Read Fantasmas del pasado Online
Authors: Nicholas Sparks
Lexie siempre se había imaginado que de mayor acabaría rodeada por su propia familia, incluso con retoños, pero no había sido así. Había tenido dos noviazgos serios: la larga relación con Avery, que había iniciado en la universidad, y después otra con un muchacho de Chicago que un verano vino al pueblo a visitar a sus primos. Era el típico hombre ilustrado: hablaba cuatro idiomas y había estudiado un año en la London School of Economics gracias a una beca universitaria de béisbol. Era encantador y exótico, y ella se enamoró perdidamente, como una boba. Soñó que él se quedaría en Boone Creek, pues parecía sentirse a gusto en el pueblo, pero un sábado por la mañana se despertó y se enteró de que el señor sabelotodo había decidido regresar a Chicago. Ni siquiera se molestó en despedirse de ella.
¿Y después de eso? Nada serio. Un par de idilios que habían durado unos seis meses y que la habían dejado absolutamente impasible; uno con un médico de la localidad, y el otro con un abogado. Los dos se le habían declarado, pero Lexie no había sentido ni la magia ni el cosquilleo o lo que se suponía que una debía sentir para decidirse a dar un paso más en esa clase de relaciones. En los dos últimos años, sus salidas con hombres habían sido más bien limitadas, a menos que contara a Rodney Hopper, el ayudante del sheriff del pueblo. Había salido con él una docena de veces, una vez al mes aproximadamente, normalmente al alguna fiesta benéfica a la que deseaba asistir. Al igual que ella, Rodney había nacido y se había criado en Boone Creek, y de chiquillos habían compartido muchas horas de juegos en los columpios del parque situado detrás de la iglesia episcopal. El bebía los vientos por ella, y en alguna ocasión la había invitado a tomar una copa en el Lookilu. A veces Lexie se preguntaba por qué no se decidía a salir con él en serio, pero es que Rodney… Rodney estaba demasiado interesado en pescar, cazar y levantar pesas, y en cambio no mostraba ningún interés por los libros o por cualquier cosa que sucediera más allá de los confines del pueblo. Sí, era un chico agradable, y a veces pensaba que sería un buen marido; pero no para ella.
Así pues, ¿qué opciones le quedaban?
En casa de Doris, tres veces a la semana, se perdía en esos pensamientos, esperando las inevitables preguntas sobre el amor de su vida.
—¿Qué te ha parecido? — le preguntó Doris súbitamente.
Lexie no pudo evitar sonreír.
—¿Quién? — inquirió, haciéndose la despistada.
—Jeremy Marsh. ¿A quién crees que me refería?
—No lo sé. Por eso te lo he preguntado.
—Deja de evitar el tema. Me he enterado de que ha pasado un par de horas en la biblioteca.
Lexie se encogió de hombros.
—Parece afable. Le he ayudado a encontrar algunos libros que necesitaba para su investigación, eso es todo.
—¿No has hablado con él?
—Claro que hemos hablado. Como tú misma has dicho, se ha pasado bastante rato en la biblioteca.
Doris esperó a que Lexie agregara algo más, pero al ver que no lo hacía, lanzó un prolongado suspiro.
—Pues a mí me ha parecido encantador —precisó Doris—. Todo un caballero.
—Ya, todo un caballero —reiteró Lexie.
—Por el tono en que lo dices, no pareces muy convencida.
—¿Qué más quieres que diga?
—Bueno… ¿Lo embaucaste con tu arrolladora personalidad?
—¿Y eso qué importa? Sólo se quedará en el pueblo un par de días.
—¿Te he contado alguna vez cómo conocí a tu abuelo?
—Innumerables veces —contestó Lexie, recordando perfectamente la historia. Se habían conocido en un tren de camino a Baltimore; él era de Grifton, y ese día iba a una entrevista para un puesto de trabajo, pero nunca llegó a hacer esa entrevista, porque prefirió quedarse con ella.
—Entonces ya sabes que hay muchas posibilidades de conocer a alguien cuando uno menos se lo espera.
—Eso es lo que siempre predicas.
Doris le guiñó el ojo.
—Claro, porque creo que necesitas que alguien te lo repita constantemente.
Lexie llevó la ensaladera a la mesa.
—No te preocupes por mí. Soy feliz. Me encanta mi trabajo, tengo buenos amigos, dispongo de tiempo para leer y salir a correr y hacer las cosas que me gustan.
—Y no olvides la suerte que tienes de tenerme a tu lado.
—Exactamente —afirmó Lexie—. ¿Cómo podría olvidarme de ese detalle tan importante?
Doris soltó una carcajada y se concentró nuevamente en la sartén. Por un momento la cocina quedó sumida en un silencio absoluto, y Lexie respiró aliviada. Por lo menos el tema había quedado zanjado; y gracias a Dios, Doris no había sido demasiado insistente. Ahora, pensó, podrían disfrutar de una cena tranquila.
—Pues yo lo encuentro bastante atractivo —Doris volvió a la carga.
Lexie no dijo nada; en lugar de eso tomó un par de platos y algunos utensilios antes de dirigirse a la mesa. Quizás era mejor si fingía no oírla.
—Y para que te enteres, hay más cosas de él que no sabes —continuó—. Por ejemplo, que no es como te lo imaginas.
Fue la forma de expresarse lo que provocó que Lexie se detuviera en seco. Había oído ese mismo tono un par de veces en el pasado: una vez que quiso salir con sus amigos del instituto y Doris la previno para que no lo hiciera, y cuando quiso hacer un viaje a Miami unos años antes y Doris intentó evitarlo. En la primera ocasión, los amigos con los que tenía que salir sufrieron un accidente de tráfico, y en la segunda ocasión, la ciudad de Miami se vio sumida en un caos y el hotel donde planeaba alojarse sufrió graves disturbios.
Sabía que a veces Doris podía presentir cosas. No tanto como la propia madre de Doris, pero a pesar de que casi nunca daba demasiadas explicaciones, Lexie tenía la certeza de que su abuela presentía cosas que iban a suceder.
Completamente ajeno al hecho de que las líneas de teléfono del pueblo estaban prácticamente bloqueadas a causa de la algarabía que había provocado su presencia en la localidad, Jeremy yacía tumbado en la cama, arrebujado con la colcha, mirando las noticias locales mientras esperaba ver la información sobre el tiempo, maldiciéndose por no haber seguido su impulso inicial y haberse alojado en otro hotel. De haberlo hecho, ahora no estaría rodeado por las escalofriantes obras de arte de Jed.
Obviamente, ese tipo tenía mucho tiempo libre.
Y muchas balas, o perdigones, o un robusto parachoques en su camioneta, o el cacharro que utilizara para matar a todos esos bichos. En su habitación había doce especímenes; con la excepción de un segundo oso disecado, le estaban haciendo compañía los representantes de todas las especies zoológicas de Carolina del Norte. Sin duda, si Jed hubiera contado con otro ejemplar de oso, lo habría incluido en la exposición.
A pesar de ese pormenor, la habitación no estaba tan mal, siempre y cuando no se le ocurriera intentar conectarse a internet con su portátil, calentar la habitación por otra vía que no fuera la chimenea, solicitar el servicio de habitaciones, mirar la tele por cable, o incluso marcar un número de teléfono en un aparato de teclas. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía un teléfono de disco? ¿Diez años? Incluso su madre había sucumbido al mundo moderno en esa cuestión.
Pero Jed no. Ni hablar. Obviamente, el bueno de Jed tenía sus propias ideas sobre qué era importante para hacer la vida más cómoda a sus clientes.
El único atractivo de la habitación era un porche acogedor en la parte trasera del búngalo, con una buena panorámica del río. Había incluso una mecedora, y Jeremy consideró la posibilidad de sentarse un rato fuera hasta que se acordó de las serpientes. Entonces se preguntó qué había querido decir Gherkin cuando comentó que todo había sido por culpa de unos malos entendidos. No le había gustado nada esa excusa tan escueta. Debería de haberle pedido más explicaciones, del mismo modo que también debería de haber preguntado dónde podía encontrar leña para la chimenea. La habitación era un témpano de hielo, pero tenía la desagradable sospecha de que Jed no contestaría al teléfono si intentaba contactar con recepción. Y además, Jed le daba miedo.
Justo entonces apareció el hombre del tiempo en la tele. Armándose de valor, Jeremy se incorporó de un salto de la cama para subir el volumen del aparato. Moviéndose con tanta celeridad como pudo y sin dejar de temblar, ajustó el volumen y después se metió rápidamente otra vez debajo de la colcha.
Los anuncios reemplazaron inmediatamente al meteorólogo. ¡Cómo no!
Se estaba preguntando si esa noche debía sacar la nariz por el cementerio, pero quería averiguar si habría niebla. Si no, se dedicaría simplemente a dormir. Había sido un día muy largo; lo había iniciado en el mundo moderno, había retrocedido cincuenta años, y ahora estaba durmiendo entre bichos muertos dentro de una nevera. Indudablemente no era algo que le sucediera cada día.
Y, por supuesto, no podía olvidarse de Lexie. Lexie a secas, ya que no sabía su apellido. Lexie la misteriosa, a la que le gustaba flirtear para luego batirse en retirada, para luego flirtear otra vez. Porque había flirteado con él, ¿no? La forma en que se dirigía a él como «señor Marsh», el comentario mordaz sobre el entierro… Sí, definitivamente estaba flirteando con él.
¿O no?
El hombre del tiempo volvió a aparecer, con aspecto fresco, como recién salido de la universidad. No podía tener más de veintitrés o veinticuatro años, y no le cabía la menor duda de que se trataba de su primer trabajo. Exhibía esa mirada de cervatillo deslumbrado por los faros de un coche pero entusiasta a la vez.
Por lo menos parecía competente. No tartamudeaba, y Jeremy supo casi de inmediato que no abandonaría la habitación. Se esperaban cielos despejados durante toda la noche, y tampoco mencionó nada sobre la posibilidad de niebla al día siguiente.
«¡Vaya con mi racha de suerte!», pensó.
La mañana siguiente, después de ducharse con un chorro de agua tibia, Jeremy se puso un par de vaqueros, un jersey y una americana marrón de piel, y se dirigió hacia el Herbs, que parecía ser el lugar más concurrido a esa temprana hora en el pueblo. Cuando entró, avistó al alcalde Gherkin charlando con un par de individuos trajeados, y a Rachel ocupada sirviendo algunas mesas. Jed estaba sentado en una de las mesas al final de la sala; parecía una mole. Tully ocupaba una de las mesas centrales con otros tres tipos, y como era de esperar, llevaba la voz cantante del grupo. La gente inclinó la cabeza cuando Jeremy se abrió paso entre las mesas, y el alcalde levantó la taza de café a modo de saludo.
—Vaya, vaya, buenos días señor Marsh —exclamó Gherkin en voz alta—. ¿Ya has considerado qué cosas positivas vas a escribir sobre nuestro pueblo?
—Seguro que sí —intervino Rachel inesperadamente.
—Espero que haya encontrado el cementerio —dijo Tully arrastrando las palabras. Se inclinó hacia el resto del grupo reunido en su mesa—. Ese es el médico del que os hablaba.
Jeremy saludó con la cabeza, intentando evitar que alguno de los presentes lo acorralara en una conversación. Jamás había sido una persona madrugadora, y para colmo no había pasado una buena noche. El frío, el olor a muerte y las pesadillas sobre serpientes podían provocar un imprevisto malestar en cualquiera. Ocupó un sitio en una de las mesas más alejadas, y Rachel se acercó eficientemente, con una cafetera en la mano.
—¿Hoy no vas a ningún entierro? — se rio ella.
—No. He decidido optar por una línea más informal.
—¿Café, cielo?
—Sí, por favor.
Rachel colocó una taza delante de él y la llenó hasta el borde.
—¿Quieres la especialidad del día? Todos dicen que hoy está sabrosísima.
—¿Cuál es la especialidad del día?
—Tortilla al estilo Carolina.
—De acuerdo —aceptó, sin tener la menor idea de qué era una tortilla al estilo Carolina; pero con el estómago vacío, cualquier cosa le parecía perfecta.
—¿Acompañada con
grits
y una tostada?
—Los
grits
son cereales, ¿verdad? Venga, ¿por qué no?
—Enseguida vuelvo, corazón.
Jeremy empezó a juguetear con la taza de café mientras repasaba las noticias del periódico del día anterior. La publicación estaba compuesta por cuatro páginas en total, contando la historia que ocupaba toda la portada sobre una anciana llamada Judy Roberts que acababa de celebrar su centésimo cumpleaños, un hecho destacable que sólo conseguía el 1,1 por ciento de la población. Junto al artículo había una foto del personal del asilo de ancianos sosteniendo un pequeño pastel con una única vela, mientras que la señora Roberts yacía tumbada en la cama a su lado, con aspecto comatoso.
Jeremy desvió la vista hacia la ventana, preguntándose por qué caía siempre en la trampa de ojear la prensa local. Vio una máquina dispensadora del
USA Today,
y se disponía a buscar unas monedas sueltas en el bolsillo cuando el ayudante del sheriff se sentó justo en la mesa de enfrente de él.
El individuo tenía cara de pocos amigos, y daba la impresión de estar en una excelente forma física; parecía que sus bíceps hinchados fueran a reventar las costuras de las mangas de su camisa de un momento a otro, y lucía unas gafas de sol pasadas de moda con cristales de espejos. Sí, pensó Jeremy, las típicas que exhibían los sheriffs en las series televisivas. Su mano se apoyaba en posición de reposo sobre la pistola, y en la boca tenía un mondadientes, que pasaba de un lado a otro sin parar. No dijo nada; se limitó a observarlo quedamente, lo cual le dio a Jeremy la oportunidad de ver su propio reflejo durante un buen rato.
No podía negar que ese sujeto lo intimidaba.
—¿Deseaba algo? — le preguntó Jeremy finalmente. El mondadientes se movió de un lado a otro de nuevo. Jeremy cerró el periódico, preguntándose qué diantre sucedía.
—¿Jeremy Marsh? — preguntó el oficial.
—¿Sí?
—Me lo había figurado.
Encima del bolsillo de la camisa del oficial, Jeremy distinguió una placa brillante con el nombre grabado. Otra chapa de identificación.
—Y usted debe de ser el sheriff Hopper.
—El ayudante del sheriff.
—Disculpe —dijo Jeremy titubeando—. ¿He cometido alguna infracción, oficial?
—No lo sé —repuso Hopper—. ¿Usted qué opina?
—Creo que no.
El palillo volvió a moverse en la boca del ayudante del sheriff.
—¿Está pensando en quedarse por aquí una temporada?