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Authors: Eduardo Punset

Excusas para no pensar (7 page)

Desde la teoría de Festinger, más de tres mil experimentos de psicología cognitiva y social han confirmado el mecanismo de disonancia cognitiva e incluso lo han localizado en el cerebro. Los seres humanos están predispuestos a prestar atención a la información que confirma sus creencias y a ignorar y minimizar la información que refuta lo que creen: nuestras mentes están diseñadas para la consonancia.

Como saben mis lectores, he reflexionado durante muchos años sobre la gestión de las emociones como la felicidad o el amor. Allí suele ocurrir lo mismo. Las parejas en el umbral de la ruptura, en lugar de intentar solucionar los problemas, prefieren proferir insultos e inventar agravios en el proceso alambicado de reconstruir su memoria para justificar su desamor.

De lo que antecede se puede deducir una sugerencia modesta, pero muy sentida, a los responsables objetivos y personalmente implicados en las operaciones que condujeron a la tragedia de Barajas. Acepten —por favor— el resultado de lo que la ciencia está mostrando en este campo: cuanto más famosos y confiados son los expertos a título personal o institucional, menos posibilidades existen de que admitan errores en su conducta. ¡Escúchenlos!, pero recurran a instancias independientes a la hora de tomar decisiones.

La sabiduría milenaria de las tribus

En la ciudad de Albany, la capital del Estado de Nueva York, en Estados Unidos, tuve la oportunidad de conversar con representantes de las tribus indias que los españoles llamaron navajos y lakotas.

Las intervenciones de estos últimos fueron las que más me interesaron. Me quedé fascinado al descubrir de boca de Águila Brava —Wanbli Oitika es su nombre original— y de elegante Gallo de la Pradera —Cio, para los miembros de su tribu— que sus tradiciones milenarias habían anticipado varios de los descubrimientos científicos más recientes. En la tradición de la tribu de Águila Brava —marcada por la gestión matriarcal— se evitaba cualquier conflicto de la pareja con la madre política considerando, simplemente, que el hombre de la casa no superaba nunca los doce años de edad, con lo que la ignorancia y el ninguneo del yerno por parte de la suegra —que nunca aceptaba que el marido de su hija superara a esta última en dones— quedaban plenamente justificados.

Ahora bien, la sorpresa viene de haber comprobado hace muy poco tiempo que la especie humana es la única conocida en la que el macho conserva a lo largo de toda su vida un nivel de infantilismo mucho mayor que el de la hembra. Los machos nunca dejan del todo la niñez, como muestran su comportamiento, sus juegos y sus pasatiempos, mientras que las hembras se olvidan fácilmente de la infancia.

¿Cómo es posible que la cultura heredada de los navajos y los lakotas hubiera asimilado en sus conductas familiares lo que la ciencia acaba de comprobar ahora? Es decir, que los varones se comportan como si tuvieran doce años toda la vida. ¿Cómo supieron cimentar siglos atrás su derecho matrimonial sobre un hecho que la ciencia acaba de perfilar ahora por boca de científicos como Desmond Morris?

Hay más, hay mucho más. No me podía creer lo que estaba escuchando cuando Águila Brava nos explicaba al grupo de curiosos que charlábamos con él la importancia que concedían sus antepasados a los niños recién llegados al mundo: «Tanto es así —prosiguió Wanbli Oitika— que las costumbres indias disuadían enérgicamente a los miembros de la tribu de que el bebé tuviera otro hermanito antes de transcurridos seis años». Lo que se quería evitar es que el primero viera limitado el acceso a los escasos recursos disponibles por la llegada demasiado precipitada de un segundo hermano. A los indios navajos ni siquiera se les pasaba por la cabeza el tan manoseado argumento de que todo el mundo necesita un hermanito para socializar y cuanto antes, mejor.

Lo fascinante de esta tradición legendaria es que una minuciosa y larga investigación efectuada por científicos británicos ha comprobado que, efectivamente, cuando al primer hijo lo premian los padres con un hermano antes de que haya transcurrido un tiempo razonable desde su nacimiento, el primero se comporta peor que el promedio cuando llega a la pubertad. Los recursos son limitados y el acceso de alguien más al afecto y al consumo puede ser considerado como una competencia desleal o injustificada. El recién llegado cuestiona la supervivencia del que ya estaba, en lugar de facilitar su sociabilidad. Los indios de las tribus de los navajos y los lakotas lo sabían antes de que se lo demostraran los científicos.

Los navajos y los lakotas creen que los varones —al contrario que las hembras— se comportan como si tuvieran doce años toda la vida.

© World History Archive / AGE FOTOSTOCK

El poder de las imágenes

Hay muy pocas posibilidades de que alguien a quien se le piden cien euros para combatir el hambre y la enfermedad en Ghana acceda a desprenderse de su dinero. Pero si circula en su coche por una autopista y ve en la cuneta un cuerpo ensangrentado, le parecerá normal detenerse, transportar al herido a un hospital y pagar los cien euros que costará, como mínimo, la limpieza de su vehículo.

Poner imágenes a un concepto abstracto en el cerebro surte un efecto inmediato. No visualizamos fácilmente el hambre en abstracto en Ghana, pero, en cambio, la imagen de alguien herido en la carretera activa reacciones de solidaridad inmediatas.

En los laboratorios estamos comprobando el impacto, hasta ahora desconocido, de las imágenes en los procesos cognitivos. Las últimas investigaciones aclaran que la imagen cuenta como instrumento de permanencia o duración de la memoria. Sin imagen es difícil que algo se asiente en la memoria a largo plazo. Y sin memoria a largo plazo no se produce la reacción querida: un sentido determinado del voto.

Los políticos acaban de descubrirlo. El vídeo que hizo Al Gore sobre el cambio climático tuvo una repercusión insospechada en la opinión pública. Y ahora, en España, tanto el Partido Popular como el Partido Socialista están recurriendo a cortometrajes que respalden con imágenes sus propuestas electorales. Sus asesores los han convencido, por fin, de que una propuesta casual se transforma en algo perdurable en la mente del votante si existe un apoyo audiovisual.

Llevo muchos años sugiriendo lo mismo a mis amigos empresarios cada vez que me piden ayuda para organizar un ciclo de conferencias científicas. «No lo hagáis —les repito— sin preceder o concluir la perorata de un busto parlante con un vídeo explicativo.» Hasta hace poco, lo único que parecía importarles era que algún medio escrito publicase una noticia relativa a la conferencia, sin percatarse de que esa nota aislada no hacía mella en la memoria a largo plazo.

Igual ocurre con la educación de los hijos o incluso con el amor. Para que un código social, como el dar las gracias por algo recibido, se instale en el proceso cognitivo del niño, se requiere repetir una y otra vez el consabido mensaje: «Gracias, abuelo», «Gracias, papá». Con suerte, puede que arraigue. Igual ocurre con el amor. Se equivoca quien crea que su amor puede sobrevivir sin los pequeños detalles que lo sustentan a diario.

En los distintos ejemplos citados hasta ahora, la decisión tomada no responde a un nexo de causalidad real —la imagen no convierte la noticia en algo más verdadero ni la frecuencia de las señales amorosas dan cuenta de una realidad distinta—. De hecho, no tiene nada que ver una cosa con otra. Es nuestra manera peregrina de tomar decisiones. El cerebro atribuye una relación de causa-efecto a hechos que no tienen nada que ver con el resultado.

Otras veces, las decisiones se toman en función de enunciados baladíes. Se trata del poder del marco de presentación, lo que los anglosajones llaman
framing effect
. Está comprobado que se compra más fácilmente una medicina cuando el prospecto reza: «Sin efectos secundarios en un 80 por ciento de los casos», que cuando el mismo prospecto dice lo mismo de otra manera: «En un 20 por ciento de los casos se han registrado efectos secundarios». Existen otros muchos ejemplos de decisiones que tomamos simulando relaciones de causa-efecto que son sólo aparentes, por lo que no deberíamos tomárnoslas demasiado en serio, ni las que toman los demás ni nosotros mismos.

Aprender para vivir en paz

La mayoría de los casos de estados anímicos perturbados tienen una solución previsible. Sólo unos pocos muestran consecuencias intratables. La gran ventaja de estos últimos, en cambio, consiste en que, mientras que casi nadie se ocupa de lo que le ocurre a la gran mayoría, todo el aparato sanitario, mediático e institucional intenta ocuparse de los casos insólitos. Las soluciones para las enfermedades que afectan a muchos —como la pérdida de memoria, la ansiedad, la falta de concentración, las interpretaciones lesivas e injustificadas de las pesadillas, la ausencia de objetivos que paralizan voluntades o la pérdida de empatía— son increíblemente simples y, además, están fundamentadas científicamente.

El cerebro no perdona que no se quiera aprender nada nuevo, por sencillo que sea, sin algún tipo de ejercicio, aunque sólo sea físico. Sin esto no se puede progresar. Así, se ha podido demostrar la ventaja de practicar ejercicios mentales como la música, que agudizan capacidades no sólo vinculadas a este campo, sino a otros como los idiomas o una mayor empatía. Estar bien cuesta mucho menos de lo que uno se imagina, pero hay que proponérselo. No sabíamos, por ejemplo, que sencillos ejercicios aeróbicos repercuten favorablemente sobre los estados de ansiedad porque aumentan el número de neuronas y el número de veces que se comunican entre ellas. «¿Quieres decir, Eduardo, que si practico en grupo movimientos simples como los de levantar los brazos con las manos abiertas disminuirán mis niveles de ansiedad?» Quiero decir exactamente esto.

En la base de lo que antecede resplandece un descubrimiento que sólo hemos sabido apreciar en todo su esplendor recientemente. Hace falta aprender para vivir en paz. Sin aprendizaje, disminuyen determinadas áreas cerebrales, como el hipocampo; se pierde la capacidad de explorar nuevas soluciones; se empequeñece el cuerpo social hasta arrugarse y perder su potencial de crecimiento.

Lo que distingue al progreso del conocimiento humano del resto de los animales es el llamado efecto trinquete o acumulado; es decir, sencillamente, no se pierde lo adquirido, sino que desde allí se catapulta la innovación. No hay marcha atrás. Mientras tanto, el inteligente pulpo puede aprender a abrir una lata de sardinas, pero olvida el mecanismo casi tan rápidamente como lo asimiló. Hemos descubierto el impacto decisivo de la educación y el aprendizaje; el paisaje devastador que provoca el ensimismamiento sobre uno mismo y la inacción. No es sabio el que medita aislado del mundo, sino el que interacciona con él. Para ello puede ser necesario recuperar la capacidad para concentrar la atención meditando, pero con la finalidad de abordar luego objetivos colectivos como la gestión emocional, la solución de conflictos y la integración social. Uno solo no va a ninguna parte.

El conocimiento indispensable de los niños

Ahora sabemos que en el mundo globalizado en el que vivimos, los niños, tanto como las empresas y los gobiernos, necesitan completar cuatro deberes para sobrevivir. ¿Cuáles son estos cuatro deberes que ellos ya están aprendiendo en las escuelas y que, sin embargo, ni los políticos ni las empresas se paran a imitar?

Focalizar la atención para aprender a concentrarse es el primero de ellos. La diversidad de pantallas y soportes distintos, como los móviles, las consolas, Internet y las redes sociales, nos ha enseñado a lidiar con múltiples retos al mismo tiempo.

La naturaleza especial de la materia que une los dos hemisferios cerebrales en el sexo femenino había hecho de la mujer una ganadora indiscutible en este objetivo de atender distintas tareas a la vez. Los demás, incluidos los niños, hemos tenido que estudiar las técnicas conocidas para focalizar la atención. Está muy bien ser capaz de abordar, a la vez, los distintos procesos que cristalizan en pantallas o soportes separados; siempre y cuando, claro está, no perdamos la capacidad de concentrar nuestra atención en un problema concreto cuando esto haga falta.

Para ello es importante llevar a cabo cierto entrenamiento mental, como aconseja Matthieu Ricard, biólogo y monje budista, que se pregunta por qué no nos importa dedicar años a nuestra educación, semanas enteras a aprender a jugar al ajedrez o tocar el piano y, sin embargo, nos parece extraño dedicarle tiempo al entrenamiento mental.

Ricard asegura que «nuestra mente puede ser nuestro mejor amigo o nuestro peor enemigo y para eso hay que entrenarla y no aceptar la idea de que todo lo demás en la vida llega con esfuerzo, pero que la única cosa que se perfeccionará por sí sola es el amor y la amabilidad, la compasión, la apertura de miras, la libertad interior, simplemente porque así lo deseamos […] me parece una tontería colosal. No funciona así». Según él «necesitamos cultivar en cierta manera la compasión y el altruismo sobre la base de la razón, de la comprensión. Y tenemos el potencial para ello, todos lo tenemos, del mismo modo que cualquiera tiene el potencial de correr un maratón, pero si no entrena no lo conseguirá. Básicamente la idea es utilizar el potencial para conseguir una habilidad óptima. Por eso, “el entrenamiento mental” se podría llamar, para aquellos a quienes no les gusta esa expresión, “gimnasia para la compasión”, si así se sienten más cómodos. O, qué sé yo, “cultivar las cualidades humanas básicas”».

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