 por ciento restante se debería al entorno. Por supuesto, existen problemas y circunstancias acuciantes que generan depresión, como los abusos sexuales en la infancia, el abandono o determinadas coyunturas familiares difíciles. En otras ocasiones, el entorno que propicia la depresión en la madurez de las personas puede ser mecánico, por ejemplo debido a disfunciones prenatales del feto en el útero materno.

Nos enfrentamos a un puzle compuesto de muchas piezas, todas ellas determinantes para nuestro desarrollo y equilibrio. Siempre han existido indicios de que las hormonas actúan de un modo peculiar en las personas que padecen depresión. También se ha descubierto la importancia de los neurotransmisores, como la serotonina, la norepinefrina o la dopamina, palabras que se incorporaron al vocabulario científico junto a otras como
Prozac
o
Celexa
, posibles remedios que atenúan estos desarreglos moleculares en el cerebro, causantes de diversos trastornos psicológicos. Y si comprobamos los nuevos estudios sobre la genética de la depresión, éstos indican que existen grupos de personas privilegiadas cuyo cerebro maneja de forma insólita la serotonina. Resulta improbable que estas personas lleguen a padecer una depresión.

Más recientemente, los científicos han empezado a observar que la depresión produce cambios anatómicos en el cerebro. Se ha detectado, por ejemplo, que puede reducir el volumen de la parte del cerebro que llamamos hipocampo hasta un 10 por ciento. Existen investigaciones que demuestran que el de ciertas mujeres deprimidas se encoge proporcionalmente al número de días que han estado privadas de tratamiento médico. Ahora sabemos, además, que con sesenta, setenta u ochenta años se fabrican nuevas neuronas en esta zona cerebral. Este fenómeno también se observa en algunos de los tratamientos que se aplican contra la depresión —el Prozac, el electroshock y el litio— que tienen este mismo denominador común: estimulan la producción de nuevas neuronas o de conexiones neuronales en el hipocampo. A pesar de que la eficacia de estos tratamientos varía, algunos investigadores creen que son absolutamente necesarios porque estimulan el crecimiento de las conexiones en el hipocampo.

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