Favoritos de la fortuna (62 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

A finales de marzo, Marco Minucio Termo llegó de Pérgamo y coincidió con Lúculo en que había que atacar. Al enterarse de los detalles relativos a César y la flota de Bitinia, soltó verdaderas carcajadas, pese a que Lúculo aún no le veía la gracia, pues estaba más que harto de que la cadena de mando le pasase continuas quejas contra sus rebeldes y pendencieros tribunos jóvenes.

Sin embargo, existía un antiguo reglamento militar que se aplicaba por tradición: si un hombre es causa constante de problemas, se le destina a un puesto en combate en el que halle la muerte. Y haciendo sus planes para el asalto de Mitilene, Lúculo decidió actuar conforme a esa costumbre militar. César tenía que morir. Él tenía mando pleno en la batalla que se avecinaba, pues Termo se reservaba el papel de mero observador.

No era nada extraordinario que un general convocase a consejo a todos sus oficiales, pero sí era raro en el caso de Lúculo que suscitara comentarios. Y no es que a nadie le extrañara ver en él a los tribunos militares jóvenes, porque eran notoriamente díscolos y el general no confiaba mucho en ellos; normalmente servían de mensajeros a las órdenes del tribuno de su respectiva legión, y ese destino les dio al dar los últimos detalles en el consejo. Excepto a César, a quien dijo en tono glacial:

—Eres un auténtico quebradero de cabeza, pero he observado que te gusta cumplir. Por consiguiente, he decidido darte el mando de una cohorte especial compuesta por los peores elementos de la «Fimbria». Cohorte que quedará en reserva hasta que yo vea dónde opone mayor resistencia el enemigo, para ordenar entonces que acuda a esa zona del combate. Tú, como jefe, tendrás que arreglártelas para invertir la situación.

—Eres hombre muerto —dijo Bíbulo con complacencia cuando se sentaron en el alojamiento después del consejo.

—¡Yo no! —exclamó César entusiasmado, cortando con la espada un pelo de la cabeza y otro con el puñal.

Gabinio, que apreciaba mucho a César, le miró preocupado.

—¡Hay que ver lo grandísimo mentula que eres! —exclamó—. Si te callaras y no te hicieras notar no te elegirían para cosas así, porque te ha encomendado una misión que no es para un tribuno joven, y menos cuando no ha servido en ninguna campaña. Todas sus tropas son de Fimbria y están castigadas con el exilio, y ha reunido a los que más detesta para ponerte a ti al mando. Si quería asignarte el mando de una cohorte, tendría que haberte dado tropas de las legiones de Termo.

—Eso ya lo sé —replicó César sin alterarse—. Y tampoco puedo evitar ser un grandisimo mentula… Pregunta a las mujeres del campamento.

Algunos se echaron a reír y otros le miraron furiosos; los que le detestaban le hubieran perdonado más fácilmente su actitud si durante el invierno no se hubiese ganado una envidiable fama entre las cantineras, realzada más aún por la novedad de que la elegida tenía que estar limpia y reluciente.

—¿Y no te preocupa lo más mínimo? —preguntó Rufo el Rojo.

—No —contestó César—. Tengo tanta suerte como talento. Ya veréis —añadió, guardando con cuidado la espada y el puñal en sus respectivas vainas y disponiéndose a llevarlos a su habitación. Al pasar junto a Bíbulo le hizo cosquillas debajo de la barbilla—. No tengas miedo, pulguita, tú eres tan pequeño que el enemigo no te verá.

—Si no estuviese tan seguro de sí mismo, sería más soportable —comentó Léntulo el feo a Léntulo el Negro, mientras subían hacia sus cuartos.

—Ya habrá algo que le rebaje los humos —dijo el último.

—Espero estar presente para verlo —añadió Léntulo el feo con un estremecimiento—. Mañana va a ser una jornada terrible, Negro.

—Sobre todo para César —contestó Léntulo con una aviesa sonrisa de satisfacción—. Lúculo lo envía al matadero.

Había seis torres de asalto cerca de las murallas de Mitilene, cada una de ellas capaz de permitir el ascenso de centenares de soldados que tomasen los adarves lo bastante aprisa como para desbordar a los defensores. Desgraciadamente para Lúculo, los defensores sabían de sobra que tenían menos posibilidades de resistir semejante asalto que de vencer en un combate pírrico fuera de las murallas.

A media noche despertaron a Lúculo con la noticia de que las puertas de la ciudad estaban abiertas y comenzaban a salir sesenta mil hombres para tomar posición en la explanada entre la ciudad y el muro de asedio que habían levantado los romanos.

Sonaron las trompetas, repicaron los tambores y resonaron los cuernos, y en el campamento romano se produjo una frenética actividad al llamar Lúculo a sus hombres a las armas. Contaba ahora con las cuatro legiones de Asia, ya que Termo había traído las otras dos que no formaban parte del ejército de Fimbria y que, por consiguiente, tenían derecho a regresar a Roma con el gobernador cuando cesase en su cargo. Por ello, su presencia en el asedio de Mitilene había hecho que las tropas de Fimbria recordasen su castigo del exilio y volviera a surgir el descontento. Ahora que era inevitable una batalla campal, Lúculo temía que esas tropas cedieran, lo que hacía aún más necesario que la cohorte de César con los descontentos más notorios fuese separada del resto.

Lúculo disponía de veinticuatro mil hombres contra los sesenta mil de Mitilene, pero entre los curtidos guerreros de la ciudad habría más viejos y niños, como sucedía siempre que una plaza recurría a la población para defenderse de un asedio.

—¡Qué estúpido; debía de habérmelo imaginado! —exclamó furioso Lúculo.

—Lo que no entiendo es cómo sabían que íbamos a atacar hoy —comentó Termo.

—Seguramente por espías entre las mujeres del campamento —contestó Lúculo—. Las mandaré matar —añadió, mientras se disponía al combate—. Lo peor de todo es que aún es de noche y no se ven las posiciones que han ocupado. Tendré que mantenerlos a raya hasta que podamos elaborar un plan de ataque.

—Tú eres brillante en la táctica, Lúculo —dijo Termo—. Todo saldrá bien.

Al amanecer Lúculo estaba en lo alto de una de las torres contemplando la masiva formación enemiga que se hallaba ya en la tierra de nadie, al borde del foso de cuyo fondo habían desaparecido los millares de agudas estacas, pues Lúculo no deseaba que su ejército pereciera empalado en caso de verse obligado a una retirada. Una ventaja es que habría de ser una lucha a muerte, pues el muro del cerco impediría la desbandada. No es que pensara en ello, pues las tropas de Fimbria eran tan buenas como las otras si les daba por combatir debidamente.

Antes de que saliera el sol, él mismo se llegó a la tierra de nadie rodeado de su cadena de mando para transmitir las órdenes.

—No puedo arengar a las tropas porque no me oirían —dijo con los labios prietos—. Así que todo depende de que me oigáis bien vosotros y obedezcáis al pie de la letra. Como punto de referencia os guiaréis por la puerta norte de Mitilene, que está en el centro de nuestro campo de operaciones. El ejército se extenderá en forma de media luna, con los flancos avanzados, pero justo en el centro quiero una fuerza ariete que se adelante a las demás unidades con el objetivo de tomar la puerta. La táctica consistirá en utilizar ese ariete para escindir en dos al enemigo y cercarlo con las dos alas de la media luna. Eso quiere decir que hay que mantener la formación, y los extremos de las alas deben avanzar al mismo nivel que el ariete. No hay caballería, y la infantería de los extremos tendrá que actuar como si lo fuera. Rápido y con contundencia.

Tendría a su alrededor unos setenta hombres, a los que hablaba subido sobre una caja para que todos le oyeran; estaban los centuriones de las cohortes además de los oficiales. Su severa mirada se detuvo en César, y en el centurión pilus prior que mandaba la cohorte de rebeldes en que había pensado en primer lugar como carnaza. Lúculo conocía perfectamente al agresivo pilus prior, sabía que se llamaba Marco Silio y que era un advenedizo mal educado, cabecilla siempre de las delegaciones que constantemente le enviaban las tropas de Fimbria. No era el momento de pensar en venganzas, sino de adoptar una decisión basada estrictamente en el sentido común. Y lo que debía decidir era si la cohorte tenía que formar como cabeza en el ariete del centro —con lo cual era casi seguro que perecería hasta el último hombre— o dejarla detrás de uno de los extremos de la media luna, donde lo más que podría hacer era servir de refuerzo. Y tomó la decisión.

—César y Silio: situaréis la cohorte en cabeza del ariete que avance hacia la puerta. Cuando lleguéis a ella, resistid a toda costa.

Tras lo cual, siguió dando órdenes.

—Los dioses me valgan, ese cunnus de Lúculo me ha dado un niño bonito por jefe —masculló Silio, torciendo el gesto y mirando a César, mientras Lúculo terminaba de dar las órdenes.

César respondió a la afrenta del veterano centurión con un simple fulgor de ira en la mirada, y se echó a reír.

—¿Y no prefieres tener por jefe a un niño bonito que ha estado dos años seguidos sentado en las rodillas de Mario escuchando cómo se combate que a un legado que no sabe dónde tiene la mano derecha?

¡Cayo Mario! Era el nombre que resonaba como una campana en el corazón de todo buen soldado romano. La mirada que Marco Silio dirigió a su jefe era inquisitiva y menos severa.

—¿Y qué eras tú de Cayo Mario? —preguntó.

—Era mi tío y creía en mí —contestó César.

—Pero ésta es tu primera campaña… y tu primer combate —replicó Silio.

—¿Te lo sabes todo, verdad, Silio? Pues toma nota de esto: no voy a dejarte a ti ni a tus hombres en la estacada, pero si me dejáis vosotros a mí haré que os azoten —le dijo César.

—Trato hecho —se apresuró a contestar Silio, alejándose para dar instrucciones a sus centuriones subordinados.

Lúculo no era el tipo de general que pierde el tiempo. En cuanto los oficiales transmitieron las órdenes y la tropa estuvo en formación, dio orden de avanzar. Le resultaba evidente que el enemigo no tenía plan de batalla, ya que sólo aguardaba apiñado en el terreno interior del muro de asedio, y, cuando el ejército romano inició el avance, aquel enemigo no hizo ningún movimiento de ataque; resistirían el ataque con los escudos y lucharían cuerpo a cuerpo, convencidos de vencerles por su superioridad numérica.

Tan astuto como agresivo, Silio hizo correr la voz entre sus seiscientos hombres de que el jefe era un niño bonito, sobrino, además, de Cayo Mario y que Cayo Mario creía en él.

César avanzaba en cabeza del estandarte, con el gran escudo rectangular en el brazo izquierdo y la espada sin desenvainar; Mario le había dicho que no debía desenvainarse hasta el último momento antes de atacar al enemigo, porque:

—No puedes mirar el terreno, avances al paso o corras, y si la llevas desenvainada en la mano derecha y caes en un hoyo o tropiezas con una piedra, puedes herirte tú mismo —le había comentado balbuciente con su torcida boca paralizada.

César no tenía miedo ni en lo más íntimo de su ser, y ni por un instante se le ocurrió pensar que fuera a morir. En un momento dado advirtió que sus hombres iban cantando.

¡So-mos-los-fim-bria-nos!

¡Ojo-a-los-fim-bria-nos!

¡Le-di-mos-al-rey-del-Pon-to!

¡So-mos-los-me-jo-res!

Fascinante, pensó César conforme se acercaban cada vez más a las hordas de Mitilene. Debe de hacer cuatro años que murió Fimbria; cuatro años en los que habían combatido con dos Licinios, Murena y ahora con Lúculo. Fimbria era un lobo y ellos siguen considerándose soldados de él. Nunca se considerarán licinianos. No sé qué pensarán de Murena, pero a Lúculo le detestan. ¡No es de extrañar! Es un aristócrata estirado, que no cree que es útil que la tropa le estime. No sabe el error que comete.

En el momento preciso César hizo seña al corneta para que tocase «lanzar venablos», y se mantuvo erguido cuando por encima de su cabeza sintió los silbidos de las dos voleas, que hicieron buen estrago en las filas de los de Mitilene. ¡Adelante!

Desenvainó la espada y la hizo brillar al aire, oyendo el ruido propio de las seiscientas espadas desenvainadas, y se encaminó con calma hacia el enemigo como un senador andando por el Foro, escudo en ristre y sin preocuparse por lo que sucedía a sus espaldas. Corto y de doble filo muy afilado, el gladium no era un arma para blandirla sobre la cabeza y descargarla y César la empleaba con arreglo a su propósito: esgrimida a la altura del vientre con la hoja en diagonal, punta hacia arriba. Estocada y empellón; empellón y estocada.

Al enemigo no le gustaba aquel tipo de ataque dirigido a las sensibles ijadas, y la cohorte de rebeldes fimbrianos siguió avanzando sin que los de Mitilene tuviesen espacio suficiente para manejar sus largas espadas por encima de la cabeza; la sorpresa les hacía retroceder, y la presión de los romanos los mantuvo suficientemente en retirada para ver aparecer por la brecha la columna-ariete de Lúculo que desde el centro de la media luna comenzó a internarse en las filas del enemigo.

Pero los de Mitilene, tras aquel primer retroceso, cobraron valor y se dispusieron a combatir con todas sus ganas, por odio a Roma, y decididos a morir antes que su querida ciudad cayera en manos extranjeras.

Pero César vio en seguida que aquel coraje era en gran parte ficticio. Cuando se te acerque un enemigo no hay que mostrar terror ni ceder terreno, porque si no pierdes el enfrentamiento psicológicamente y aumentan las posibilidades de morir. Atacar, atacar y seguir atacando; parecer invencible, y entonces es el enemigo el que cede terreno. Y César era excepcional en el ataque; dotado de sensibles reflejos y vista agudísima, combatió durante un buen rato sin pensar en lo que sucedía a sus espaldas.

Pero reflexionó y se dijo que había que pensar con inteligencia, aun en lo más encarnizado del combate. El era el jefe de la cohorte, y casi se había olvidado de su existencia. ¿Pero cómo volverse y ver lo que sucedía sin quedar aislado? ¿Cómo encontrar un punto elevado desde el cual formarse una idea de la situación? Notaba el brazo algo cansado, aunque la posición baja de ataque y el menor peso de su espada no podían compararse con el cansancio que sufría el enemigo con sus espadas mucho más pesadas: cada vez las blandían con menor precisión y las descargaban con menos fuerza.

Vio a un lado un montón de cadáveres enemigos en medio del reflujo de los que retrocedían, y redobló su fuerza de ataque para aprovechar la ocasión y subirse a él para ver. Unicamente sus piernas quedarían expuestas, pero podía girar en redondo sobre el siniestro montículo para parar cualquier golpe.

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