Favoritos de la fortuna (102 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Lo comprendo —dijo César, aún tembloroso—. ¡ Demasiado me he dominado! No soy violento, pero no soporto que un excremento como Hibrida me llame desviado.

—Evidentemente —dijo Varrón Lúculo tajante, recordando lo que su hermano había dicho a propósito del tema.

César hizo también una pausa para pensar con cuál de los hermanos hablaba y pensó que Varrón Lúculo sabría a qué atenerse.

—¿Podéis creeros el descaro de ese gusano? —terció Cicerón, acercándose ahora que los ánimos ya se habían calmado—. ¡ Reclamar la sponsio, por todos los dioses!

—Hace falta ser descarado —dijo César, señalando al mutilado y a su esposa.

—¡Repugnante! —exclamó Cicerón, sentándose en la escalinata del tribunal y enjugándose el rostro con el pañuelo.

—Bien —dijo César a Ifícrates, que permanecía inmóvil sin saber qué hacer—, al menos no has perdido los dos mil talentos. Y yo diría que si deseabas causar revuelo en Roma, lo has conseguido. Creo que el Senado tendrá más cuidado en el futuro con quién envía de gobernador a Macedonia. Vuelve a la hospedería y llévate a esos dos desgraciados. Lamento que sus conciudadanos tengan que seguir manteniéndolos, pero ya te previne.

—Yo sólo lamento una cosa —dijo Ifícrates, alejándose—. Que no hayamos podido castigar a Cayo Antonio Híbrida.

—No hemos conseguido arruinarle —replicó César—, pero tendrá que marcharse de Roma. Y pasará mucho tiempo para que ose asomar su cara por la ciudad.

—¿Crees que Hibrida ha sobornado realmente a nueve tribunos de la plebe? —inquirió Cicerón.

—¡De eso, cuando menos, estoy seguro! —espetó Cetego, todavía acalorado—. Aparte de Sicinio, a pesar de cuánto le detesto, los tribunos de la plebe de este año son una escoria.

—¿Y por qué habían de ser espléndidos? —dijo César, aún bajo los efectos de la cólera—. No hay gloria alguna en ostentar actualmente un cargo que no sirve para nada.

—Me pregunto cuánto habrá tenido que pagar Hibrida a esos nueve tribunos de la plebe —añadió Cicerón, sin dejar de pensar en su tesis.

—Unos cuarenta mil por cabeza —dijo Cetego, torciendo el gesto.

—¡Cetego, con qué seguridad lo dices! —comentó Varrón Lúculo, poniendo los ojos en blanco—. ¿Cómo lo sabes?

El rey de los pedarios del Senado contuvo su cólera; no era su estilo y, por otra parte, era comprensible la pregunta. Y comenzó a contestar, enarcando las cejas con el acostumbrado tonillo lento y pesado.

—Mi querido praetor peregrinus, yo conozco en todos sus detalles la codicia de los senadores, y podría decirte el precio en sestercios de todos los sobornables. En cuanto a esa escoria: cuarenta mil por cabeza.

Y eso era lo que Cayo Elio Estaeno había pagado, como estaba averiguando Hibrida; porque se había reservado nueve mil sestercios.

—¡Devuélvemelos! —dijo el torturador—. ¡Dame los sestercios, Estaeno, o te saco los ojos con mis propias manos! ¡Tus dos mil talentos me han costado ya trescientos sesenta mil sestercios!

—Ten en cuenta que fue idea mía recurrir al ius auxilii ferendi —replicó Estaeno sin amedrentarse—. Me quedo con los nueve mil. En cuanto a ti, da gracias a los dioses por no haber perdido toda tu fortuna.

El revuelo que suscitó la frustrada vista tardó un tiempo en calmarse y sus consecuencias duraron bastante. Una de ellas fue que aquel año el colegio de los tribunos de la plebe figuró en los anales de los cronistas políticos como uno de los más vergonzosos; otra, que Macedonia quedó en manos de gobernadores responsables, no por ello menos belicosos. Cneo Sicinio no volvió a hablar en el Foro de recuperar los plenos poderes del tribunado de la plebe, la fama de abogado de César subió como la espuma y Cayo Antonio Hibrida se ausentó de Roma y de todos los lugares romanos durante varios años. De hecho, emprendió viaje a la isla de Cefalonia en el mar Jónico, en donde era el único ser civilizado (si así podía llamársele), y halló varios antiguos enterramientos en túmulo llenos de tesoros: dagas con preciosas incrustaciones, máscaras de oro, jarras de cobre, copas de cristal y montones de alhajas, de muchísimo más valor que los dos mil talentos y suficientes para asegurarle el consulado cuando regresase aunque tuviese que comprar hasta el último voto.

Sólo un incidente más animó la vida de César al año siguiente, que pasó en Roma dedicado a la abogacía cada vez con mayor éxito. Había un tribuno de la plebe llamado Quinto Opimio, y el segundo cónsul, Cayo Aurelio Cotta, era tío de César y había propuesto en el Senado que a los tribunos de la plebe se les autorizase a aspirar a cargos más altos. Arrastrada por la oratoria de Cayo Cotta e influida por el escándalo del año anterior, la cámara envió a la asamblea plebeya un senatus consultum solicitando que los tribunos de la plebe volvieran a ser autorizados a ser candidatos a magistraturas más altas, y la asamblea elevó complacida el decreto a rango de ley.

El que más enconadamente se opuso a ello fue Catulo, quien se enemistó por ello con Opimio; él había intervenido para que Opimio fuese gravemente multado por alzar su veto a la modificación de las leyes de Sila, cuando el año anterior Cayo Cotta presentó una cláusula para regular las rentas del ager publicus a falta de censores. Ahora, Opimio, alineado con Cayo Cotta, se dedicaba a amargar la vida a Catulo con sus intervenciones mezcla de ironía y arenga, lo que provocaba en César no pocas sonrisas.

Cicerón no estuvo aquel año en Roma. Elegido cuestor, le tocó en suerte Lilibeo en Sicilia occidental y allí sirvió a las órdenes del gobernador Sexto Peduceo. Como, en virtud de su cargo, era miembro del Senado, no lamentó marchar de Roma (aunque a él le habría gustado un destino en Italia, y maldijo su mala suerte) y se entregó con entusiasmo a su trabajo, fundamentalmente relacionado con el abastecimiento de trigo. Fue un mal año, pero los cónsules habían previsto eficazmente la carestía adquiriendo grandes cantidades de grano de reserva en Sicilia para venderlo a precio bajo en Roma, aprobando una lex frumentaria.

Como a casi todos los letrados, a Cicerón le encantaba escribir y recibir cartas y ya antes de aquel año, en que cumplía treinta y uno, mantenía copiosa correspondencia; pero fue durante esta época en Sicilia cuando más abundaría su actividad epistolar, merced a un constante intercambio de cartas con el erudito plutócrata Tito Pomponio Atico. Gracias a Atico, la soledad de aquellos meses sin fin en Lilibeo tuvo su compensación por el aluvión de informaciones y cotilleos de cuanto sucedía en Roma.

Decía Atico en una misiva cursada hacia el final de la estancia de Cicerón en Sicilia:

Los previstos disturbios por la carestía no se han producido, gracias a que Roma ha sido afortunada con sus cónsules. Hablé con Marco, el hermano de Cayo Cotta, que es cónsul electo para el próximo año. Le pregunté por qué en esta nación de hombres inteligentes la gente sigue viéndose obligada de vez en cuando a subsistir a base de mijo y nabos. Ya va siendo hora, dije, de que Roma imponga tasas a los productores de Sicilia y de otras provincias y les obligue a vender al Estado en vez de ajustarse a los precios más altos que imponen los comerciantes, pues eso casi siempre significa que el trigo sigue en silos en Sicilia, cuando debería estarse repartiendo entre la gente humilde. Yo desapruebo ese almacenamiento con ánimo de lucro cuando afecta al bienestar de una nación llena de hombres inteligentes. Marco Cotta me escuchó con suma atención y me prometió hacer algo al año siguiente. Como yo no poseo acciones del mercado triguero, puedo permitirme ser patriota y altruista. Y no te rías más, Marco Tulio.

Quinto Hortensio, nuestro más engreído edil plebeyo de la última generación, ha organizado excelentes juegos. Además de una distribución gratuita de trigo al populacho. ¡Se propone ser cónsul este año! Naturalmente, tu ausencia le ha servido para destacar en los tribunales, pero el joven César siempre le anda a la zaga y muchas veces le arrebata los laureles. A él le sienta muy mal, y el otro día se le oyó decir que ojalá también César se fuera de Roma. Pero estas tonterías de Hortensio no son nada comparadas con el festín que dio con ocasión de su nombramiento como augur (¡sí, por fin lo ha conseguido!). Dio pavo asado. Has leído bien: pavo asado. Las aves (seis en total) habían sido asadas y trinchadas bajo la nariz del eunuco y los cocineros habían colocado las plumas encima y lo sirvieron en fuentes de oro con todo lujo de plumaje, con las colas abiertas y las crestas erguidas. Causó sensación, y otros gastrónomos como Cetego, Filipo y Lúculo, el primer cónsul electo, estaban apabullados. Sin embargo, querido Marco, la degustación de las aves fue decepcionante. Una bota vieja del ejército habría sido más sabrosa ¡y más blanda!

La muerte de Apio Claudio Pulcro en Macedonia el año pasado ha creado una cómica situación. Esa familia nunca tiene suerte, ¿no es cierto? Primero, el sobrino Filipo, siendo censor, arrebata a Apio Claudio todo cuanto tiene; luego, Apio Claudio no supo comprar a más y mejor durante las proscripciones; después, se pone enfermo y no puede asumir su cargo de gobernador; más tarde, hace de tripas corazón y marcha a la provincia y le va muy bien en el aspecto militar y, finalmente, expira sin haber podido rehacer su fortuna.

De los seis hijos que ha dejado no hace falta que hablemos. ¡Horroroso! Sobre todo los más pequeños. Pero el mayor, Apio Claudio, ha resultado muy listo y emprendedor. En cuanto el padre se descuidó dio la hermana mayor, Claudia, a Quinto Marcio Rex, a pesar de que no tenía dote. Yo creo que Rex pagó una barbaridad por ella. Como todos los Claudios Pulcros la muchacha es preciosa y eso contribuyó enormemente. Es de esperar que Rex lo pase bien como marido, pues ella es la única bien predispuesta sensualmente de las tres hermanas.

Los tres chicos son un problema, no es ningún secreto; y la adopción queda descartada. El más pequeño (que dice llamarse Publio Clodio) es tan repugnante y violento que nadie querría adoptarle. Cayo Claudio, el mediano, es un zoquete. Tampoco le adoptará nadie. Y ahí está el joven Apio Claudio, de veinte años, obligado a buscarse su propia carrera para el Senado y la carrera de sus dos hermanos. La cantidad con que haya contribuido Quinto Marcio Rex no será más que una gota de agua en el balde vacío de Claudio Pulcro.

De todos modos, le ha ido extraordinariamente bien, querido Marco Tulio. Sabiendo que ningún tata con un poco de sentido común le adoptaría, se buscó una novia rica y cortejó —¿imaginas a quién?— nada menos que a esa solterona tan horrenda, ¡Servilia Cnea! Ya sabes a quién me refiero: la que fue alquilada, podría decirse, por Escauro y Mamerco para que viviera con los seis huérfanos de Druso. Una mujer que no tenía dote, y con la madre más temible de Roma. Porcia Liciniana. Pero parece que Escauro y Mamerco dotaron a Cnea con doscientos talentos a pagar cuando los huérfanos de Druso fuesen mayores. ¡Vaya si son mayores! Marco Porcio Catón, el más pequeño, tiene ya dieciocho y vive en la casa de su padre y se ha declarado independiente.

Pero eso no es todo, Marco. Lo mejor es que Apio Claudio ha casado a la hermana más pequeña, Clodilla, nada menos que con ¡Lúculo! De quince años escasos, dice él, también Lúculo. Yo le echaba catorce, pero quizá me equivoque. ¡Vaya partido! Gracias a Sila, Lúculo es inmensamente rico y, además, es gestor de la fortuna de los mellizos Celestes. No, no es que insinúe que nuestro recto y franco Lúculo estafe a Fausto y Fausta, pero ¿quién le impide que se embolse los intereses?

Así, gracias a la asombrosa energía y maestría de este joven de veinte años, la fortuna de la familia Apio Claudio Pulcro ha mejorado a ojos vistas. Toda Roma ríe, pero de sincera admiración. ¡No hay que perder de vista a este Apio Claudio! Publio Clodio de catorce —luego Clodilla tiene quince— es ya una amenaza y su hermano mayor no hará nada por meterle en vereda. Es muy bien parecido y precoz, tremendo con las chicas y capaz de cualquier barbaridad. No obstante, creo que está muy bien dotado intelectualmente, así que tal vez siente la cabeza con el tiempo y se convierta en un modélico patricio romano.

¿Y qué más tengo que contarte? Ah, sí. El famoso juego de palabras de Cneo Sicinio sobre Marco Craso —no habrás olvidado lo del heno en los dos cuernos de Craso— es aún más ingenioso de lo que pensábamos. Se ha sabido que Sicinio está muy endeudado desde hace años con Craso, por lo que existe aún otro matiz. Faenum es «heno» y faenerator «prestamista». ¡El heno que lleva Craso en los cuernos es dinero! Se ha sabido ese matiz porque Sicinio está arruinado y no puede pagar a Craso. No sabía yo que Craso prestaba dinero, pero tiene las manos limpias, lamentablemente. Sólo presta a senadores y sin intereses. Es el modo de hacerse con una clientela senatorial. Yo creo que habrá que estar atentos con el amigo Craso. ¡No le pidas dinero prestado, Marco! Es una gran tentación que lo preste sin intereses, pero puede reclamártelo cuando le parezca y para que se lo devuelvas en seguida. Y si no le pagas estás arruinado. Y los censores (si los tuviéramos) nada pueden hacer porque no cobra intereses. Quod erat demonstrandum: no se le puede llamar usurero. Simplemente es un buen chico que se desvive por ayudar a sus amigos senadores.

Y creo que eso es todo. Terencia está bien, igual que la pequeña Tulia. ¡Qué niña más preciosa es tu hija! Tu hermano sigue como siempre. ¡Cómo me gustaría que supiese llevarse mejor con mi hermana! Aunque creo que tú y yo ya lo hemos dado por perdido. Pomponia es una arpía y Quinto es un auténtico caballero rural. Quiero decir que es terco, frugal y orgulloso, y quiere ser quien manda en casa.

Cuídate. Volveré a escribirte antes de marcharme de Roma de vuelta a Epiro para ver mi próspera granja de ganado vacuno. Es demasiado húmedo para ovejas, desde luego; se les pudren las patas. Pero todo el mundo se dedica a producir lana, como si en el mundo no se gastara piel de ternera. La inversión de ganado vacuno se aprecia poco.

A final de sextilis, César recibió un mensaje urgente de Bitinia. El rey Nicomedes moría y reclamaba su presencia. Era exactamente lo que necesitaba César; en Roma cada día hacía más calor y los juicios eran insoportables. Y aunque no era una buena noticia, era un acontecimiento esperado. Un día después de haber leído la nota de Oradaltis, ya había hecho el equipaje y estaba listo para partir.

Le acompañaría Burgundus, como siempre, y no podía ir sin Demetrio el depilador ni el espartano Bradisas, que le hacía las coronas cívicas con hojas de roble. De hecho, en esta ocasión, César viajaba con más séquito que antaño; aumentaba su importancia y se veía en la necesidad de llevar secretario, escribas, varios criados y una pequeña escolta de sus libertos. Así, partió hacia Oriente acompañado por veinte personas, un séquito costoso. Tenía veinticinco años y llevaba ya cinco en el Senado.

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