—¿Que sea inteligente o que los hombres no lo aprecien?
—Que no lo aprecien.
—A mí me gustan las mujeres inteligentes —dijo César—, pero hay muy pocas. No te preocupes, encontraremos a Atia alguien que aprecie sus cualidades.
—Pronto será de noche, César —dijo la tía Julia, levantándose—. Ya sé que te gusta que te llamen así, incluso tu madre; pero aún me cuesta. Tengo que irme.
· —Diré a los hijos de Lucio Decumio que te busquen una litera y te acompañen —dijo César.
—Tengo litera —respondió Julia—. A Mucia no la dejan salir a pie y hemos venido juntas y muy cómodas; mejor dicho, habría·mos venido cómodas de no haberla compartido con Julia Antonia. Y tenemos escolta.
—Y yo también he venido en litera —dijo Ju-Ju.
—¡Perezosas! —dijo Aurelia con desdén—. Deberíais caminar.
—A mí me encanta caminar —dijo Mucia Tercia con voz suave—, pero los maridos no piensan como tú, Aurelia. A Cneo Pompeyo no le parece decoroso que camine.
César aguzó el oído. ¡Ah, un ligero descontento! Se sentía constreñida, reprimida. Pero no dijo nada; se contentó con seguir dándoles conversación, mientras un criado corría a la plazuela del cruce a llamar a las literas.
—No tienes buen aspecto, tía Julia —fue su último comentario, en el momento en que la ayudaba a acomodarse en la espaciosa litera que Pompeyo había buscado para Mucia Tercia.
—Me hago vieja, César —dijo ella en un susurro, dándole la mano—. Son ya cincuenta y siete. Pero estoy bien, salvo que me duelen los huesos cuando hace frío. Empiezo a temer al invierno.
—¿No es caliente esa parte del Quirinal en donde vives? —preguntó él—. Cierto que la casa está expuesta al viento norte. ¿Quieres que mande que te instalen un hipocausto en el dormitorio?
—Ahórrate el dinero, César. Si tengo necesidad, ya me instalaré yo la calefacción —replicó ella, corriendo las cortinas.
—No está bien —dijo César a su madre cuando volvían a entrar en casa.
Aurelia pensó un instante y dio su mesurado juicio.
—Estaría bien si tuviera algo más por lo que vivir. Han muerto su marido y su hijo y no tiene a nadie más que a nosotros y Mucia Tercia. Pero no le bastamos.
El cuarto estaba iluminado por las llamitas de las lámparas, y habían cerrado las contraventanas que daban al patio de luces. Era acogedor y alegre, y en el suelo estaba Cinnilla con la hija de César, ya de casi seis años, una niña preciosa y delicada, tan blanca de piel, que desprendía como un reflejo argénteo.
Al ver a su padre, sus grandes ojos azules se iluminaron y abrió los bracitos.
—¡Tata, tata! —exclamó—. ¡Cógeme en brazos!
—¿Cómo está hoy mi princesita? —dijo César, levantándola y besándola en la mejilla.
Y mientras escuchaba fascinado la serie de infantiles sucesos, Aurelia y Cinnilla los contemplaban. Cinnilla únicamente pensaba en el cariño que les tenía, pero Aurelia reflexionó sobre la palabra princesita. Era eso exactamente, una princesa. César llegaría lejos y algún día sería rico. No le faltarían pretendientes, pero él no será tan generoso con ella como lo fueron mi madre y mi tío-padrastro conmigo; la casará con el hombre que a él más le interese, sin preocuparse de sus sentimientos. Debo enseñarla a aceptar su destino para que lo asuma airosa y de buen talante.
El día veinticuatro de diciembre, Marco Craso celebraba su ovación. Dado que el ejército de Espartaco contaba con una fracción samnita, había obtenido dos concesiones del Senado: en lugar de ir a pie, se le había autorizado a desfilar a caballo, y, en lugar de lucir la simple corona de mirto, se le permitió coronarse con el laurel del triunfador. Acudió una gran multitud a aclamarle a él y a su ejército, llegado de Capua para la ocasión, aunque la gente se daba muchos codazos al ver el escaso botín, pues toda Roma conocía la debilidad de Craso.
En cualquier caso, la multitud que se congregó en el triunfo de Pompeyo el último día de diciembre fue mucho más numerosa. Pompeyo se había ganado el cariño del pueblo de Roma, quizá por su relativa juventud, su dorada belleza que le hacía parecerse a Alejandro Magno, y su gesto animoso. Pero el afecto que sentían por Pompeyo no era como el que habían sentido por Cayo Mario, que seguía siendo su ídolo favorito (pese a los esfuerzos de Sila).
Casi al mismo tiempo en que se celebraban las elecciones curules en Roma a principios de diciembre, Metelo Pío cruzaba por fin los Alpes y entraba en la Galia itálica con su ejército, el cual desmovilizó antes de asentar a las tropas en las ricas tierras al norte del río Padus. Quizás porque, hacia el final de su actuación conjunta en Hispania con Pompeyo, hubiese presentido que éste no iba a resignarse pasando a un segundo plano, el Meneítos se había mantenido totalmente al margen de las tensiones en Roma. Al recibir cartas de Catulo, Hortensio y los otros prestigiosos Cecilios Metelos, instándole a intervenir, él se había negado a hablar de asuntos en los que, dada su larga ausencia en Hispania, se consideraba poco informado para opinar al respecto. Y al llegar a Roma a finales de enero, celebró su modesto triunfo con las tropas que le habían acompañado hasta la ciudad para la ocasión, y volvió a ocupar su puesto en un Senado dominado por Pompeyo y Craso como si nada hubiera sucedido. Era una actitud que le ahorró penalidades, aunque, por otra parte, le hizo que no recibiera el debido agradecimiento por la derrota de Quinto Sertorio.
El Senado hizo inscribir en las tablillas la lex Pompeia Licinia de tribunicia potestate a primeros de enero bajo los auspicios de Pompeyo, que tenía los fasces de primer cónsul. La popularidad de esta ley, restableciendo los plenos poderes del tribunado de la plebe, allanó la oposición senatorial. Todos los que Pompeyo y Craso esperaban que sumaran sus protestas en la Cámara se limitaron a proferir algunos balidos y el senatus consultum recomendando a la Asamblea del pueblo que aprobara la ley, fue autorizado casi por votación unánime. Algunos hicieron objeciones de poca monta, señalando que habría sido potestativo que pasase a la Asamblea centuriada para su ratificación, pero César, Hortensio y Cicerón afirmaron con toda firmeza que una asamblea de las tribus sólo podía ratificar medidas que afectasen a las tribus. Al cabo de los tres días de mercado estipulados, la lex Pompeia Licinia entró en vigor. Una vez más los tribunos de la plebe podían vetar leyes y magistrados, proponer, en la Asamblea plebeya, plebiscitos con fuerza de ley sin necesidad de un senatus consultum y hasta procesar por traición, extorsión y otras transgresiones.
César hablaba ya en la Cámara periódicamente, y como sus discursos eran ingeniosos, interesantes, breves y acerbos, en seguida ganó partidarios y cada vez le solicitaban más que los publicase, pues tenían tan buena acogida como los de Cicerón. Al propio Cicerón se le había oído comentar que César era el mejor orador de Roma… después de él, claro está.
Ansiando utilizar algunos de los poderes recién recuperados, el tribuno de la plebe Plautio anunció en el Senado que iba a legislar en la Asamblea plebeya en el sentido de devolver la ciudadanía y los derechos a los condenados con Lépido y Quinto Sertorio. César se puso inmediatamente en pie para tomar la palabra a favor de esa ley, defendiéndola con emotiva elocuencia y pidiendo se hiciera extensiva a los proscritos por Sila. Sin embargo, cuando el Senado se negó a incluirlos y Únicamente la aprobó para los partidarios de Lépido y Sertorio, César no se mostró decaído, sino todo lo contrario.
—César, la Cámara te reprueba —dijo Marco Craso sorprendido—, y tú como encantado.
—Mi querido Craso, sabía perfectamente que nunca derogarían la proscripción de Sila —replicó César sonriente—. Muchos personajes que se enriquecieron a costa de ella tendrían que devolver los bienes. ¡No, no! De todos modos, parecía que la cuadrilla de Catulo iba a lograr obstruir la amnistía para los seguidores de Lépido y de Sertorio, por eso hice que la medida pareciera modesta comparada con el perdón para los proscritos de Sila. Marco Craso, si quieres conseguir algo que supones va a tener oposición, hay que pedir más de lo debido. La oposición se indigna tanto por lo suplementario que acaba por perder de vista su rechazo a la primera medida.
—Eres un político consumado, César —comentó Craso sonriente—. Espero que tus adversarios no analicen detalladamente tus métodos, si no te irá mal.
—Me encanta la política —contestó César.
—Te encanta todo lo que haces y vas de cabeza a ello. Ese es tu secreto. Bueno, eso y el tamaño de tu inteligencia.
—No me halagues, Craso, ya sé que tengo una cabeza grande —replicó César, regodeándose con el hecho de que «cabeza» significaba lo que un hombre tenía sobre los hombros y, a la vez, lo que lleva entre las piernas.
—Demasiado, ya que lo dices —añadió Craso, riendo—. Más vale que seas algo más discreto en tus aventuras con las mujeres de los demás, al menos de momento. Me han dicho que los nuevos censores van a examinar los rollos senatoriales con la misma minuciosidad con que una diligente doncella busca liendres.
Había censores por primera vez desde que Sila había eliminado el cargo de la lista de magistrados; y eran una pareja inverosímil y extraña: Cneo Cornelio Léntulo Clodiano y Lucio Gelio Poplicola. Todos sabían que eran adláteres de Pompeyo, pero cuando éste propuso sus nombres en la Cámara, los más adecuados, que aspiraban al cargo, como Catulo y Metelo Pío, Vatia Isaurico y Curio, se retiraron y dejaron el campo libre a Clodiano y Gelio.
Craso acertó en su predicción. Era práctica censorial corriente conceder primero todos los contratos del Senado, pero después de apalabrar los contratos de alimentación de los gansos y pollos sagrados del Capitolio y de otros requerimientos religiosos, Clodiano y Gelio se pusieron a revisar los rollos senatoriales y dieron lectura a sus hallazgos en un contio especial que convocaron en los rostra del Foro, armando buen revuelo. No menos de sesenta y cuatro senadores fueron expulsados, la mayor parte por hallarse bajo sospecha de haber aceptado sobornos (o haber sobornado) siendo jurados. Muchos de los jurados del proceso de Statio Albio Opianico fueron expulsados, y el acusador, su hijastro Cluentio, fue degradado siendo transferido de su tribu rural a la urbana esquilina. Pero lo más sensacional, con mucho, fue la expulsión de uno de los cuestores del año anterior, Quinto Curio, la del primer cónsul del año anterior, Publio Cornelio Léntulo Sura, y la de Cayo Antonio Hibrida, el monstruo del lago Orcómenos.
No era imposible que un senador expulsado volviese a entrar en la Cámara, pero no podía hacerlo mientras estuvieran en el cargo los censores que le habían impugnado, y tenía que presentarse a la elección como cuestor o tribuno de la plebe. ¡ Mal asunto para Léntulo Sura, que ya había sido cónsul! Además, él no lo planeaba de inmediato, pues estaba enamorado y no le importaba mucho el Senado. Poco después de su expulsión se casaba con la casquivana Julia Antonia. César no se había equivocado; Julia Antonia no sabia elegir marido y Léntulo Sura era aún peor que Marco Antonio, el hombre de tiza.
Una vez arreglado el asunto del Senado, Clodiano y Gelio volvieron a la concesión de contratos, esta vez civiles. La mayoría correspondían a la recaudación de impuestos y diezmos en las provincias, aunque también atañían a la construcción y restauración de numerosos edificios estatales y servicios públicos, desde renovación de letrinas a gradas de los circos, puentes y basílicas. De nuevo se organizó un revuelo, pues los censores anunciaron que iba a abandonarse el sistema de tasas que Sila había adoptado para paliar la situación de la provincia de Asia.
Lúculo y Marco Cotta habían continuado la guerra contra Mitrídates y, al parecer, con pleno éxito, aunque los laureles pertenecían decididamente a Lúculo. El año del consulado de Pompeyo y Craso, Mitrídates tuvo que refugiarse en la corte de su yerno Tigranes de Armenia (y éste se negó a verle), y Lúculo se apoderó de casi todo el Ponto, de Capadocia y de Bitinia. Con las manos libres para entregarse a una tarea administrativa tan necesaria, Lúculo no tardó en ocuparse de los enmarañados asuntos económicos de Asia, que él había gobernado durante tres años al mismo tiempo que Cilicia, y atacó con tal dureza a los publicani recaudadores de impuestos, que en dos ocasiones ejerció su derecho a ejecutar dentro de la provincia y mandó decapitar a varios, tal como había hecho Marco Emilio Escauro años antes.
En Roma los gritos se alzaron al cielo, y más cuando las reformas de Lúculo limitaron aún más de lo que lo había hecho Sila el margen de beneficios de los recaudadores de impuestos. Miembro de los residuos de la facción archiconservadora, Lúculo nunca había gozado de simpatías entre los círculos financieros, lo que significaba que hombres como Craso y Atico le detestaban; y quizá porque entre los generales más conocidos Lúculo trataba de eclipsarle, a Pompeyo tampoco le caía en gracia.
Por consiguiente, no fue una sorpresa que la pareja de domesticados censores de Pompeyo anunciase que se abandonaría el sistema de Sila en la provincia de Asia y las cosas volverían a su estado anterior.
Pero Lúculo hizo caso omiso de las directrices censoriales. Mientras él fuese gobernador de Asia, dijo, continuaría aplicando el sistema de Sila, que era modélico, y debía adoptarse en todas las provincias de Roma. Las empresas constituidas apresuradamente, que ya tenían personal para enviarlo a la provincia de Asia, desfallecieron, se alzaron voces en el Foro y el Senado y los caballeros más influyentes tronaron que había que destituir a Lúculo.
Pero él seguía ignorando las instrucciones de Roma, ajeno a su precaria situación. A él lo que más le importaba era la limpieza que siempre sucedía a una guerra larga; cuando él abandonase sus dos provincias tenían que estar saneadas.
Aunque ni por naturaleza ni por inclinación le atraían los senadores ultraconservadores como Catulo y Lúculo, César tenía motivos para estar agradecido a Lúculo, y había recibido una carta de la reina Oradaltis de Bitinia.
Mi hija ha vuelto al país, César. Estoy segura de que sabrás que Lucio Licinio Lúculo ha llevado con éxito la guerra contra Mitrídates y que ya hace un año que combate en Ponto. Entre las muchas fortalezas del rey, Cabeira tenía fama de ser la más inexpugnable, pero este año la tomó Lúculo y en ella encontró toda clase de cosas horripilantes; las mazmorras estaban llenas de presos políticos y parientes a quienes había torturado o utilizado como víctimas para sus experimentos con venenos. No quiero hablar de cosas tan horribles porque soy muy feliz.
Entre las mujeres que Lúculo halló allí estaba Nisa. Llevaba presa casi veinte años y ahora regresa con más de sesenta. Sin embargo, Mitrídates la había tratado bien para lo que él es, pues la tenía en las mismas condiciones que al grupo de esposas secundarias y concubinas que se alojaban en Cabeira. También tenía recluidas a unas hermanas suyas a quienes no quería casar para que no tuvieran hijos, así que mi pobre hija ha vivido bien acompañada de mujeres solas, pues como el rey tiene tantas esposas y concubinas, las de Cabeira han vivido como solteronas durante años. Una colonia de doncellas viejas.
Cuando Lúculo las puso en libertad, fue muy amable con todas y tuvo buen cuidado de que ningún soldado las ultrajase. Según me ha contado Nisa, procedió como Alejandro Magno con la madre, esposas y otros miembros del harén del rey Darío. Creo que Lúculo envió a las mujeres de Ponto a su aliado de Cimeria, el hijo de Mitrídates llamado Macares.
A Nisa la dejó con plena libertad en cuanto supo quién era. Pero lo que es más, César, la cargó de oro y obsequios y me la devolvió con una escolta que había jurado honrarla. ¿Puedes imaginarte el placer de esta mujer vieja, que nunca ha sido muy hermosa, viajando por el campo libre como un pájaro?
¡Ah, volver a verla! No sabía nada hasta que la vi cruzar la puerta de mi villa en Rheba, radiante como una jovencita. ¡Cómo se alegró de verme! Se ha hecho realidad mi deseo y he recuperado a mi hija.
Y ha llegado a tiempo. Mi querido perro Sila murió de viejo un mes antes de su llegada y estaba desesperada. Los criados no sabían qué hacer para convencerme de que tuviese otro; pero ya sabes como son las cosas. Piensas en las gracias y maravillas del animal querido, el lugar que ha ocupado en tu vida y parece una traición enterrarlo y sustituirlo por otro. No digo que esté mal hacerlo, pero tiene que pasar un tiempo para que el nuevo adquiera personalidad, y mucho me temo que habré muerto antes de que mi nuevo perro tenga arraigadas características propias.
¡Pero ahora no hay que morirse! Nisa lloró al saber de la muerte de su padre, naturalmente, pero las dos vivimos encantadas y con gran armonía; pescamos con caña en el muelle y paseamos por el pueblo para hacer ejercicio. Lúculo nos invitó a vivir en el palacio de Nicomedia, pero hemos decidido quedarnos aquí. Y tenemos un cachorro precioso que se llama Lúculo.
¡Por favor, César, procura hallar tiempo para viajar de nuevo a Oriente! Me gustaría que conocieras a Nisa, y yo te hecho mucho de menos.