Fantasmas del pasado (13 page)

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Authors: Nicholas Sparks

Jeremy asintió con la cabeza lentamente al tiempo que pensaba qué podía hacer para apaciguar a ese individuo tan acelerado.

—¿Cómo se ha enterado de que estaba aquí?

Gherkin depositó la mano sobre su hombro con un aire cordial, y antes de que Jeremy se diera cuenta, lo estaba conduciendo hacia la oficina de recepción de los búngalos.

—Ah, señor Marsh, las noticias en el pueblo corren como la pólvora. Siempre ha sido así; forma parte del atractivo de este lugar. Eso y la belleza natural. Tenemos algunos de los mejores parajes para pescar y cazar patos de todo el estado, ¿lo sabía? La gente viene de todas partes. ¡Incluso gente famosa! La mayoría se aloja en Greenleaf. Es como una estancia en el paraíso, sí señor. El estar a solas en un búngalo tranquilo, rodeado por la naturaleza… Imagínese, toda la noche oirá el delicioso canto de los pájaros y los grillos. Seguro que a partir de ahora pensará que todas esas cadenas hoteleras de Nueva York no son más que unos lugares insulsos.

—Es cierto —admitió Jeremy. Sin lugar a dudas, ese tipo era un político nato.

—Ah, y no se preocupe por las serpientes.

Jeremy abrió los ojos como un par de naranjas.

—¿Serpientes?

—Seguro que habrá oído ya la historia, pero ha de pensar que todo lo que pasó el año pasado fue fruto de unos desafortunados malentendidos. Algunos tipos no saben comportarse como Dios manda. Pero como ya le he dicho, no se preocupe por los serpientes. Normalmente no aparecen hasta el verano. De tollos modos, será mejor que no se meta entre los arbustos para buscarlas. La mordedura de una serpiente boca de algodón puede ser muy seria.

—Ah —respondió Jeremy, buscando la respuesta apropiada mientras intentaba no pensar en esos desagradables reptiles. Odiaba a las serpientes incluso más que a los mosquitos y a los caimanes—. La verdad es que estaba pensando en…

El alcalde soltó un bufido lo suficientemente potente como para interrumpir a su interlocutor, y luego miró a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que Jeremy veía lo satisfecho que estaba de poder disfrutar de ese entorno tan privilegiado.

—Así que dime, Jeremy… Supongo que no te importará si! te tuteo…

—No.

—Muchas gracias. Eres muy amable. Así que… Jeremy, me preguntaba si los de la tele podrían estar interesados en nuestra historia.

—No tengo ni idea.

—Es que si estuvieran interesados, los trataríamos a cuerpo de rey. Les mostraríamos la genuina hospitalidad sureña. Incluso les daríamos alojamiento en el Greenleaf gratis y, por supuesto, tendrían una primicia que contar. Mucho mejor que lo que tú hiciste en
Primetime.
Nuestra historia sí que tiene gancho.

—¿Se da cuenta de que básicamente soy sólo un columnista? Normalmente no tengo ninguna relación con la televisión…

—No, claro que no. — Gherkin le guiñó el ojo; obviamente no le creía—. Bueno, haz lo que tengas que hacer, y luego ya veremos qué pasa.

—Hablo en serio —aseveró Jeremy. El alcalde volvió a guiñarle el ojo.

—Sí, sí, claro.

Jeremy no sabía qué decir para convencerlo —en cierta manera porque quizá tenía razón—, y un momento más tarde, el alcalde empujó la puerta de la oficina de recepción, si a ese espacio se le podía llamar así.

Parecía como si no lo hubieran rehabilitado en más de cien años. En la pared situada detrás de un mostrador ruinoso había un róbalo de boca grande. En cada una de las esquinas, a lo largo de las paredes, y encima del archivador y del mostrador se podían ver criaturas disecadas: castores, conejos, ardillas, comadrejas, mofetas y hasta un tejón. A diferencia de la mayoría de exposiciones similares que había visto, todos esos animales habían sido disecados en una actitud como si estuvieran acorralados e intentaran defenderse. Las bocas abiertas parecían dispuestas a gruñir de forma inquietante; los cuerpos estaban arqueados; los dientes y las garras, a la vista. Jeremy estaba todavía asimilando las imágenes cuando vio un oso en una esquina y dio un respingo del susto. Al igual que los otros animales, exhibía unas garras amenazadoras, como si estuviera a punto de atacar. El lugar era el Museo de Historia Natural transformado en una película de terror y reducido al tamaño de una caja de cerillas.

Detrás del mostrador, un enorme tipo barbudo, sentado y con las piernas levantadas, miraba la tele que tenía delante de él. Las imágenes no eran nítidas; cada dos segundos aparecían unas rayas verticales que atravesaban la pantalla de lado a lado, por lo que era prácticamente imposible ver lo que pasaba.

El individuo se levantó lentamente, y siguió irguiéndose hasta que superó a Jeremy con creces. Debía de medir más de dos metros, y sus hombros eran más fornidos que los del amenazador oso disecado que lo vigilaba desde la esquina. Iba vestido con un mono y una camisa a cuadros. Sin mediar palabra, agarró un portapapeles y lo colocó bruscamente sobre la mesa.

Con el dedo hizo una señal a Jeremy y luego al portapapeles.

No sonrió; lo cierto es que tenía toda la pinta de querer arrancarle los brazos y usarlos a modo de bate para propinarle una buena tunda, antes de colgarlo en la pared como un trofeo con el resto de los animales expuestos.

Gherkin se echó a reír, cosa nada extraña. Jeremy se fijó en que el hombretón se reía de buena gana.

—No dejes que te intimide, Jeremy —terció Gherkin rápidamente—. A Jed no le gusta demasiado hablar con desconocidos. Sólo rellena la ficha con tus datos, y seguidamente podrás instalarte en tu pequeña habitación en el paraíso.

Jeremy no podía apartar los ojos de Jed, pensando que era el tipo más temible que había visto en su vida.

—Jed no sólo es el dueño del Greenleaf, también trabaja en el Ayuntamiento y es el taxidermista local —continuó Gherkin—. ¿No te parece un trabajo increíble?

—Increíble —asintió Jeremy, esforzándose por sonreír.

—Si le pegas un tiro a cualquier bicho viviente que encuentres por aquí, tráeselo a Jed. No te defraudará.

—Intentaré no olvidarlo.

El alcalde pareció animarse súbitamente.

—Así que te gusta la caza, ¿eh?

—No mucho, lo siento.

—Bueno, quizá podamos cambiar un poco tus gustos mientras te alojas aquí. ¿Te había dicho que la caza de patos es espectacular en esta parte del estado?

Mientras Gherkin hablaba, Jed daba golpecitos impacientes en el portapapeles con uno de sus gigantescos dedos.

—Vamos, Jed, no intentes intimidar al señor —lo amonestó el alcalde—. Es de Nueva York. Es un periodista de la gran ciudad, así que trátamelo bien.

Gherkin desvió la atención hacia Jeremy otra vez.

—Ah, sólo para que lo sepas, Jeremy, será un placer pagar tu estancia en el Greenleaf.

—Gracias, pero no hace falta…

—¡No se hable más! — lo acalló moviendo nerviosamente los brazos—. La decisión ya está tomada por el jefe del Consistorio, que, por si no lo sabías, soy yo. — Le guiñó el ojo—. Es lo mínimo que podemos hacer por un huésped tan distinguido.

—Oh, muchas gracias.

Jeremy asió el bolígrafo. Empezó a rellenar la hoja de la reserva, sintiendo cómo Jed lo taladraba con la mirada; súbitamente tuvo miedo de lo que podría suceder si cambiaba de opinión y decidía no quedarse en el Greenleaf. Gherkin apoyó su brazo en el hombro de Jeremy con un exceso de confianza.

—¿Te he dicho lo contentos que estamos de tenerte aquí?

En una calle tranquila en la otra punta de la localidad, en un búngalo blanco con las persianas pintadas de color azul, Doris estaba salteando beicon, cebollas y ajos mientras que en el otro fogón hervía un cazo con pasta. Lexie estaba lavando tomates y zanahorias en el fregadero para luego cortarlos a dados. Después de terminar su trabajo en la biblioteca, se había dejado caer por casa de Doris, como solía hacer un par de días a la semana. A pesar de que su casa quedaba muy cerca, a menudo cenaba en casa de su abuela. Era una vieja costumbre que no se resignaba a perder.

En la repisa de la ventana la radio sonaba al ritmo de jazz, y aparte de las típicas conversaciones de familia, las dos mujeres no tenían muchas cosas que contarse. Para Doris, la razón era que estaba cansada después de un largo día de trabajo. Aunque le costara admitirlo, desde que sufrió el ataque de corazón dos años antes, se cansaba con mucha más facilidad. Para Lexie, el motivo era Jeremy Marsh, pero conocía a Doris lo suficientemente bien como para saber que era mejor no comentar nada al respecto. Su abuela siempre había mostrado una curiosidad desorbitada por su vida personal, y Lexie había aprendido que lo más indicado era evitar hablar de ciertos temas con ella siempre que fuera posible.

Sabía que Doris no lo hacía con mala intención. Simplemente no alcanzaba a comprender cómo era posible que una mujer de treinta años no hubiera sentado todavía la cabeza, y últimamente no hacía más que preguntarle a qué esperaba para casarse. Aunque su abuela era una mujer sumamente inteligente, pertenecía a la vieja escuela; se casó a los veinte años y pasó sus siguientes cuarenta y cuatro años con un hombre al que adoraba, hasta que él falleció tres años antes.

Lexie se había criado con sus abuelos, así que conocía a Doris

los suficientemente bien como para prácticamente condensa todas sus preocupaciones en una frase: ya iba siendo hora de que su nieta encontrara a un chico decente, se fuera a vivir con él a una casita rodeada por una verja blanca de madera, y tuviera hijos.

Lo que su abuela pedía no era tan extraño, después de todo, y Lexie lo sabía. En el pueblo eso era lo que se esperaba de cualquier mujer. Y las veces que se sinceraba consigo misma, se decía que también anhelaba llevar esa clase de vida. Bueno, al menos en teoría. Pero primero tenía que encontrar al compañero ideal, alguien con quien se sintiera a gusto y del que se enorgulleciera de llamarlo «su hombre». En ese punto difería de su abuela. Doris pensaba que bastaba con encontrar a un hombre decente, honrado y con un buen trabajo. Y quizás en el pasado fuera así. Pero Lexie no ansiaba estar con alguien simplemente porque fuera cortés y tuviera un buen trabajo. Quizás albergaba falsas expectativas, pero también deseaba estar enamorada de él. No le importaba si era increíblemente afable o responsable; si no existía un mínimo de pasión, no podía —ni quería— imaginar pasar la vida junto a él. No sería justo ni para ella ni para él. Quería un hombre que fuera tierno y afable, pero que al mismo tiempo la hiciera vibrar, sentirse viva. Soñaba con un compañero que le masajeara los pies después de un largo día en la biblioteca, pero que también estuviera a la misma altura intelectual que ella; alguien romántico, por supuesto, que le comprara flores sin ninguna razón en particular.

Tampoco era pedir demasiado, ¿no?

Según
Glamour, Ladies' Home Journal,
y
Good House—keeping
—revistas que Lexie recibía en la biblioteca—, sí que era pedir demasiado. En cada artículo se aseguraba que mantener viva la chispa en una relación dependía única y exclusivamente de la mujer. Pero ¿no se suponía que una relación se basaba precisamente en eso, en un pacto entre dos personas? ¿No tenía cada uno de los implicados que procurar colmar las expectativas del otro?

Ese era precisamente el problema de muchas de las parejas casadas que conocía. En todo matrimonio debía de existir un equilibrio entre hacer lo que a uno le apetecía y lo que la pareja quería, y mientras que el hombre y la mujer aceptaran ese compromiso, todo iba bien. Pero los problemas surgían cuando ambos empezaban a hacer lo que querían sin tener en cuenta las necesidades del otro. Un marido decidía de repente que necesitaba más sexo y lo buscaba en un contexto ajeno a la pareja; una esposa decidía que necesitaba más afecto, y actuaba del mismo modo que su marido. Para que un matrimonio funcionara, como en cualquier otra relación, era necesario subordinar las necesidades propias a las del otro, con la esperanza de que el cónyuge actuaría consecuentemente. Y mientras los dos miembros mantenían el pacto, todo iba viento en popa en su universo particular.

Sin embargo, ¿cómo era posible actuar de ese modo si una no estaba enamorada de su marido? Lexie no estaba segura. Doris, en cambio, tenía la respuesta: «Mi pequeña Lexie, esos sentimientos desaparecen tras los dos primeros años de casados», aseveraba ella, a pesar de que para Lexie la relación de sus abuelos había sido más que envidiable. Su abuelo era el típico hombre romántico por naturaleza. Hasta prácticamente el final de sus días, siempre se afanaba por abrirle la puerta del coche a Doris y darle la mano cuando salían a pasear. Jamás le había sido infiel, la adoraba y a menudo soltaba algún que otro comentario acerca de lo afortunado que era de haber encontrado a una mujer como ella. Cuando falleció, una parte de Doris también empezó a morirse. Primero fue el ataque al corazón, y ahora su artritis, que cada vez se agravaba más. Era como si estuvieran predestinados a vivir juntos. Cuando comparaba la relación de sus abuelos con los consejos que Doris le daba, se quedaba meditativa, pensando si Doris había sido simplemente afortunada al encontrar a un hombre como él, o si había sabido intuir alguna cosa más en su esposo de antemano, algo que le corroborara que él era su pareja ideal.

Y lo que era aún más importante, ¿por qué diantre le daba a Lexie por pensar en el matrimonio otra vez?

Probablemente porque estaba allí, en casa de Doris, el hogar donde se había criado tras la muerte de sus padres. Se sentía cómoda, arropada en ese espacio tan familiar, cocinando con su abuela. Recordó cuando de niña pensaba que un día viviría en una casa similar, resguardada de las inclemencias del tiempo por un tejado de hojalata, sobre el que la lluvia resonaba de un modo tan virulento al caer que parecía que no podía llover con tanta tuerza en ninguna otra parte del mundo, y con unas ventanas antiguas con los marcos repintados tantas veces que casi resultaban imposibles de abrir. Y ahora vivía en una casa parecida. bueno, por lo menos a simple vista podría parecer que la casa de Doris y la suya eran similares. Estaban construidas en la misma área, aunque Lexie jamás había conseguido duplicar los aromas estofados de los domingos al mediodía, el suave perfume de las sábanas secadas al sol, el penetrante olor de la vieja mecedora donde su abuelo había descansado durante tantos años: esa clase de olores reflejaba una existencia cómoda, lenta y tranquila; y cada vez que abría la puerta de esa casa, se sentía invadida por un sinfín de recuerdos de la infancia.

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