Excusas para no pensar (21 page)

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Authors: Eduardo Punset

El regalo de vivir

No somos conscientes de las cosas más obvias. Si lo fuéramos, nos plantearíamos la vida de modo distinto. Voy a poner un ejemplo para ilustrar la necesidad de cambiar nuestra perspectiva en algunas cuestiones fundamentales.

Entrar y salir de la vida constituye una peripecia casi siempre dolorosa y, en todos los casos, muy arriesgada. El feto está dentro del útero en un entorno templado, protegido de la luz y el ruido; oye los sonidos de la madre y el latido de su corazón. Está muy a gusto. Y de pronto, todo cambia a peor. Sale profiriendo gritos de espanto.

Si le preguntaran al recién nacido qué es la vida contestaría, por supuesto, que el biólogo de la NASA Ken Nealson tenía razón: «La vida es una equivocación. Tened siempre presente —aconsejaba a los miembros de su equipo encargado de buscar vida en el planeta Marte— que si descubrís algo muy extraño o inaudito vale la pena pararse a analizarlo porque podría ser vida».

¿Y qué decir de la salida de la vida? Mientras los físicos discuten sobre la existencia del tiempo, el resto de los mortales van coleccionando las huellas de que el tiempo existe: las canas a partir de una determinada edad, la menopausia o la pérdida progresiva de la energía sexual, las enfermedades degenerativas y, por fin, un ictus benevolente que ofusca la mirada, los gestos de la cara o los movimientos del cuerpo.

La salida de este mundo de cuatro dimensiones no es menos doloroso e incierto que la llegada. Ni la una ni la otra son fáciles de asimilar.

Justo en medio está el esplendor de la vida exterior: la belleza de los colores, que no están en el Universo sino en nuestra retina; la sofisticación de la vida microbiana con sus competiciones incesantes, que nuestro gran tamaño nos impide apreciar en toda su riqueza; la inmensidad del firmamento, con sus lluvias de estrellas, tan grandes como el Sol, que nuestro tamaño demasiado diminuto no nos permite aprehender… Entre la llegada y la salida está también el esplendor de la vida interior: la ausencia del miedo, que es un arrebato para que florezca el sosiego y la felicidad; los instintos morales innatos, que llevan a colaborar con desprendimiento, cuando no prevalece el egoísmo utilitario; el instinto de fusión irreprimible con otro organismo en busca de amparo —los mecanismos del amor—, que conducen a la construcción del nido; el equilibrio fascinante —cuando los factores de agresión celular, como la contaminación, no superan el poder regenerador de las propias células— que mantiene viva a la comunidad andante de células que somos…

Desde luego, no tiene perdón de Dios que algunos homínidos, con sus ideas equivocadas y sus actos violentos, conviertan el entreacto esplendoroso de la vida en algo no menos abrupto y doloroso que la llegada y la salida atormentadas. El gran cambio que deberíamos hacer es darnos cuenta precisamente de que hay vida antes de la muerte.

El poder del entorno

En mayo de 2008 pasé unos días en la Universidad de Harvard con el biólogo y antropólogo Richard W. Wrangham. Cuando no está en Harvard, Wrangham está en Uganda estudiando a los primates más cercanos a nosotros, como los chimpancés y los bonobos, en el mismo lugar en el que lo hacía la primatóloga Jane Goodall, que de pequeña adoraba a los chimpancés. De mayor no dejó de quererlos, pero tuvo que comprobar y digerir que los chimpancés —con los homínidos— eran los únicos mamíferos que convivían pacíficamente en grupos de machos y, de pronto, sin saber muy bien por qué, podían asesinar sin piedad a otros grupos.

Los bonobos son los otros primates más cercanos a nosotros. Su parecido, también insólito, tiene dos vertientes. En primer lugar, manifiestan un talante juvenil y, a veces, cómico. Les gusta reír y hacer reír. Sigue siendo un misterio el porqué de esta jovialidad. El segundo parecido es menos incomprensible: el sexo nos vuelve locos, aunque a los bonobos, mucho más.

Para ser sincero, hay tres cuestiones fundamentales que aún no hemos sabido resolver, tal vez porque el estudio científico de los chimpancés en su medio arranca muy tarde, hacia mediados del siglo pasado. Los tres misterios, muy fáciles de enunciar y muy difíciles de desentrañar, son: la violencia y la agresividad —tempestuosa e innata—; la tolerancia y la amabilidad de la que los humanos hacen gala de un tiempo a esta parte incansablemente, y, por último, por qué los bonobos son más eróticos que nosotros. En todo lo demás somos muy parecidos. Un atisbo de respuesta puede venir de la importancia de los cambios. Veamos.

Es interesante descubrir las ramificaciones sociales de los grandes debates científicos. Tras haber discutido durante décadas la importancia relativa de la naturaleza o de los genes frente al entorno —
nature versus nurture
, en la terminología anglosajona—, estamos descubriendo que los humanos violentos pueden inhibir su agresividad, o expresarla de otra manera, cuando cambiamos el entorno.

Hoy sabemos que si se toman las medidas adecuadas para que los machos no tengan que matar para conseguir comida o sexo, pueden dejar de hacerlo. Lobos domesticados durante veinte o treinta generaciones acaban teniendo las mandíbulas de un perro y el carácter de un animal domesticado. La supresión paulatina de la poligamia —que está en las raíces de las diferencias de comportamiento de género y de la violencia en los estamentos sociales más pobres y excluidos del sexo— redundaría quizá en sociedades menos depredadoras de la mujer. Lo que nos está enseñando la biología es que vale la pena intentar variar las características del entorno y la propia gestión de las emociones para evitar que se impongan los impulsos biológicos, sobre todo cuando son compulsivos y agresivos. No sirve de nada descubrir las causas de la violencia desgarradora si no se toman medidas para evitar los infanticidios o la violencia de género.

Durante siglos, se ha intentado descubrir lo que vuelve malas a las personas. Se lo han preguntado filósofos, poetas, dramaturgos y estudiosos de todo tipo y han llegado a muchas respuestas distintas. Muchos quieren creer que las personas nacen buenas o malas, como si una línea divisoria colocara a las personas a uno u otro lado.

Los humanos, los chimpancés y los bonobos son muy parecidos.

© Rob Elliott /AFP / Getty Images

Carceleros y chimpancés

El psicólogo Philip Zimbardo creció en un barrio pobre de Nueva York y está convencido de que el entorno puede moldear a las personas y hacer que los buenos sean malos. Para demostrarlo llevó a cabo un experimento espeluznante en 1971. Cogió a 75 estudiantes voluntarios y los encerró en una prisión. Eligió de forma aleatoria los que serían carceleros y los que serían reclusos. Se trataba de buenos chicos, estudiosos y muy hippies en su mayoría y todos sabían que estaban participando en un experimento. Pero el entorno les convenció y al segundo día los carceleros habían asumido su rol, estaban convencidos de que los presos eran peligrosos y que había que controlarlos. A su vez, los reclusos creían que estaban encarcelados de verdad.

Los carceleros empezaron a maltratar a los reclusos y la cosa se les fue de las manos, convencidos de que los presos eran personas peligrosas, hasta el punto de que el experimento se tuvo que cancelar mucho antes de lo previsto. Zimbardo confirmó así su teoría: vivimos en instituciones como la familia, la escuela, el ejército o la policía en las que nadie nos dice que hagamos algo malo, sino que nos dan unas reglas. Nos asignan un rol, vemos a los demás haciéndolo y queremos gustarles. Así, uno empieza a hacer cosas que quizá no encajen con su moral, pero que todo el mundo hace.

Otros científicos, como el primatólogo Richard Wrangham, a cuyos trabajos me he referido en páginas anteriores, también han realizado investigaciones que confirman la influencia del entorno en la conducta. Wrangham ha descubierto que en África los chimpancés del oeste se comportan de un modo distinto que los del este. No debe de ser imposible, entonces, disecar cognitivamente la evolución de las conductas diferenciadas de los chimpancés para detectar las razones ecológicas y sociales del comportamiento menos infanticida, menos territorial, menos depredador y agresivo.

En vez de lamentar que nuestros antepasados fueran extremadamente violentos —como nosotros antes de que nos domesticáramos algo—, pongámonos manos a la obra para crear los estímulos ecológicos y sociales para el cambio. Si hubiera un ejército que aislara a los depredadores del resto, ¿habría menos violencia?

Cambios en la identidad social

Resulta sencillamente absurdo que los antropólogos y psicólogos no evalúen hechos tan singulares como la solidaridad repentina entre partidarios de equipos rivales como el Athletic de Bilbao y el FC Barcelona. O, más sorprendente todavía, la simpatía suscitada en aficionados del Real Madrid, y no sólo del Barcelona, por figuras como el entrenador Pep Guardiola. O el alcance de la desconsideración hacia valores tradicionales como el apego a la monarquía o al himno nacional. Hay que estar ciego para no darse cuenta de que en el fútbol se están viendo señales de transformaciones profundas en la sociedad.

España se caracteriza por un interés idéntico al que existe en otros países por analizar el comportamiento individual, unido a un desinterés asombroso —en eso somos distintos de otros países vecinos— por profundizar en la identidad social de los grupos, los móviles de la conducta colectiva, cuáles son los valores gregarios en decadencia y cuáles los que están arrasando. Se sigue escarbando en los parámetros sexuales, estéticos, laborales o morales de las personas en las consultas de los expertos, pero nadie o muy pocos intentan analizar las transformaciones que se están produciendo en colectivos como los gallegos, andaluces, catalanes o el conjunto de los españoles.

¿Que está ocurriendo con lo que los expertos llaman la identidad social? ¿Qué ideas se están extendiendo y cuáles desapareciendo? Puesto que carecemos de estudios, incluso preliminares, que indiquen la naturaleza de lo que somos ahora, en lugar de lo que éramos antes, nos tendremos que basar en indicios y ser particularmente cuidadosos de no confundir —al buscar las causas— la coincidencia de fenómenos distintos con relaciones de causalidad.

Richard Wrangham asegura que los humanos somos muy tranquilos y que los cambios que nos depara el futuro van a llevar a una domesticación creciente de nuestra especie. Según él, los machos humanos nos hemos feminizado mucho y sólo podemos esperar que este proceso siga aumentando en los próximos siglos.

Las demostraciones de solidaridad inusitada entre colectivos futbolísticos que siguen siendo adversarios realzan este tipo de teorías o sugerencias como las del psicólogo Steven Pinker, que asegura que nos estamos alejando de los patrones de agresión y acercando a los de convivencia. Somos menos agresivos y más altruistas de lo que éramos antes.

Es absurdo que los antropólogos y psicólogos no evalúen hechos tan singulares como la simpatía que despierta Guardiola, incluso entre algunos seguidores del Real Madrid.

© Lluís Gene / AFP / Getty Images

En el mismo sentido apunta otro cambio todavía más trascendental de los tiempos modernos: la liberación sexual y social de la población femenina. Los científicos están constatando que, gracias a ello, sabemos ponernos más fácilmente en el lugar del otro y que el aprendizaje emocional es tan necesario como el académico.

Variaciones en el entramado social

No es difícil prever que en pocos años cambiará el entramado de las relaciones sociales: maestros-alumnos, miembros de la pareja, redes sociales afianzadas por la distancia, jefe-subordinado, dueño-animal doméstico. Y lo hará por tres razones básicas que están aflorando, pero que la mayoría no ha querido ver aún.

En primer lugar, estamos a punto de constatar que ni las mujeres, ni los hombres, ni los niños ni los animales —domésticos o no— son nuestros. Hasta hace poco se estaba convencido de que las mujeres eran propiedad del marido; que los maridos pertenecían a mujeres determinadas; que a los niños de uno se les podía zurrar porque eran incuestionablemente propiedad de uno y, por supuesto, los perros y gatos tanto como los pájaros domesticados no tenían más dueño que el que, de vez en cuando, los alimentaba.

Ahora resulta que ni siquiera la ley defiende estas posiciones tan arraigadas en la mayoría de los países. La propiedad privada y el consiguiente dominio se ejercen sobre los objetos, pero no sobre los organismos vivos, afortunadamente. Las consecuencias de la asimilación progresiva por parte de las sociedades modernas del cambio al que me refiero tienen ya repercusiones visibles en la vida diaria, donde se afinca el respeto a los márgenes de libertad mutuos en la pareja, la disminución en los niveles de maltrato a los niños o la revelación creciente y escandalosa de abusos sexuales con ellos; así como la creciente polémica en torno a la prohibición legal de deportes relacionados con animales en los países en que esos deportes se practican.

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