—Pero no creáis —dijo Burgundus a los nuevos— que vais a viajar tranquilamente. ¡Cuando Cayo Julio viaja es que viaja de verdad!
Nicomedes aún vivía cuando César llegó a Bitinia; pero la enfermedad era irreversible.
—No es otra cosa que la edad que tiene —dijo la reina Oradaltis, llorando—. ¡Cómo voy a echarle de menos! Soy su esposa desde que tenía quince años. ¿Cómo voy a arreglármelas sin él?
—Lo haréis porque no os queda más remedio —dijo César, enjugándole las lágrimas—. Veo que el perro Sila se conserva bastante ágil; él os hará compañía. Por lo que me decís, Nicomedes agradecerá la muerte. A mi me aterra la idea de seguir viviendo sin poderme valer.
—Hace diez días que se encamó —dijo Oradaltis, mientras cruzaban un pasillo de mármol— y los médicos dicen que puede morir en cualquier momento… hoy, mañana, el mes que viene… No se sabe.
Al clavar la vista en la figura consumida que yacía en el gran lecho labrado, César no pensó que pasara de aquel día. No le quedaban más que piel y huesos y su fisonomía era irreconocible; estaba seco y arrugado como una pasa. Pero al llamarle César por su nombre, abrió inmediatamente los ojos, estiró los brazos y sonrió entre lágrimas.
—¡Has venido! —exclamó con voz sorprendentemente fuerte.
—¿Cómo no iba a venir? —replicó César, sentándose en el borde de la cama para estrechar con afecto aquellas dos esqueléticas garras—. Me habéis pedido que venga y aquí estoy.
Con la presencia de César, que le trasladaba del lecho a la camilla y de ésta a un sillón para que le diera el aire y el sol, Nicomedes recobró ánimo, aunque andar ya no podía y a veces se quedaba dormido en medio de una frase para despertarse poco después sin recordar lo que había estado diciendo. Ya no podía comer alimentos sólidos y se mantenía a base de vasos de leche de cabra mezclada con vino y miel, derramando más de lo que atinaba a tomar. Es curioso, pensó el delicado y limpísimo César, que cuando esto sucede con un ser querido se reacciona distinto. No me repugna y no me apresuro a llamar a un criado para que le limpie; me causa placer cuidarle y vaciaría su orinal sin que me diera asco.
—¿Has sabido algo de tu hija? —inquirió César uno de los días en que le vio mejor dispuesto.
—Indirectamente; pero parece que sigue viva y bien en Cabeira.
—¿Y no podrías negociar con Mitrídates que la dejase volver?
—A costa del reino; lo sabes bien, César.
—Pero si ella no regresa no hay heredero.
—Bitinia tiene un heredero aquí —replicó Nicomedes.
—¿En Nicomedia? ¿Quién?
—He pensado en dejarte mi reino.
—¿A mí?
—Si, a ti. Para que seas rey.
—No, mi querido amigo; eso no es posible.
—Serás un gran rey, César. ¿No te gustaría gobernar en tus propias tierras?
—Mi tierra es Roma, Nicomedes, y, como todos los romanos, me han criado para que crea en la república.
—¿No hay manera de tentarte? —inquirió el rey, temblándole el labio inferior.
—No.
—Bitinia necesita a alguien joven y muy fuerte, César. El único que se me ocurre eres tú.
—Está la propia Roma.
—Y los romanos como Cayo Verres.
—Es cierto. Pero también hay romanos como yo. La única solución es Roma, Nicomedes. Si no quieres que Ponto usurpe el trono.
—¡Antes que eso, cualquier cosa!
—Pues deja Bitinia a Roma.
—¿Puedes redactar un testamento legal al estilo romano?
—Sí.
—Pues hazlo, César. Dejaré mi reino a Roma.
A mediados de diciembre moría el rey Nicomedes III de Bitinia, asiendo una mano de César y otra de su esposa sin despertar del sueño de despedida.
El testamento había sido enviado con tanta anticipación a Roma, que César recibió comunicado del Senado antes de que expirase el anciano de ochenta y cinco años, diciendo que había sido notificado el gobernador de la provincia de Asia, Marco Junio Junco, quien se pondría en camino hacia Bitinia para anexionarla a la provincia de Asia en cuanto muriese el rey. Como César pensaba quedarse hasta ese momento, sería él quien informase a Junco del fallecimiento.
Era decepcionante que el primer gobernador de Bitinia no fuese un hombre amable y comprensivo.
—Quiero que se inventaríen todos los tesoros y obras de arte del reino —dijo César a la reina viuda—, además del monto de las arcas reales, las flotas y los contingentes del ejército con todas las corazas, espadas, lanzas, piezas de artillería y máquinas de asedio.
—Se hará; pero ¿por qué lo pides? —inquirió Oradaltis.
—Para saber si el gobernador de la provincia de Asia se enriquece apropiándose de una sola lanza o de un solo dracma —contestó César—. ¡ En cuyo caso, yo mismo le pondría pleito en Roma y haría que le declarasen culpable! Mientras lo inventariáis todo, seis importantes romanos de los que viven en el país actuarán de testigos, así el documento constituirá una prueba irrefutable que no podrá ignorar ningún jurado senatorial.
—¡Ay! ¿Y no correré peligro?
—Vuestra persona, no. De todos modos, si podéis trasladaros a una casa privada, preferiblemente fuera de Nicomedia, en Calcedonia o Prusa, viviréis tranquila y en paz el resto de vuestros días.
—Detestas mucho a Marco Junio Junco.
—Le detesto mucho.
—¿Es un Cayo Verres?
—No creo, Oradaltis. Simplemente un codicioso. Sabiéndose el representante romano más importante de la región, me imagino que se dispondrá a robar todo aquello de lo que crea que Roma no va a pedirle cuentas; pero me da la impresión de que no van a coincidir vuestra lista y la de él. ¡ Entonces le tendremos en nuestras manos!
—¿Y no sospechará que existe un inventario?
—¡Él no! —contestó César, echándose a reír—. Se supone que los reinos orientales no practican tal precisión. La precisión es romana. Desde luego, al saber que estoy yo, pensará que yo he sido el primero en expoliar el país, y ni se le ocurrirá que nos hemos puesto de acuerdo para atraparle.
A finales de diciembre el inventario estaba hecho. La reina cambió de residencia y se marchó al pueblecito pesquero de Rheba, en la orilla euxina del extremo del Bósforo. Allí tenía Nicomedes una villa que la reina consideró ideal para vivir retirada.
—Cuando Junco quiera confiscaros la villa, le mostráis una copia de la escritura de propiedad y le decís que el original está en poder de vuestros banqueros. ¿Dónde tendréis el dinero?
—He pensado en Bizancio, que es lo que tengo más cerca.
—¡Estupendo! Bizancio no es de Bitinia y Junco no podrá examinar vuestras cuentas… ni echar mano a vuestros fondos. Le diréis, igualmente, que lo que hay en la villa es vuestro y que procede de vuestra dote. Así no podrá arrebataros nada. Por lo tanto, no incluyáis en el inventario nada de lo que os llevéis; si alguien tiene derecho a apropiarse de algo, la reina mejor que nadie.
—Bueno, he de pensar también en Nisa —dijo la anciana, entristecida—. ¿Quién sabe? Quizá pueda verla regresar antes de morir.
Llegó noticia de que Junco se había embarcado rumbo al Helesponto y que llegaría a Nicomedia al cabo de unos días, pues pensaba hacer escala en Prusa para una inspección. César trasladó a la reina a la villa, se aseguró de que se detraía lo suficiente del erario para asegurarle una renta adecuada, entregó los fondos de Oradaltis y el inventario a los banqueros de Bizancio y hacia allí se dirigió en barco con su séquito de veinte personas. Navegaría en paralelo a las costas tracias del Proponto hasta el Helesponto y así evitaría encontrarse con Marco Junio Junco, gobernador de la provincia de Asia, y gobernador ya de Bitinia.
No pensaba regresar a Roma, sino dirigirse a Rodas para estudiar con Apolonio Molon durante un año o dos. Cicerón le había convencido de que ello le serviría para pulir su oratoria, a pesar de lo buena que ya era. El no echaba de menos Roma como le sucedía a Cicerón, y tampoco echaba de menos a su familia. Por muy agradable y tranquilizador que fuese tener familia, era obligación de su esposa, hija y su madre esperar su regreso, y allí estarían cuando volviese. No se le ocurrió pensar que la muerte podría arrebatarle durante su ausencia un miembro o dos de esa familia.
Iba percatándose de lo costoso que estaba resultando el viaje, y se había negado a recibir dinero de Nicomedes y Oradaltis; sólo había pedido un recuerdo, y le habían regalado una auténtica esmeralda escita, bien distinta a las piedras más pálidas y turbias del Sinus Arabicus: un cabujón convexo del tamaño de un huevo de gallina con la efigie de los reyes de Bitinia grabada en él. No lo vendería por mucho que le dieran ni por mucha necesidad que tuviese. En cualquier caso, César nunca se preocupaba por el dinero. De momento, tenía bastante y estaba seguro de que el futuro proveería por si solo, una actitud que sacaba de quicio a su previsora madre. Pero un séquito de veinte personas y el alquiler de navíos multiplicaban por diez los gastos comparados con sus primeros viajes.
En Esmirna volvió a estar unos días con Rutilio Rufo, y se deleitó escuchando contar al anciano anécdotas de Cicerón, que le había visitado cuando regresaba de Rodas a Roma.
—¡Un individuo sorprendente! —dijo Rutilio Rufo—. Verás como no será feliz en Roma a pesar de que la adora. Yo diría que es la sal de la tierra… un hombre decente, afectuoso y anticuado.
—Te entiendo —dijo César—. Lo que sucede, tío Publio, es que es una inteligencia excepcional y un gran ambicioso.
—Como Cayo Mario.
—No, como Cayo Mario no —replicó César.
En Mileto se enteró de cómo Verres había robado los tapices y alfombras y aconsejó al etnarca que plantease un pleito al Senado de Roma.
—Aunque —añadió, cuando ya se disponía a emprender viaje a Halicarnaso— suerte habéis tenido de que no os haya robado las obras de arte y saqueado los templos, que es lo que hizo en otros sitios.
El barco que había alquilado en Bizancio era una galera mercante de cuarenta remos, bastante limpia, con una popa alta en la parte de las dos palas del timón y con camarote para él en el centro. Entre el camarote y la popa, acomodaron a las treinta mulas y caballos, incluido el caballo niseano y su querido Pezuñas. Como nunca hacían una singladura superior a cincuenta millas, en los puertos se organizaba un pequeño barullo al desembarcar y volver a embarcar los animales.
Mileto no era muy distinto de Esmirna, Pitano y otra media docena de puertos que habían tocado anteriormente; todos los que habitaban cerca del puerto sabían que el barco lo había alquilado un senador romano y mostraban gran interés. ¡Ahí estaba! ¡Un hombre joven y guapo con su blanca toga, que caminaba cual si fuese el dueño del mundo! Y, al fin de cuentas, ¿no era cierto? Era un senador romano. Naturalmente, hasta el más humilde de sus criados aportaba datos y los haraganes habituales del puerto de Mileto supieron que era aristócrata, hombre de gran inteligencia y el responsable de que el rey Nicomedes de Bitinia hubiese dejado su reino en herencia a Roma. No era de extrañar que César se alegrase cuando alzaron la pasarela, el barco levó anclas y reemprendió la navegación.
Pero hacia un hermoso día y la mar estaba en calma, soplaba un viento favorable que hinchaba la vela y ahorraba el esfuerzo de los remeros, y el capitán le aseguró que estarían en Halicarnaso al día siguiente.
A unas siete u ocho millas, junto a la costa, asomaba un farallón; el barco de César pasó plácidamente entre él y una isla.
—Farmacusa —dijo el capitán señalando hacia ella.
Navegaban rozando la isla, en la que se veía Iassus a lo lejos, en el interior, siguiendo un rumbo que les permitiese evitar la siguiente península de la accidentada costa. Farmacusa era una islita en forma de senos desproporcionados, de los cuales el situado más al sur era el mayor.
—¿Y ahí vive alguien? —inquirió César.
—Ni un pastor con sus cabras.
Estaban a punto de dejar atrás la isla, cuando una esbelta galera de guerra salió de detrás del seno más grande a gran velocidad, dispuesta a interceptar al navío de César.
—¡ Piratas! —chilló el capitán, lívido.
César, que había vuelto la cabeza para ver la estela de la nave, asintió con la cabeza.
—Sí, y por detrás viene otra galera. ¿Cuántos hombres tendrá la que nos intercepta? —inquirió.
—¿Combatientes? Cien por lo menos, y armados hasta los dientes. la de atrás?
El capitán estiró el cuello.
—Esa es mayor. Tal vez ciento cincuenta.
—Entonces, no aconsejas que resistamos.
—¡Por los dioses, senador, no! —respondió el hombre—. Nos matarían en un abrir y cerrar de ojos. Esperemos que busquen rescate, porque por la estela saben que no llevamos mercancías.
—¿Quieres decir que saben que a bordo va alguien por quien obtendrán un buen rescate?
—Ellos lo saben todo, senador. Tienen espías en todos los puertos del Egeo. Me imagino que ayer mismo saldrían a remo los espias de Mileto para darles la descripción del barco, diciéndoles que en él viajaba un senador romano.
—¿Es que los piratas tienen su base en Farmacusa?
—No, senador. Si así fuera, resultaría fácil para Mileto y Priena limpiarla. Habrán estado escondidos ahí unos días al acecho de algún barco, porque basta con unos días para que aparezca algo interesante. Es una mala suerte, ya que al ser invierno y época en que suele haber temporales, no esperaba tropezarme con piratas. ¡ Pero, desgraciadamente, el tiempo ha sido inmejorable!
—¿Y qué nos harán?
—Llevarnos a su guarida y esperar el rescate.
—¿Y dónde pueden tenerla?
—Probablemente en Licia, entre Patara y Mira.
—Muy lejos de aquí.
—A varios días de navegación.
—¿Y por qué tan lejos?
—Allí están a salvo. ¡Es un nido de piratas! La costa está llena de centenares de calas y vallecillos. Es una región en la que hay por lo menos treinta guaridas de piratas.
César permanecía imperturbable, pese a que las dos galeras ya daban alcance a la suya; se podía ver a los hombres armados en las bordas y se oían sus gritos.
—¿Y si regreso con una flota una vez rescatado y acabo con todos ellos?
—No encontraréis su escondite, senador. Hay centenares de ensenadas y todas parecen iguales. Es como el laberinto de Cnosos de la antigüedad, sólo que lineal en vez de cuadrado.
César llamó a su criado y le pidió tranquilamente la toga; cuando el hombre, aterrado, regresó con la prenda blanca cargada en un brazo, le ordenó sin inmutarse que procediese a hacerle los pliegues.