Favoritos de la fortuna (60 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Hubiera sido fácil borrar semejante suposición haciendo unos cuantos comentarios sobre viejos estúpidos que se engañaban a sí mismos, y lo fastidioso que era tener que andar negociando una flota con un viejo bobo. Pero el único inconveniente era que César no podía hacerlo; ya había cobrado cariño a Nicomedes en todos los aspectos menos en el que Bizancio suponía, y no podía herir al pobre viejo en lo que precisamente a él más le dolía: el orgullo. Pero existían motivos más que suficientes que le obligaban a dejar en claro la situación; en primer lugar y antes que nada, porque afectaba a su futuro: él pretendía llegar a lo más alto, y si ya era difícil para un individuo intentar ese duro ascenso ocultando una parte auténtica de su naturaleza, mucho peor era intentarlo sabiendo que la suposición era injustificada. Si el rey hubiese sido más joven, César hubiera optado por pedirle que él mismo disipara las sospechas, pese a que Nicomedes rechazaba la intolerancia romana de la homosexualidad como rasgo antihelenista, bárbaro incluso; pero, dada su avanzada edad, no sabía si su exigencia no le causaría una grave aflicción. Ahora veía que la vida, después de la adolescencia tutelada que se había visto obligado a llevar, a veces situaba a los hombres ante dilemas irresolubles.

El resentimiento de los bizantinos hacia los romanos se debía, evidentemente, a la ocupación de la ciudad por Fimbria y Flaco cuatro años antes, cuando, nombrados por el gobierno de Cinna, habían decidido ir a Asia y hacer la guerra a Mitrídates antes que volver a Grecia para combatir a Sila. A los bizantinos poco les importaba que Fimbria hubiese asesinado a Flaco; el hecho era que la ciudad había padecido. Y allí estaba su soberano derrochando lisonjas con otro romano.

Así, tras reflexionar sobre lo que podía hacer, César se dispuso a causar su propia impresión a los bizantinos para salvar su honra lo más posible. Su inteligencia y formación le fueron muy útiles, pero no estaba muy seguro de ese otro factor de su naturaleza que tanto deploraba su madre: su encanto. Sin embargo, mucho le valió para ganarse a los próceres de la ciudad, y harto le sirvió para apaciguar los ánimos tras el particular episodio de grosería y zafiedad de Flaco y Fimbria, pero, al final, tuvo que concluir que probablemente había reforzado las sospechas sobre sus inclinaciones sexuales, ya que en los hombres viriles no es cualidad el encanto.

César optó por un ataque frontal. La primera fase del mismo consistió en rechazar drásticamente todas las propuestas que le hacían los hombres, y la segunda en averiguar el nombre de la más famosa cortesana de la ciudad y hacer el amor con ella hasta que pidiera tregua.

—…tan grande como un burro y es tan cachondo como una cabra —comentó ella a todas sus amistades y amantes habituales, con cara de cansancio—. ¡Oh, es maravilloso! —añadió sonriente, con un suspiro, estirando los brazos voluptuosamente—. ¡Hace años que no gozaba así con un joven!

Y la cosa dio resultado. No hirió al rey Nicomedes, cuya devoción por él se reveló así como lo que era: una pasión inútil.

Volvieron a Nicomedia, a la reina Oradaltis y al can Sila, en aquel estrambótico palacio sobrecargado de pajes y de criados quisquillosos e intrigantes.

—Lamento tener que irme —dijo a la real pareja la noche de su última cena.

—No tanto como nosotros —replicó la reina malhumorada, provocando al perro con el pie.

—¿Volverás cuando caiga Mitilene? —le preguntó el rey—. Nos gustaría volver a verte.

—Volveré. Os lo prometo —contestó César.

—¡Estupendo! —exclamó Nicomedes con cara de satisfacción—. Ahora, te ruego que me descifres un acertijo del latín que nunca he entendido. ¿Por qué cunnus es del género masculino y mentula del femenino?

—¡No lo sé! —contestó César, perplejo.

—Debe de haber algún motivo.

—Sinceramente, nunca lo había pensado. Pero ahora que lo decís he de reconocer que es muy curioso.

—Cunnus debería ser cunna, al tratarse del órgano genital femenino; y mentula, más bien mentulus, tratándose del pene. ¡Hay que ver lo confusos que sois los romanos, después de tanta jactancia masculina! Vuestras mujeres son masculinas y vuestros hombres femeninos —apostilló, reclinándose en la silla con una amplia sonrisa.

—No habéis elegido las palabras más finas para las partes privadas —dijo César muy serio—. Cunnus y mentula son vocablos obscenos. Debería haber pensado que la respuesta es evidente —prosiguió sin alterar su grave expresión—. Que lo masculino sea del género femenino y viceversa significa el sexo con el que debe acoplarse.

—¡Bobadas! —exclamó el rey con los labios temblorosos.

—¡Sofismas! —añadió la reina, encogiéndose de hombros.

—¿Tú qué dices, Sila? —preguntó Nicomedes al perro, con el que se llevaba mucho mejor desde la llegada de César, o quizá porque Oradaltis no utilizaba tanto al animal para burlarse del anciano.

—Yo si que se lo preguntaré cuando regrese a Italia —dijo César echándose a reír.

En palacio se notó el vacío después de la marcha de César; la real pareja vagaba desconcertada, y hasta el perro andaba triste.

—Es el hijo que no hemos tenido —dijo Nicomedes.

—¡No! —replicó con firmeza Oradaltis—. Es el hijo que nunca hubiéramos podido tener. Nunca.

—¿Por mi predisposición hereditaria?

—¡Claro que no! Porque no somos romanos. Es un romano.

—Quizá sea mejor decir que es como es.

—¿Crees que volverá, Nicomedes?

—Sí, creo que sí —se apresuró a contestar el rey, claramente animado.

Cuando César llegó a Abidos en los idus de octubre, se encontró con la flota prometida anclada y compuesta por dos enormes naves pónticas de dieciséis órdenes de remos, ocho quinquerremes, diez trirremes y veinte navíos bien construidos, pero no específicamente de guerra.

Como lo que deseáis es bloquear, más que perseguir a otra flota —decía la carta del rey a César—, he proporcionado naves mercantes anchas, cubiertas y transformadas, en lugar de las veinte galeras de guerra descubiertas. Si queréis impedir que los de Mitilene accedan al puerto durante el invierno, necesitaréis naves más fuertes que las galeras ligeras, que hay que varar en cuanto amenaza temporal. Las mercantes transformadas aguantarán bien, si no hay las furiosas galernas que hacen suspender toda navegación. He considerado que debías llevar esos dos grandes navíos pónticos, aunque sólo sea por su imponente aspecto; romperán cualquier cadena de obstáculo y os serán útiles cuando ataquéis. Además, el capitán del puerto de Sinope los incluyó por una bagatela, aparte del avituallamiento y la paga de las tripulaciones (quinientos hombres cada uno), pues dice que al rey del Ponto en este momento no le sirven para nada. Te adjunto la factura en hoja aparte.

Desde Abidos en el Helesponto, en la costa anatólica de la isla de Lesbos, al norte de Mitilene, la distancia era de unas cien millas, que según el primer piloto tardarían en cubrir entre cinco y diez días si el tiempo se mantenía y los barcos eran marineros.

—Pues más vale que comprobemos que lo son —dijo César.

El hombre, que no estaba acostumbrado a servir a un almirante (pues tal pensó César era su condición hasta que llegaran a Lesbos) que le ordenaba verificar los navíos antes de iniciar la expedición, reunió a los tres capataces de los astilleros de Abidos e inspeccionó detenidamente todas las naves, acompañados por César, que lo observaba todo y no cesaba de hacerles preguntas.

—¿No os mareáis? —preguntó el primer piloto con yana esperanza.

—No, que yo sepa —contestó César con ojos risueños.

Diez días antes de las calendas de noviembre, la flota de cuarenta naves zarpaba del Helesponto, desde donde la corriente —que siempre iba del Euxino al Egeo— les condujo rápidamente hacia la boca sur del estrecho, con el promontorio de Mastusia en la orilla de Tracia y el estuario del río Escamandro en la orilla asiática.

Cerca del Escamandro estaba Troya, la fabulosa Ilión, de cuyas calcinadas minas su antepasado Eneas había huido de Agamenón. Lástima no haber podido visitar el impresionante lugar, pensó César. Ya tendría oportunidad, se dijo, encogiéndose de hombros.

El tiempo no se estropeó, y la flota, sin dispersarse, alcanzó el cabo norte de Lesbos seis días antes de lo previsto. Como no entraba en los planes de César llegar a su destino antes de las calendas de noviembre, volvió a consultar con el primer piloto y puso la flota al abrigo dentro de la rizada palma de la península de Cidonia, en la costa asiática, frente a Mitilene. El enemigo le traía sin cuidado; lo que quería era sorprender al ejército romano de asedio. Y dejar a Termo con dos palmos de narices.

—Tenéis una suerte fenomenal —dijo el primer piloto, cuando volvieron a levar anclas la víspera de las calendas de noviembre.

—¿Por qué?

—Jamás he visto una mar mejor en esta época del año, y el tiempo se mantendrá todavía unos días.

—Entonces, al anochecer echaremos el ancla en alguna ensenada que encontremos en Lesbos, y al amanecer iré al encuentro del ejército con el navío ligero más rápido que haya —dijo César—. No tiene objeto aparecer con toda la flota hasta que el comandante me dé órdenes de dónde situarla.

César encontró al ejército poco después de salir el sol al día siguiente, y desembarcó para presentarse a Termo o a Lúculo, quienquiera que estuviera al mando. Resultó ser Lúculo, pues Termo seguía en Pérgamo.

Se vieron en un lugar desde el cual Lúculo observaba la construcción de un muro con foso a través del brazo de tierra en que se asentaba Mitilene.

Quien realmente sentía curiosidad era César —Lúculo era un hombre con fama de enojadizo que menospreciaba a los oficiales jóvenes—, y se limitó a anunciarse como simple tribuno militar. Su fama en Roma había aumentado a lo largo de los años desde que había sido fiel cuestor de Sila y el único legado que había apoyado su primera marcha sobre Roma, cuando aquél era cónsul. Desde entonces había sido partidario del dictador, a tal extremo que Sila le había confiado misiones que no suelen desempeñar los que no han sido pretores: había hecho la guerra contra Mitrídates, permaneciendo en la provincia de Asia tras el regreso de Sila a Italia, conservándosela, mientras que el gobernador Murena hacia, sin permiso de Roma, la guerra contra Mitrídates en Capadocia.

César vio a un hombre delgado, de buen aspecto y estatura un poco mayor a la media, que andaba un poco rígido, no porque tuviera mal las articulaciones sino por pura rigidez mental. No era guapo, pero tenía una fisonomía interesante con aquel rostro alargado y pálido, rematado por una cabellera espesa y ondulada gris mate. Al aproximarse, vio que sus ojos eran de un gris claro, suave y frío.

—¿Y bien? —preguntó el comandante, frunciendo el ceño.

—Soy Cayo Julio César, tribuno militar.

—Supongo que te envía el gobernador.

—Sí.

—Bien. ¿Para qué querías verme? Estoy ocupado.

—He traído tu flota, Lucio Licinio.

—¿Mi flota?

—La que el gobernador me mandó traer de Bitinia.

—¡Por los dioses! —exclamó Lúculo, clavando en él su fría mirada.

César permaneció callado.

—¡Es una buena noticia! No sabía que Termo había enviado dos tribunos a Bitinia. ¿Cuándo te envió a ti? ¿En abril?

—Creo que soy el único que envió.

—César… César… ¡Tú no puedes ser el que envió a finales de quintilis!

—Sí, yo soy.

—¿Y ya has reunido una flota?

—Sí.

—Pues tienes que volverte con ella, tribuno. El rey Nicomedes te habrá dado una porquería.

—La flota no es ninguna porquería. Traigo cuarenta navíos que he inspeccionado personalmente en cuanto a navegabilidad: dos de dieciséis órdenes de remos, ocho quinquerremes, diez trirremes y veinte mercantes transformados, que el rey me dijo serían mejor para el bloqueo de invierno que las galeras ligeras sin puente —dijo César, reprimiendo su extraordinaria satisfacción con gran dominio.

—¡Por los dioses! —volvió a exclamar Lúculo, examinando ya detenidamente al joven tribuno, como si fuese un personaje monstruoso de circo, al tiempo que un leve gesto de admiración aflojaba el gesto adusto de su boca y su mirada se suavizaba—. ¿Cómo lo has conseguido?

—Sé cómo persuadir a la gente.

—Me gustaría saber qué le dijiste, porque Nicomedes es de lo más tacaño que hay.

—No temas, Lucio Licinio, traigo la factura.

—Llámame Lúculo; aquí hay por lo menos seis Lucios Licinios —dijo el general, echando a andar hacia la orilla—. No hace falta que me digas que tienes la factura. ¿Cuánto nos cobra por las de dieciséis órdenes de remos?

—Sólo la comida y el sueldo de las tripulaciones.

—¡Por los dioses! ¿Dónde tienes esa fantástica flota?

—Anclada una milla más arriba de la costa, hacia el Helesponto. Pensé que sería mejor adelantarme y preguntarte si querías que la fondeara aquí o que fuese directamente a bloquear los puertos de Mitilene.

Lúculo ya no andaba tan estirado.

—Creo que nos pondremos en seguida manos a la obra, tribuno —contestó frotándose las manos—. ¡Qué golpe para Mitilene! Ellos están convencidos de que pueden avituallarse durante todo el invierno.

Cuando los dos llegaron al navío ligero y Lúculo subió hábilmente a bordo, César se quedó rezagado.

—¿Qué sucede, tribuno, no vienes?

—Si lo deseas. No conozco muy bien las costumbres militares y no quiero cometer errores —replicó César.

—¡Vamos, hombre, sube!

Hasta que los veinte remeros —diez a cada costado— hubieron dado la vuelta al barco, poniéndolo proa al norte, no volvió Lúculo a decir nada.

—¿No conoces bien las costumbres militares, eh? Ya tienes más de diecisiete años, ¿no? Y no me has dicho que fueses contubernalis.

Conteniendo un suspiro (pensando en que iba a hastiarse de dar explicaciones), César contestó sin inmutarse:

—Tengo diecinueve, pero es mi primera campaña. He sido flamen dialis hasta junio.

Pero Lúculo no quería muchos detalles; era inteligente y estaba muy ocupado. Asintió con la cabeza, dando por supuesto toda una serie de cosas que otros hubieran preguntado.

—César… ¿tu tía fue la primera esposa de Sila?

—Sí.

—Entonces eres su protegido.

—De momento.

—¡Bien dicho! Yo soy su más leal partidario, tribuno, y te lo digo como una advertencia obligada, dado tu parentesco con él. No permito que nadie le critique.

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