Fantasmas del pasado (16 page)

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Authors: Nicholas Sparks

—Me encanta tu sistema de clasificación —apuntó él, señalando hacia las pilas de papeles sobre la mesa—. Tengo uno muy parecido en casa.

Una sonrisa se escapó de los labios de Lexie mientras él se acercaba a la mesa y miraba por la ventana.

—Y además, una vista fabulosa. ¡Vaya primer plano de la casa del vecino y del aparcamiento!

—Me parece que esta mañana está de un óptimo humor, señor Marsh.

—¿Y cómo no voy a estarlo? He dormido en una cámara refrigeradora llena de animales muertos. O mejor dicho, apenas he dormido. Me he pasado la noche escuchando ruidos extraños procedentes del bosque.

—Me preguntaba si le habría gustado Greenleaf. He oído que es un sitio bastante rústico.

—No creo que «rústico» sea el adjetivo más apropiado para describir ese lugar. Y para colmo, esta mañana he coincidido con la mitad del pueblo a la hora del desayuno.

—Entonces supongo que ha ido al Herbs —dedujo ella.

—Pues sí, y no te he visto por allí.

—No, estoy demasiado ocupada. Prefiero empezar el día con un poco de paz.

—Tendrías que haberme avisado.

Lexie sonrió.

—No me lo preguntó.

Él se echó a reír, y Lexie hizo una señal hacia la puerta con la mano, como invitándolo a que la acompañara.

Mientras se dirigía a la sala de los originales con él, se fijó en que Jeremy estaba de muy buen humor a pesar de su indiscutible cansancio, pero ese detalle todavía no tenía suficiente peso como para confiar en él.

—¿No conocerás por casualidad a Hopper, el ayudante del sheriff? — inquirió él.

Ella lo miró con evidente curiosidad.

—¿Rodney?

—Sí, creo que se llama así. ¿Qué le pasa? Esta mañana me ha dado la impresión de que no le gusta nada mi presencia en el pueblo.

—Oh, pero si no es más que un corderito.

—Pues a mí no me lo ha parecido.

Lexie se encogió de hombros.

—Probablemente se ha enterado de que piensa pasar bastantes horas en la biblioteca. Siempre adopta esa actitud protectora conmigo. Le gusto desde hace años.

—Pues háblale bien de mí, si no te importa.

—No se preocupe, lo haré.

Jeremy esperaba algún comentario mordaz, pero cuando vio que Lexie respondía con tanta afabilidad, esbozó una mueca en señal de grata sorpresa.

—Gracias —le dijo.

—No hay de qué. Pero no haga nada que me obligue a cambiar de opinión.

Continuaron andando en silencio hasta la sala de los originales. Ella entró primero y encendió la luz.

—Le he estado dando vueltas a su proyecto, y creo que hay algo que debería saber.

—¿Ah, sí?

Ella le refirió las dos investigaciones previas que se había llevado a cabo en el cementerio y acto seguido añadió:

—Si me concede unos minutos, creo que puedo encontrar esa información.

—Te lo agradeceré mucho. Sólo por curiosidad, ¿por qué no me lo contaste ayer?

Ella sonrió sin contestar.

—Deja que lo adivine… ¿Porque no te lo pregunté?

—Sólo soy una bibliotecaria, no puedo leer los pensamientos.

—¿Como tu abuela? Ah, no, espera, tu abuela es adivina, ¿no?

—Pues sí. Y puede predecir el sexo de un bebé antes de que nazca.

—Eso he oído —dijo Jeremy.

Los ojos de Lexie destellaron con fiereza.

—Es cierto, Jeremy. Lo creas o no, puede hacer esas cosas.

—¡Eh! ¡Me has tuteado! — exclamó él animadamente.

—Sí, pero no te hagas ilusiones. Tú mismo me pediste que lo hiciera, ¿recuerdas?

—Lo sé, Lexie —pronunció él.

—Tampoco te excedas en la confianza —proclamó ella, pero mientras hablaba, Jeremy se dio cuenta de que Lexie aguantaba la mirada más rato de lo normal, y eso le gustó.

Le gustó mucho.

Capítulo 7

Jeremy se pasó el resto de la mañana encorvado sobre una pila de libros y los dos artículos que Lexie había encontrado. El primero, escrito en 1958 por un profesor de folclore de la Universidad de Carolina del Norte y publicado en el
Journal of the South,
parecía haber sido concebido como una respuesta al relato de la leyenda por parte de A. J. Morrison. El artículo citaba algunas frases del trabajo de Morrison, resumía la leyenda y narraba la visita del profesor al cementerio durante más de una semana seguida. En cuatro de esas noches, había presenciado las luces. Por lo menos, el autor se había esforzado en intentar hallar la causa: se había dedicado a contar el número de casas en el área circundante (dieciocho en total, a un kilómetro y medio a la redonda del cementerio, y, sorprendentemente, ninguna en Riker's Hill) y también había anotado el número de coches que pasaron durante los dos minutos siguientes a la aparición de las luces. En dos casos, la diferencia de tiempo resultó inferior a un minuto. En los otros dos casos, no obstante, no pasó ni un solo coche, lo cual parecía eliminar la posibilidad de que los faros de los automóviles pudieran ser el origen de los «fantasmas».

El segundo artículo sólo era un poco más informativo. Publicado en 1969 en un número de
Coastal Carolina,
una revista de escasa difusión que acabó por desaparecer en 1980, el artículo hacía hincapié en el hecho de que el cementerio se estaba hundiendo, así como en los desperfectos consecuentes. El autor también mencionaba la leyenda y la proximidad a Riker's Hill, y si bien él no había visto las luces —había visitado el cementerio durante los meses de verano—, se apoyaba en los relatos de algunos testigos para especular sobre un número de posibilidades, en las que Jeremy ya había pensado.

La primera era la descomposición de la vegetación, que a veces provoca unas pequeñas llamaradas y unos vapores conocidos como gases de las ciénagas. En un área costera como ésa, Jeremy sabía que no podía descartar esa idea por completo, aunque pensaba que era poco probable, puesto que las luces surgían en noches frías y con niebla. También podían ser «luces de terremotos», es decir, cargas atmosféricas eléctricas generadas por el movimiento y la fricción de las rocas en las profundidades de la corteza terrestre. También hacía referencia a la teoría de los faros de los coches, igual que a la idea de la refracción de la luz estelar y la del destello fosforescente emitido por determinados hongos en un bosque en descomposición. El autor citaba las algas, que también podían brillar de forma fosforescente, e incluso mencionaba la posibilidad del efecto de Novaya Zemlya, una isla en la que los rayos de luz se curvan a causa de las capas adyacentes de aire a diferentes temperaturas, por lo que parecen brillar. Y, como posibilidad final, concluía que podía ser el fuego de San Telmo, que son pequeñas chispas o descargas eléctricas que saltan de los objetos punzantes y metálicos cuando se avecinan tormentas.

En resumidas cuentas, el autor decía que podía ser cualquier cosa.

A pesar de que los artículos no ofrecían conclusiones concisas, por lo menos ayudaron a Jeremy a aclarar sus propias ideas. En su opinión, las luces estaban relacionadas con algún fenómeno geográfico. La colina de detrás del cementerio parecía ser el punto más elevado en cualquier dirección, y el hundimiento del cementerio hacía que la niebla fuera más densa en esa área en particular. Todo eso significaba luz refractada o reflejada.

Sólo necesitaba concretar el origen, y para ello tenía que averiguar cuándo aparecieron las luces por primera vez. Y no de un modo aproximado, sino la fecha exacta, para poder determinar qué sucedía en el pueblo en ese momento: si pasaba por una fase de cambios determinantes —un nuevo proyecto de construcción, una nueva fábrica, o algo en esa línea—, entonces posiblemente podría hallar la causa. O si pudiera ver las luces —lo cual de momento descartaba—, su trabajo podría ser aún más sencillo. Si surgían a media noche, por ejemplo, y en ese momento no pasaba ningún coche, podría inspeccionar la zona, examinando la ubicación de las casas habitadas que difundían luz por las ventanas, la proximidad de la carretera, o incluso el tráfico fluvial. Las barcas constituían una posibilidad, si éstas eran lo suficientemente grandes.

Por segunda vez volvió a repasar la pila de libros. Tomó notas adicionales sobre los cambios que el pueblo había experimentado a lo largo de los años, poniendo un énfasis especial en los cambios acontecidos a finales de siglo.

Mientras transcurrían las horas, la lista aumentaba. A principios del siglo xx hubo un bum inmobiliario que duró desde 1907 hasta 1914, y durante ese período la parte norte del pueblo creció considerablemente. El pequeño puerto sufrió una ampliación en 1910, luego otra en 1916, y una última en 1922; combinado con las canteras y las minas de fósforo, la excavación en la zona se hizo extensiva. La línea del ferrocarril se empezó a construir en 1898 y continuó expandiéndose por varias áreas del condado hasta 1912. En 1904 tendieron un puente de caballetes de madera sobre el río, y desde 1908 hasta 1915 edificaron tres grandes fábricas: un molino textil, una mina de fósforo y una fábrica de papel. De las tres, sólo la fábrica de papel continuaba operativo —el molino textil había cerrado sus puertas cuatro años antes, y la mina lo hizo en 1987—, así que eso parecía eliminar las otras dos fábricas como posibilidades.

Revisó los datos de nuevo para confirmar que eran correctos, y volvió a apilar los libros para que Lexie pudiera colocarlos en las estanterías pertinentes. Se acomodó en la silla, estiró los brazos y las piernas entumecidas y echó un vistazo al reloj. Ya casi era mediodía. Pensó que había aprovechado bien las horas y miró de soslayo hacia la puerta entreabierta a sus espaldas.

Lexie no había regresado para ver cómo le iba. En cierto modo le gustaba el hecho de no saber exactamente a qué atenerse con ella, y por un momento deseó que ella viviera en Nueva York o en algún lugar cercano. Habría sido interesante ver por qué cauce habrían discurrido sus vidas si se hubieran cruzado en la ciudad. Un momento más tarde, Lexie apareció en la puerta.

—Hola, ¿qué tal va? — saludó ella. Jeremy se dio la vuelta.

—Muy bien, gracias. Ella se puso la chaqueta y dijo:

—Voy a buscar algo para comer, y me preguntaba si querrías que te trajera algo.

—¿Vas al Herbs? — preguntó Jeremy.

—No. Si esta mañana has pensado que había demasiada gente a la hora del desayuno, tendrías que ver cómo se llena el local al mediodía. Pero puedo comprarte algo en la tienda de comida preparada de vuelta a la biblioteca.

Él dudó sólo un instante.

—Mira, ¿qué te parece si voy contigo a comer? Me irá bien estirar las piernas. Me he pasado toda la mañana aquí encerrado, así que me apetece cambiar de aire. Quizá podrías enseñarme un poco el pueblo. — Hizo una pausa—. Si te parece bien, por supuesto.

Lexie estuvo a punto de decir que no, pero entonces se acordó de las palabras de Doris, y sus pensamientos se nublaron.

«Muchas gracias por meter las narices en mi vida, Doris», pensó Lexie. A pesar de que su intuición le hacía decantarse por rechazar la oferta, acabó aceptando.

—De acuerdo. Pero sólo dispongo de una hora para comer, así que dudo que te sirva de mucho.

Jeremy pareció tan sorprendido como ella ante su respuesta positiva. Se puso de pie y la siguió hasta la puerta.

—No te preocupes; con cualquier cosa estaré más que satisfecho —repuso él—. Así podré empezar a completar los interrogantes que tengo por el momento. Creo que es importante saber lo que sucede en un lugar como éste.

—¿Te refieres a nuestro pueblucho?

—Nunca he dicho que sea un pueblucho.

—Ya, pero es lo que piensas. En cambio, yo amo este lugar.

—Lo supongo, ¿por qué si no vivirías aquí?

—Porque no es Nueva York, por ejemplo.

—¿Has estado allí?

—Viví en Manhatan, en el 69 West.

Jeremy casi dio un traspié.

—¡Pero si eso está sólo a escasas manzanas de donde yo vivo!

Ella sonrió.

—El mundo es un pañuelo, ¿eh?

Jeremy caminó apresuradamente intentando no perder el paso mientras se aproximaban a las escaleras.

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—No —contestó ella—. Viví allí con mi novio durante casi mi año. Él trabajaba en Morgan Stanley, y yo estaba de interina en la biblioteca de la Universidad de Nueva York.

—No puedo creerlo…

—¿El qué? ¿Que viviera en Nueva York o que me marchara de allí? ¿O que viviera cerca de ti? ¿O que viviera con mi novio?

—Todo… O nada. No estoy seguro.

Estaba intentando imaginarse a la bibliotecaria de esa pequeña localidad viviendo en su barrio. Al darse cuenta de la expresión de su cara, Lexie se echó a reír.

—Igualito a los demás, ¿lo sabías? — soltó ella.

—¿A quién te refieres?

—A los orgullosos urbanitas de Nueva York. Os pasáis la vida creyendo que no existe otro lugar más especial en el mundo entero, y que ningún otro lugar vale la pena.

—Tienes razón —admitió Jeremy—. Pero eso es porque el resto del mundo no puede hacerle sombra a esa maravilla de ciudad.

Lexie lo miró fijamente, con una mueca de disgusto que transmitía claramente el siguiente mensaje: «No has dicho lo que creo haber oído, ¿verdad?».

Él se encogió de hombros, con expresión inocente.

—Quiero decir que Greenleaf Cottages no se puede comparar exactamente al Four Seasons o al Plaza, ¿no te parece? Vamos, incluso tú tienes que admitirlo.

Ella no respondió. Lo miró con desdén y aceleró el paso. En ese momento estuvo segura de que Doris se había equivocado.

Jeremy se sentía incómodo, pero no quería dar el brazo a torcer.

—Vamos, admítelo. Sabes que tengo razón.

Justo entonces llegaron a la puerta de la entrada de la biblioteca, y él se adelantó para abrirla y cederle el paso a Lexie. Detrás de ellos, la anciana que hacía las veces de conserje los observaba atentamente. Lexie mantuvo la boca cerrada hasta que estuvieron fuera del edificio, entonces se volvió hacia él y profirió:

—Para que te enteres, la gente no vive en hoteles, sino en comunidades —espetó—. Y eso es lo que tenemos aquí: una comunidad donde la gente se conoce y se ayuda; donde los niños pueden jugar en la calle incluso cuando cae la noche, sin temor a que un desconocido les haga daño.

Jeremy levantó los brazos, en actitud defensiva.

—Oye, no me malinterpretes. Me encantan las comunidades. Precisamente yo crecí en un sitio parecido. Conocía a cada familia del vecindario porque esa gente había vivido allí durante muchos años. Algunos aún siguen viviendo en el barrio. Créeme, sé perfectamente lo importante que es sentirse parte de una comunidad, y lo importante que es que los padres sepan lo que hacen sus hijos a todas horas y con quién salen. Así me crié yo. Estuviéramos donde estuviésemos, los vecinos nos tenían a todos los niños controlados. Lo que quiero decir es que también es posible encontrar esa clase de comunidades en Nueva York, según donde vivas, claro. El barrio en el que vivo ahora no es precisamente un buen ejemplo de comunidad; está abarrotado de gente joven a la que básicamente sólo le interesa trabajar hasta horarios intempestivos para optar a un futuro mejor. Pero pásate un día por Park Slope en Brooklyn o Astoria en Queens y verás los parques llenos de pandillas de críos, jugando a baloncesto o a fútbol, o haciendo prácticamente las mismas cosas que hacen los niños aquí.

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