Favoritos de la fortuna (124 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Una serie de expresiones cruzó el rostro de Pompeyo: sorpresa, comprensión, aturdimiento, confusión y, finalmente, miedo.

—¿Qué quieres decir? —exclamó desde lo más profundo de su ser, comenzando a sentir un terrible agobio.

—Estoy diciendo, y creo que muy claramente, que si ambos queréis evitar que os acusen de traición por los juegos que intentáis hacer con el Senado y dos ejércitos, que en realidad pertenecen a Roma, tendréis los dos que ser cónsules el año que viene, y ambos tendréis que esforzaros cuanto sea necesario para restablecer el tribunado de la plebe en su modalidad tradicional —contestó César con firmeza—. La única manera en que tú o él podéis evitar las consecuencias, es obteniendo un plebiscito de la asamblea plebeya absolviéndoos de toda culpabilidad en el asunto de las tropas y la manipulación del Senado. A no ser que hayas cruzado con tu ejército el Rubicón y lo tengas en Italia, Cneo Pompeyo.

—¡No lo había pensado! —exclamó Pompeyo, estremeciéndose.

—La mayoría de los senadores —añadió César en tono de conversación normal— son borregos. Todos se dan cuenta de esa realidad, pero es que a algunos les impide ver otra realidad: el hecho de que entre los borregos hay lobos. Ni el mismo Cetego se da cuenta. Pero a Metelo Caprario el joven le conviene perfectamente el epíteto de gran lobo, y Catulo tiene colmillos para destrozar, no molares para rumiar. Igual que Hortensio, que tal vez no consiga ser cónsul esta vez, pero que cuenta con una influencia formidable y es un consumado jurista. Luego está mi joven y listísimo tío Lucio Cotta. ¡ Incluso a mí se me podría considerar un lobo senatorial! Todos esos que he dicho, e incluso todos juntos, son capaces de acusaros a ti y a Marco Craso de traición. Y tendréis que ir a juicio ante un tribunal con un jurado compuesto exclusivamente por senadores, senadores a los que habéis dejado con dos palmos de narices. Marco Craso quizá se librara, pero tú no, Cneo Pompeyo. Estoy seguro de que tienes muchos partidarios en el Senado, pero no podrías conservarlos después de esgrimir la amenaza de la guerra civil para forzarlos a tus deseos. Podrías mantener tu facción mientras fueses cónsul y procónsul, pero no cuando volvieses a ser privatus. A menos que conservases tu ejército movilizado para el resto de tu vida, y eso, como el Erario no lo pagaría, sería imposible aun para un hombre con tus recursos.

¡Cuántas ramificaciones! Aumentaba aquella terrible sensación de agobio y, por un instante, Pompeyo se vio de nuevo en el campo de batalla de Lauro, incapaz de impedir el acoso de Quinto Sertorio. Luego, se sobrepuso y adoptó una expresión decidida.

—Eso que has dicho, ¿lo entiende todo Marco Craso? —inquirió.

—Lo bastante —contestó César sin inmutarse—. Él hace tiempo que está en el Senado y en Roma todavía más. Acude con frecuencia a los tribunales y se sabe la constitución de cabo a rabo. ¡Todo eso lo dice la constitución! La de Sila y la de Roma.

—Entonces, lo que me dices es que tengo que ceder —dijo Pompeyo con un suspiro—. ¡Pues no voy a hacerlo! ¡Quiero ser cónsul! ¡Merezco ser cónsul y lo seré!

—Se puede arreglar. Pero sólo del modo que te he explicado —replicó César, en sus trece—. Tú y Marco Craso en la silla curul, restablecimiento del tribunado de la plebe y un plebiscito exculpatorio seguido de otro para conceder tierras a los combatientes de vuestros dos ejércitos —añadió, encogiéndose ligeramente de hombros—. Al fin y al cabo, Cneo Pompeyo, tienes que tener un colega cónsul; no puedes ser cónsul sin que haya otro. Por lo tanto, ¿por qué no tener por colega a quien se enfrenta a los mismos inconvenientes y corre iguales riesgos? ¡Imagínate si saliera elegido contigo Metelo Caprario el joven! Te clavaría los colmillos en el cuello el primer día y haría lo indecible para que no consiguieses restablecer el tribunado de la plebe. Dos cónsules que colaboren estrechamente es una fuerza a la que el Senado no puede oponerse. Y menos si cuentan con diez tribunos de la plebe que les apoyen.

—Ya te entiendo —dijo Pompeyo—. Si, sería una gran ventaja contar con un colega condescendiente. De acuerdo; seré cónsul con Marco Craso.

—A condición —añadió César, irónico— de que no te olvides del segundo plebiscito. Marco Craso debe obtener esa tierra.

—¡Descuida! Así yo también podré obtener tierra para mis hombres.

—Entonces, hay que dar el primer paso.

Hasta la apabullante charla con César, Pompeyo había pensado que Filipo era quien debía dirigir su candidatura al consulado y hacer cuanto fuese necesario, pero ahora reflexionó sobre el particular. ¿Había visto Filipo todos aquellos intríngulis? ¿Por qué no había dicho nada de acusación por traición ni de la necesidad de restablecer el tribunado de la plebe? ¿No estaría quizás un poco cansado de ser un empleado a sueldo? ¿O estaba perdiendo facultades?

—Yo soy un lerdo en política —dijo Pompeyo con el tono de quien quiere suscitar simpatía franca—. Lo que sucede es que la política no me fascina; me interesa mucho más el mando y yo pensaba en el consulado a modo de un mando civil importante. Tú me has hecho verlo distinto. Y tienes razón, César. Dime, pues, cómo debo actuar. ¿Debo seguir presentando cartas de la mano de Filipo?

—No, ya lo has hecho y has corrido el riesgo —contestó César, sin reticencia aparente a actuar como consejero político de Pompeyo—. Imagino que habrás dado orden a Filipo de retrasar las elecciones curules; así que pasaré eso por alto. Lo siguiente que intentará el Senado es ganarte por la mano, y os dará a ti y a Marco Craso fecha oficial, a ti para tu triunfo y a él para su ovación. Y, naturalmente, el decreto senatorial estipulará que desmovilicéis a las tropas acto seguido. Es lo normal.

Seguía sentado allí, pensó Pompeyo, tan impasible como cuando había entrado; no parecía tener sed, ni estar incómodo con aquella toga a pesar del calor, ni a disgusto en la dura silla, ni molestarle el cuello por mirarle de soslayo. Y las palabras con que expresaba lo que pensaba estaban tan bien escogidas como bien organizados los pensamientos. Sí, decididamente no había que perder de vista a aquel César.

César prosiguió.

—Tú tendrás que dar el primer paso. Cuando te comuniquen la fecha de tu triunfo, debes alzar los brazos horrorizado y decir que acabas de recordar que no puedes celebrarlo hasta que llegue Metelo Pío de Hispania Ulterior, porque habiais convenido celebrarlo conjuntamente, debido al escaso botín, etcétera. Pero nada más dar este pretexto para no desmovilizar tu ejército, Marco Craso alzará los brazos horrorizado y dirá que no puede desmovilizar sus tropas si dentro de Italia están las tuyas sin licenciar. Podéis aguantar con esa farsa hasta finales de año, y el Senado no tardará muchos meses en darse cuenta de que ninguno de los dos tenéis intención de desmovilizar las tropas y que ambos estáis hasta cierto punto legalizando vuestra posición. Con tal de que ninguno de los dos emprendáis una acción militar contra Roma, quedaréis bastante bien.

—¡Me gusta! —dijo Pompeyo con una gran sonrisa.

—Me alegro. Es más fácil predicar al converso. ¿En qué estaba? —dijo César, frunciendo el ceño como quien piensa—. ¡Ah, sí! Una vez que el Senado se dé cuenta de que no se va a desmovilizar ninguno de los dos ejércitos, decretará un consulta apropiado autorizándoos a la candidatura in absentia, puesto que no podéis entrar en Roma a presentarla en persona al oficial de elecciones. Este cargo se determinará a suertes entre Orestes o Léntulo Sura, pero poca diferencia hay.

—¿Y cómo supero la dificultad de no formar parte del Senado? —inquirió Pompeyo.

—No puedes. Ese es el problema del Senado. Se solucionará con un senatus consultum a la asamblea del pueblo por el que se autorice a un caballero a presentarse candidato al consulado. Yo imagino que lo aprobarán encantados, pues los caballeros lo considerarán una importante Victoria.

—Y Marco Craso y yo desmovilizamos las tropas cuando ganemos las elecciones —dijo Pompeyo, satisfecho.

—Oh, no —replicó César meneando despacio la cabeza—. Mantenéis las tropas bajo las águilas hasta el Año Nuevo. Por consiguiente, no podréis celebrar el triunfo y la ovación hasta últimos de diciembre. Que Marco celebre primero su ovación y tú haces tu triunfo el último día de diciembre.

—Me parece perfecto —comentó Pompeyo, y frunció el ceño—. ¿Por qué Filipo no me explicó bien las cosas?

—No tengo ni idea —contestó César con cara de inocente.

—Yo si creo tenerla —añadió Pompeyo con sonrisa de desdén.

César se puso en pie, entreteniéndose con gran concentración en arreglarse los pliegues de la toga. Hecho lo cual, se dirigió con su elegante caminar hacia el batiente de la tienda, ante el cual se detuvo, miró hacia atrás y sonrió.

—Una tienda es una estructura de lo más provisional, Cneo Pompeyo. Está bien que el general que aguarda su triunfo alce una estructura provisional, pero creo que a partir de ahora debes esforzarte por causar otra impresión. ¿Puedo sugerirte que alquiles una villa de lujo en la colina Pinciana en lo que queda de año? Podrías traerte a tu esposa de Picenum y dar fiestas, tener un acuario con bonitos peces… Me aseguraré de que Marco Craso hace lo propio. Ahora da la impresión de que estuvierais decididos a vivir en el campo de Marte para el resto de vuestras vidas.

Y se marchó, dejando a Pompeyo impresionado y pensativo. Se habían acabado las vacaciones militares; tendría que sentarse con Varrón a aprender leyes. Aquel César lo sabía todo y tenía seis años menos que él. Si en el Senado había lobos, ¿iba Cneo Pompeyo Magnus a ser un borrego? ¡Jamás! ¡Cuando llegase Año Nuevo, Cneo Pompeyo Magnus conocería la ley y el Senado!

—¡Por los dioses, César, qué listo eres! —dijo Craso con voz admirativa cuando aquél acabó de explicarle la entrevista con Pompeyo—. ¡A mí no se me habría ocurrido ni la mitad de todo eso! No digo que no habría acabado por ocurrírseme, pero tú lo has urdido todo en el camino de mi tienda a la suya. ¡Una villa en la Pinciana, dices! Tengo una casa estupenda en el Palatino en cuya decoración me he gastado una fortuna, ¿por qué iba a gastarme dinero en otra villa? Estoy bien en una tienda.

—¡Qué incurable tacaño eres, Marco Craso! —dijo César, riendo—. Alquila una villa en la Pinciana tan lujosa como la de Pompeyo y traslada inmediatamente a ella a Tertulia y a los niños. Puedes permitírtelo. Considéralo como una inversión necesaria. Tú y Pompeyo vais a tener que dar muestra de ser encarnizados rivales durante casi seis meses.

—¿Y qué vas a hacer? —inquirió Craso.

—Voy a buscarme un tribuno de la plebe. Picentino si puede ser. No sé por qué, pero a los picentinos les atrae el tribunado de la plebe y los hay excelentes. No será difícil. Seguro que en el colegio de este año hay media docena.

—¿Por qué de Picenum?

—Para empezar, estará bien predispuesto a apoyar a Pompeyo; los picentinos son muy gregarios. Y además será incendiario; a los picentinos les gusta el fuego.

—Ten cuidado no te quemes las manos —dijo Craso, pensando ya en quién de sus libertos iría a regatear con los agentes que alquilaban villas en la colina Pinciana. ¡ Lástima no haber pensado nunca en invertir allí! ¡Un lugar ideal! Con la cantidad de reyes y reinas extranjeros que buscan palacio… ¡ No, no alquilaría! ¡Compraría! Alquilar era un derroche, porque eran sestercios perdidos.

En noviembre, el Senado cedió. Marco Licinio Craso fue informado de que se le autorizaba a presentarse candidato al consulado in absentia. Cneo Pompeyo Magnus fue informado de que el Senado había enviado un decreto a la asamblea del pueblo, pidiendo al organismo que anulase los requisitos para presentarse a las elecciones curules —ser miembro del Senado, haber sido cuestor o pretor— y legislara de modo a permitirle ser candidato. Y cuando la Asamblea del pueblo aprobó la ley pertinente, el Senado se complació en informar a Cneo Pompeyo Magnus que le autorizaba a ser candidato in absentia, etcétera, etcétera.

Cuando un candidato se presentaba a un cargo in absentia era difícil hacer campaña. No podía cruzar el pomerium para entrar en la ciudad y hablar con los electores y con la gente en el Foro, ni acercarse discretamente cuando un tribuno de la plebe convocaba un contio de la asamblea plebeya para hablar de los méritos de su candidato favorito y poner como un trapo a sus adversarios. Como la candidatura in absentia requería autorización especial de la Cámara, se producía pocas veces; pero, desde luego, era la primera vez que dos candidatos concurrían in absentia. No obstante, a tenor de los acontecimientos, estas desventajas no tuvieron relevancia alguna. El debate en el Senado, aun bajo la amenaza de los dos ejércitos no desmovilizados, había sido tan enfervorizado como aburrido, y cuando la Cámara cedió, los otros aspirantes al consulado retiraron su candidatura en señal de protesta por la descarada ilegalidad de la pretensión de Pompeyo. Si no había más candidatos, Pompeyo y Craso parecerían lo que eran: dictadores disfrazados.

Muchos y variados eran los riesgos que corrían Pompeyo y Craso, fundamentalmente el cargo de traición en el momento en que quedasen desposeídos del imperium. Así, cuando el tribuno de la plebe Marco Lolio Palicano (un picentino) convocó una asamblea extraordinaria de la Asamblea plebeya en el circo Flaminio del campo de Marte, todos los senadores que habían vuelto la espalda a Pompeyo y Craso se quedaron de una pieza. ¡ Iban a escamotear el cargo de traición devolviendo plenos poderes al tribunado de la plebe y haciendo que diez agradecidos tribunos legislaran su inmunidad!

Había muchos en Roma que deseaban aquella restauración, la mayoría de ellos porque el tribunado de la plebe era una institución sagrada en armonía con el mos maiorum y muchos porque echaban de menos el vigor y la actividad del Foro en otros tiempos cuando algún demagogo encendía a la multitud hasta que intervenían los puños y los ex gladiadores de alquiler y se armaba una trifulca. Por eso, la asamblea de Lolio Palicano para tratar el restablecimiento del tribunado de la plebe, anunciada por toda la ciudad, tenía que congregar a una gran multitud. Pero cuando se difundió la noticia de que los candidatos consulares Pompeyo y Craso iban a hablar en apoyo de Palicano, el entusiasmo alcanzó límites desconocidos desde que Sila había convertido la asamblea plebeya en poco menos que una simple asociación.

El circo Flaminio, que se usaba para los juegos menos espectaculares, tenía sólo capacidad para cincuenta mil espectadores, pero el día de la asamblea de Palicano las gradas estaban abarrotadas. Resignados ante el hecho de que sólo los afortunados situados a menos de doscientos pies del orador oirían sus palabras, la mayoría de los que habían peregrinado a lo largo de la orilla del Tíber acudieron por el simple motivo de poder contar a sus nietos que habían sido testigos del día en que dos candidatos consulares, que eran además héroes militares, habían prometido restablecer el tribunado de la plebe. ¡ Iban a hacerlo!

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