Favoritos de la fortuna (65 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Ella no se enterneció conmovida, tampoco lanzó una exclamación de horror ni estalló indignada; permaneció sentada hasta que su hijo tuvo que abrir los ojos y mirarla. Fue un intercambio ecuánime de miradas de dos fuertes personalidades que compartían una pena en vez de consolarse mutuamente, pero dispuestas a transigir.

—Grave problema —dijo ella.

—Un baldón inmerecido.

—Eso desde luego.

—¡No puedo luchar contra ello, mater!

—Tienes que hacerlo, hijo.

—¡Dime cómo!

—Bien sabes cómo, César.

—De verdad que no —replicó él, lacónico, con cara de perplejidad—. He tratado de hacer caso omiso, pero es muy difícil sabiendo lo que piensan todos.

—¿De dónde procede el comentario? —preguntó Aurelia.

—De Lúculo.

—¡Oh, ya entiendo…! A él pueden creerle.

—Le creen.

Durante un buen rato, ella, con mirada de preocupación, estuvo callada. Su hijo la miraba, maravillado de su entereza y su capacidad para desechar las implicaciones personales. Luego, abrió la boca y comenzó a hablar muy despacio, sopesando las palabras.

—Tienes que olvidarlo, eso antes que nada. Pues cuando hablas de ello te sitúas a la defensiva y haces ver cuánto te preocupa. Piensa un poco, César. Sabes lo grave que es semejante suposición para tu futura carrera política. ¡Pero no puedes dejar que nadie advierta que eres consciente de la gravedad! Así que debes olvidarlo para siempre. Lo mejor es que te haya sucedido ahora en vez de dentro de diez años, porque para un hombre de treinta años sería una imputación mucho más difícil de afrontar que para uno de veinte. De eso debes dar gracias. En esos diez años sucederán muchas cosas, pero no volverá a repetirse el baldón. Lo que tienes que hacer, hijo, es esforzarte con denuedo para disiparlo —añadió, con un brillo burlón en sus extraordinarios ojos—. Hasta ahora, tus conquistas las has hecho entre las mujeres ordinarias del Subura. César, yo sugiero que apuntes más alto. ¡No sé por qué, pero lo cierto es que te llevas las mujeres de calle! Así que, a partir de ahora, tus iguales deben saberlo. Y eso quiere decir que debes concentrarte en la conquista de mujeres que cuentan, mujeres conocidas. No cortesanas como Praecia, sino mujeres nobles. Patricias.

—¿Que me ponga a desflorar a Domicias y Licinias? — inquirió César, sonriendo embobado.

—¡No! —respondió ella—. ¡Nada de muchachas solteras! ¡Solteras nunca! Esposas de hombres importantes.

—¡Edepol! —exclamó él.

—Hay que combatir el fuego con el fuego, César. No hay otra manera. Si no se difunden tus historias amorosas, todos pensarán que tienes líos con hombres. Así que, en lo posible, han de ser historias escandalosas y de las que todo el mundo se entere. Tienes que labrarte fama de ser el mayor mujeriego de Roma, pero elige con cuidado las presas —añadió Aurelia, meneando desconcertada la cabeza—. Sila sabía volver locas a las mujeres, pero al menos en una ocasión pagó un amargo precio, cuando Dalmática, de jovencita, era esposa de Escauro. La estuvo evitando escrupulosamente, pero, a pesar de todo, Escauro le castigó impidiendo que fuese elegido pretor, y por culpa de él tardó seis años en llegar a serlo.

—Lo que quieres decirme es que me ganaré enemigos.

—No es eso —replicó ella—. No, yo lo que quiero decirte es que ese problema de Sila surgió por el hecho de que no puso cuernos a Escauro. De haberlo hecho, a Escauro le hubiera sido más difícil vengarse, porque para un hombre que es la irrisión es imposible mostrarse admirable. Lamentable, sí; pero fue Escauro quien quedó en buen lugar, porque Sila permitió que adoptara una actitud noble de esposo benevolente capaz de ir con la cabeza bien alta. Así que, si eliges una determinada mujer, debes estar seguro de que el engañado es el marido. No elijas mujeres que te pidan tirarte al Tíber, y nunca busques una que sea tan lista que te encandile hasta exigirte públicamente que te tires al Tíber tú.

El la miraba con un profundo respeto, tan nuevo en su expresión como dentro de sí mismo.

—Mater, ¡eres la mujer más extraordinaria del mundo! ¿Cómo sabes esas cosas? Eres tan estirada y virtuosa como Cornelia, la madre de los Gracos, y das a tu hijo unos consejos terribles.

—He vivido muchos años en el Subura —respondió ella, con gesto complacido—. Además, de eso se trata: eres mi hijo y te han calumniado. Lo que hago por ti no lo haría por nadie, ni por mis propias hijas. Por ti sería capaz de matar si preciso fuera. Pero eso no solucionaría el problema. Así que, en vez de eso, me complace destrozar unas cuántas reputaciones. Ojo por ojo.

Estuvo a punto de abrazarla, pero las costumbres tradicionales tenían fuerte arraigo; se puso en pie, le cogió la mano y se la besó.

—Gracias, mater; yo también mataría por ti con igual decisión y alegría. —De pronto le vino una idea a la cabeza y se estremeció de contento—. ¡Ah, estoy deseando que se case Lúculo! ¡Y ese mierda de Bíbulo!

Al día siguiente volvió a haber mujeres en la vida de César, pero no para conquista.

—Julia nos ha mandado llamar —dijo Aurelia, antes de que César saliera camino del Foro.

Como aún no había ido a ver a su querida tía, César no protestó.

Era un día espléndido y caluroso, pero por lo temprano de la mañana el paseo desde el Subura al Quirinal fue agradable. César y Aurelia tomaron cuesta arriba por el Vicus ad Malum Punicum, y después por la calle que conducía al templo de Quirino en la Alta Semita. En el precioso recinto del templo estaba el manzano púnico plantado por Escipión el Áfricano después de su victoria sobre Cartago, y junto a él crecían dos mirtos antiquísimos, uno para los patricios y otro para los plebeyos, si bien, en el caos que siguió a la guerra itálica, el mirto patricio había empezado a secarse y estaba ya casi muerto, mientras que el plebeyo seguía floreciendo. El significado que se le atribuía era la muerte del patriciado, por lo que a César no le causó ningún placer ver sus ramas desnudas. ¿Por qué no habrían plantado un nuevo mirto patricio?

Los cien talentos que Sila había permitido conservar a Julia le habían servido para obtener una buena vivienda en una calle que discurría desde la Alta Semita a las murallas servianas. Era bastante espaciosa y recién construida, y las rentas le bastaban para disponer de esclavos que la atendiesen y para subvenir más que holgadamente a sus propias necesidades; incluso podía permitirse mantener y alojar a su nuera Mucia Tercia, aunque fuese poco consuelo para César y Aurelia, que lamentaban su triste situación.

Julia rondaba ya los cincuenta y no parecía haber cambiado. Al trasladarse al Quirinal había dejado de tejer y se dedicaba a otras cosas; aunque no era un barrio de pobres, ni estaba saturado de casas, ella siempre encontraba familias necesitadas de ayuda, desde casos de un padre borracho hasta situaciones de enfermedad. Una mujer más presuntuosa y sin tacto hubiera sido rechazada, pero Julia tenía encanto y los necesitados del barrio sabían a dónde acudir.

Sin embargo, aquel día no había obras de caridad que hacer, y Julia y Mucia Tercia aguardaban nerviosas.

—He recibido una carta de Sila —dijo Mucia Tercia—, y me dice que tengo que volver a casarme.

—¡Si eso va én contra de sus leyes relatívas a las viudas de los proscritos…! —exclamó Aurelia extrañada.

—Mater, quien hace las leyes puede contravenirlas —dijo César—. Una cláusula especial y ya está.

—¿Y con quién tienes que casarte? —inquirió Aurelia.

—Ahí está la cosa —añadió Julia muy seria—. No se lo ha dicho a la pobre. Y por la carta ni siquiera podemos saber si tiene pensado alguien o quiere que sea Mucia quien se busque esposo.

—A ver —dijo César, tendiendo el brazo, cogiendo la carta y leyéndola de un tirón—. No dice nada, es cierto. Sólo que vuelva a casarse.

—¡Yo no quiero volver a casarme! —exclamó Mucia Tercia.

Se hizo un silencio que rompió César.

—Escríbele y díselo. Dilo muy cortésmente, pero con firmeza. Y a ver qué hace. Así sabrás más.

—No puedo hacerlo —replicó Mucia temblorosa.

—Claro que sí. A Sila le gusta la gente que se le enfrenta.

—Serán los hombres, pero no la viuda del hijo de Mario.

—¿Qué queréis que haga yo? — preguntó César a Julia.

—No tengo ni idea —respondió Julia—. Es que eres el único hombre de la familia, y pensé que debíamos decírtelo.

—¿De verdad que no quieres volver a casarte? —preguntó César a Mucia.

—No, César, de verdad que no.

—Pues como soy el paterfamilias, yo escribiré a Sila.

En aquel momento el viejo mayordomo Estrofantes entró en el cuarto.

—Domina, tenéis visita —dijo a Julia.

—¡Qué fastidio! —exclamó ella—. Di que no estoy, Estrofantes.

—Es que quiere ver a la señora Mucia.

—¿Quién? —inquirió César cortante.

—Cneo Pompeyo Magnus.

—Supongo que el pretendido esposo —comentó César sonriente.

—¡Pero si yo no le conozco! —exclamó Mucia Tercia.

—Yo tampoco —añadió César.

—¿Qué hacemos? —preguntó Julia.

—Oh, le recibiremos, tía Julia. Hazle pasar —añadió con un movimiento de cabeza dirigido al mayordomo.

Estrofantes volvió al atrium donde el visitante se consumía de impaciencia entre perfume de rosas.

—Seguidme, Cneo Pompeyo —farfulló el anciano.

Desde el casamiento de Sila, Pompeyo había estado esperando noticias sobre la misteriosa novia que le había buscado el dictador, y en cuanto supo que Sila había regresado a Roma tras la luna de miel, esperó que le llamase; pero no fue así. Finalmente, sin poder aguantar más, fue a ver a Sila y le preguntó qué sucedía y qué había resuelto.

—¿Sobre qué? —inquirió Sila, haciéndose de nuevas.

—¡Bien que lo sabes! —gruñó Pompeyo—. Me dijiste que habías encontrado esposa para mi.

—¡Ah, sí, sí! —dijo Sila entre risas—. ¡Hay que ver la impaciencia de la juventud!

—¿Me lo dirás, malvado torturador?

—¡Magnus, Magnus, no insultes al dictador!

—¿Quién es?

Sila cedió.

—La viuda del hijo de Mario: Mucia Tercia. Es hija de Escévola, pontífice máximo, y de Licinia, hermana de Craso Orator. Tiene más de Mucio Escévola que de Licinio Craso, porque su abuelo materno era en realidad hermano del abuelo paterno. Y, desde luego, es pariente de las hijas de Escévola el Augur, las llamadas Mucia Prima y Mucia Secunda, por eso a ella la llaman Mucia Tercia, a pesar de que hay cincuenta años de diferencia entre ella y las otras. La madre de Mucia Tercia vive aún, por supuesto. Escévola se divorció de ella por adulterio con Metelo Nepote, con el que se casó después. Así que Mucia Tercia tiene dos hermanastros Cecilios Metelos, Nepote el joven y Celer. Está muy bien emparentada, Magnus, ¿no crees? Muy bien emparentada para quedarse siendo la viuda de un proscrito para el resto de sus días. Mi querido Meneítos, que es su primo, me lo viene diciendo hace tiempo —añadió Sila, reclinándose en la silla—. Bueno, Magnus, ¿te parece bien?

—¿Que si me parece bien? — repitió Pompeyo apabullado—. ¡Ya lo creo!

—¡Estupendo! — La montaña de papeles de su escritorio pareció hacerle señas y Sila bajó la vista hacia unos documentos. Al cabo de un rato volvió a mirar a Pompeyo con gesto de sorpresa—. Le escribí para decirle que tenía que volver a casarse, Magnus. Así que no hay impedimento —añadió—. Y ahora haz el favor de dejarme solo. No se te olvide invitarme a la boda.

Y Pompeyo se había dirigido directamente a su casa a bañarse y cambiarse, mientras sus criados averiguaban como enloquecidos dónde vivía Mucia Tercia; tras lo cual su amo se apresuró a personarse en casa de Julia, deslumbrando a cuantos se cruzaban con él con su nívea toga y dejando una estela de esencia de rosas en su camino. ¡La hija de Escévola! ¡La sobrina de Craso Orator! ¡Emparentada con los principales Cecilios Metelos! ¡Los hijos que le diera serían parientes por consanguinidad de casi todo el mundo! ¡Ah, le importaba un bledo que fuese la viuda del hijo de Mario! ¡Y le daba igual que fuese más fea que la sibila de Cumas!

¿Fea? ¡Nada de eso! Era muy exótica y hermosa. Pelirroja y con ojos verdes; pero las dos cosas de matiz oscUro; y con· un cutis claro y perfecto. ¡Y qué ojos! ¡Jamás había visto nada parecido! ¡ Era una preciosidad! Pompeyo se enamoró nada más verla sin que mediara palabra.

No era de extrañar, pues, que apenas se diera cuenta de las demás personas que había en la habitación, aun después de hacerse las presentaciones. Acercó una silla a la de Mucia Tercia y cogió su serena mano entre las suyas.

—Dice Sila que tienes que casarte conmigo — dijo, sonriéndole con sus blancos dientes y sus ojos azules.

—Es la primera noticia —replicó ella, notando inmediatamente que su antipatía cedía; se le notaba realmente feliz, y realmente era muy atractivo.

—Ah, bueno, ya sabes cómo es Sila —añadió él, conteniendo la felicidad que le embargaba—. Pero hay que admitir que se preocupa de todo corazón por los intereses ajenos.

—Es natural que tú pienses así —terció Julia con frialdad.

—¿De qué te quejas? A ti no te hizo tanto mal en comparación con otras viudas de proscritos —replicó el enamorado Pompeyo, sin delicadeza alguna, mirando arrobado a su futura esposa.

Julia estuvo a punto de replicar que Sila era el responsable de la muerte de su único hijo, pero optó por callar; era bien sabido que aquel bobalicón era partidario de Sila y no entendería otro punto de vista.

Y César, sentado en un rincón, se dedicó a observar detalladamente a Cneo Pompeyo Magnus sin que éste se diera cuenta. Con mirarle se veía que no era un verdadero romano, eso era evidente; los rasgos galos del picentino eran notorios en su ancho rostro y su barbilla hendida. Y oyéndole, se corroboraba la impresión, pues era pasmosa su total carencia de sutileza. El Joven Carnicero. Buen apodo.

—¿Qué te parece? —preguntó Aurelia a César por el camino de vuelta al Subura bajo el calor del mediodía.

—Más adecuado sería preguntárselo a Mucia.

—Oh, a ella le gusta a rabiar. Mucho más de lo que le gustaba el hijo de Mario.

—No le vendrá mal, mater.

—No.

—Y tía Julia se encontrará sola sin ella.

—Sí, pero encontrará más cosas en que ocuparse.

—Lástima que no tenga nietos.

—¡Culpa de su hijo Mario! —replicó Aurelia con aspereza.

Estaban ya casi en el vicus Patricius antes de que César reanudara la conversación.

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