Favoritos de la fortuna (69 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Muy bien dicho.

Así, cuando Varrón salió de la casa del dictador en el Palatino, tuvo que detenerse a enjugarse el sudor de la frente. Todos hablaban del león y el zorro que era Sila, pero él personalmente pensaba que la peor fiera que albergaba aquel hombre era un gato común.

Pero había cumplido su encomienda: cuando Pompeyo llegase a Roma con su esposa y se alojara en la casa de la Carinae, él podría anunciarle que Sila se complacería en recibirle y le asignaría fecha para una amistosa charla, en palabras del propio Sila, pero Varrón sabía que la «amistosa charla» podía convertirse en un paseo por la cuerda floja sobre un foso de brasas.

¡Ah, pero los jóvenes están seguros de sí mismos y son engreídos! Pompeyo, que aún no había cumplido veintisiete años, iría encantado a ver a Sila.

—¿Qué tal la vida de casado? —preguntó el dictador afablemente.

—¡Estupenda! —contestó Pompeyo con encantadora sonrisa—. ¡Una maravilla! ¡Qué esposa me has encontrado, Lucio Cornelio! Hermosa, educada… dulce. Está embarazada. Dará a luz mi primer hijo a finales de año.

—¿Un hijo, eh?, ¿estás seguro de que será varón, Magnus?

—Seguro.

Sila contuvo la risa.

—Bueno, eres un favorito de la Fortuna, Magnus, y supongo que será un hijo. Cneo hijo. El Carnicero, el Joven Carnicero y el Carnicerito…

—¡Sí, me gusta! —exclamó Pompeyo sin ofenderse.

—Para seguir la tradición —añadió Sila muy serio.

—¡Eso es! ¡Tres generaciones!

Pompeyo se recostó en el asiento con satisfacción, pero vio la mirada de Sila, y en sus ojos azules la felicidad cedió a una súbita cautela al reflexionar sobre algo que acababa de ocurrírsele. Sila esperaba sin decir nada a que él se manifestara.

—Lucio Cornelio…

—Dime.

—Esa ley que has promulgado… la de que el Senado busque fuera de sus filas si no se encuentra un jefe militar entre sus miembros…

—¿Te refieres a la de encomienda especial?

—Eso es.

—¿Y qué?

—¿Sería aplicable en mi caso?

—Podría serlo.

—Sólo en caso de que ningún senador se presentara voluntario.

—No estipula eso, Magnus. Dice si no se presenta voluntario un miembro del Senado capaz y con experiencia de mando.

—¿Y quién lo decide?

—El Senado.

Se hizo otro silencio, tras el cual Pompeyo añadió, como quien no quiere la cosa:

—Sería muy conveniente tener muchos clientes en el Senado.

—Siempre es conveniente, Magnus.

Y en ese momento Pompeyo decidió cambiar de tema.

—¿Quiénes son los cónsules del año que viene? —quiso saber.

—Catulo, desde luego. Aunque aún no he decidido si será primer o segundo cónsul. Hace un año no tenía duda, pero ahora no estoy tan seguro.

—Catulo es como Metelo Pío, un rigorista.

—Quizá. Desgraciadamente, ni tan mayor ni tan prudente.

—¿Crees que Metelo Pío podrá vencer a Sertorio?

—De entrada, no creo —respondió Sila sonriendo—. Pero no subestimes al Meneítos, Magnus. A él le cuesta un poco ponerse en marcha, pero una vez que se pone no hay quien le pare.

—¡Bah! ¡Es una vieja! —replicó Pompeyo con desdén.

—He conocido unas cuantas viejas valientes, Magnus.

—¿Quién es el otro cónsul? —inquirió Pompeyo, cambiando otra vez de tema.

—Lépido.

—¿Lépido? —exclamó Pompeyo estupefacto.

—¿No te parece bien?

—No digo que me parezca mal, Lucio Cornelio; en realidad, creo que me parece bien. Es que no creía que te inclinases por él, que no ha sido muy servil.

—¿Eso es lo que piensas? ¿Que doy los cargos importantes sólo a los lameculos?

Por mucho que le dijeran Pompeyo no se amilanaba.

—No es eso —replicó para mayor fruición de Sila—, pero no has dado cargos de importancia a otros que hayan manifestado tan abiertamente como Lépido que no está de acuerdo contigo.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —replicó Sila perplejo—. ¡No soy tan tonto para dar cargos a quienes podrían socavar mi autoridad!

—¿Y por qué a Lépido sí?

—Me habré retirado antes de que él asuma el cargo. Y Lépido —añadió Sila deliberadamente— tiene grandes ambiciones. Y he pensado que es mejor nombrarle cónsul antes de que yo muera.

—Es buen hombre.

—¿Porque me pone en tela de juicio públicamente? ¿O a pesar de eso?

Pero «es buen hombre» era lo más que Pompeyo estaba dispuesto a decir. Lo cierto era que aunque el nombramiento de Lépido no le parecía lógico en Sila, el asunto no le interesaba gran cosa. Mucho más le interesaba la ley de Sila relacionada con el encargo especial del Senado. Al enterarse, había pensado si le afectaba a él, pero no al punto de preguntarle nada a Sila; pero ahora que ya habían transcurrido dos años desde la promulgación, sí que había decidido hacer averiguaciones más que preguntarle. Sí, el dictador tenía toda la razón. Ya era difícil lograr sus objetivos siendo miembro del Senado, pero lograr sus objetivos a través del Senado no siendo miembro de él era realmente difícil.

Al salir de casa de Sila, camino de la suya, fue paseando sumido en sus pensamientos. En primer lugar, tendría que crear una facción dentro del Senado, y luego un grupo más pequeño de partidarios dispuestos —por un precio, naturalmente— a intrigar activa y constantemente a su favor y dedicarse a actividades turbias. Pero, ¿por dónde empezar?

A la mitad de la escalinata de los Joyeros, Pompeyo se detuvo, dio la vuelta y, subiendo los escalones de dos en dos a pesar de la engorrosa toga, regresó al clivus Victoriae. ¡Filipo! Comenzaría por Filipo.

Lucio Marcio Filipo había prosperado mucho desde el día en que había hecho una visita a la villa marítima de Cayo Mario para anunciar al famoso militar que acababan de nombrarle tribuno de la plebe y se ponía a su disposición, a un precio, naturalmente. ¿Cuántas veces había Filipo cambiado de toga? Sólo él lo sabía. Lo que sabían los demás era que siempre se las había arreglado para salir adelante y hasta acrecentar su fama. Cuando Pompeyo fue a verle, era consular y ex censor y uno de los más viejos del Senado. Muchos le odiaban y pocos le estimaban, pero no por eso dejaba de tener su influencia; se las había arreglado para convencer a sus colegas de que era un hombre notable con influencia.

La entrevista con Pompeyo le resultó divertida e interesante; hasta entonces nada había tenido que ver con el niño mimado de Sila, pero estaba convencido de que Pompeyo era un joven que Roma no debía perder de vista. Además, Filipo se hallaba otra vez en dificultades financieras. ¡No como antes, claro! Las proscripciones de Sila habían sido una bicoca, y él se había quedado con fincas por valor de varios millones al precio de unos miles de sestercios, pero, como muchos de su clase, Filipo no era un buen administrador, el dinero se le escapaba a velocidad inaudita, y no sabía llevar bien sus empresas agrícolas ni escoger administradores de confianza.

—En pocas palabras, Cneo Pompeyo, yo soy lo contrario de Marco Licinio Craso, que aún conserva los primeros sestercios que hizo, y ha ido añadiendo millones y millones. Las gentes de sus propiedades tiemblan cada vez que le ven, mientras que las mías se sonríen aviesamente.

—Necesitas un Crisógono —dijo Pompeyo, mirándole de hito en hito con sus ojos azules y su atractivo rostro, franco y abierto.

Filipo era un hombre con tendencia a la adiposidad, y con los años se había puesto más fofo aún; ahora sus ojos castaños quedaban casi ocultos bajo los gruesos párpados superiores y las abultadas bolsas de los inferiores. Unos ojos que se fijaron en el joven interlocutor con manifiesto gesto de sorpresa. Él no estaba acostumbrado a que le trataran con aire protector.

—¡Crisógono acabó empalado en las agujas al pie de la roca Tarpeya!

—Pero bien útil que le fue a Sila —replicó Pompeyo—. Corrió esa suerte porque se enriqueció con las proscripciones, no porque se enriqueciera robando directamente a su amo. Durante los muchos años que estuvo al servicio de Sila trabajó con denuedo. Créeme, Lucio Marcio, un Crisógono es lo que necesitas.

—Bueno, de ser así no tengo ni idea de dónde encontrarlo.

—Si te parece yo me encargo de buscártelo.

Ahora los ojillos semienterrados bajo la carne surgieron asombrados.

—¡Ah! ¿Y por qué ibas a hacer eso, Cneo Pompeyo?

—Llámame Magnus —dijo Pompeyo.

—Magnus.

—Porque necesito tus servicios, Lucio Marcio.

—Llámame Filipo.

—Filipo.

—¿Y en qué puedo yo servirte, Magnus? Eres más rico de lo que un hombre puede soñar… ¡incluso el mismo Craso! Tienes… veintitantos años y ya eres un jefe militar famoso, y además gozas del inestimable favor de Sila… cosa ya bien difícil. Yo lo he intentado en vano.

—Sila deja el poder —replicó Pompeyo con toda intención—, y cuando se vaya yo volveré a estar en la sombra. Sobre todo si intervienen para que así sean hombres como Catulo y los Dolabelas. No soy miembro del Senado y no pretendo serlo.

—Eso es sorprendente —dijo Filipo, pensativo—. Tuviste ocasión, pues Sila en persona incluyó tu nombre en cabeza de la primera lista. Pero tú rehusaste.

—Tengo mis motivos.

—¡Me lo supongo!

Pompeyo se levantó de la silla y se acercó a la ventana abierta del fondo del despacho de Filipo, que, por la peculiar situación de la casa (colgada cerca de la curva del clivus Victoriae), no daba a un jardín porticado sino al bajo Foro y al risco del Capitolio. Y allá, encima de la columnata que soportaban las estatuas de los doce dioses, Pompeyo vio las obras iniciadas de un gran edificio: el Tabularium de Sila, un gigantesco archivo en el que se guardarían todos los libros de cuentas de Roma y sus tablillas legislativas. Otros hombres, pensó Pompeyo con desdén, mandan edificar una basílica o un templo, Sila, por el contrario, construye un monumento a la burocracia romana. No tiene imaginación. Ése es su punto débil: su sentido práctico patricio.

—Te quedaría agradecido si me encuentras un Crisógono, Magnus —dijo Filipo para romper el largo silencio—. ¡El único inconveniente es que yo no soy Sila, y dudo mucho que sea capaz de controlarle!

—Eres blando únicamente en apariencia, Filipo —replicó el maestro del tacto—. Si te encuentro al hombre adecuado lo sabrás controlar. Lo que sucede es que no sabes elegir las personas.

—¿Y por qué vas a hacerme ese favor, Magnus?

—¡Ah, no es lo único que pienso hacer por ti! —replicó Pompeyo, dando la espalda a la ventana, sonriente.

—¿De verdad?

—Tengo entendido que tu mayor problema es disponer de dinero en metálico. Tienes enormes propiedades y varias escuelas de gladiadores, pero todo está mal administrado, y por eso no cobras las rentas debidas. Un Crisógono sanearía la situación. No obstante, es muy probable que, como eres hombre que gasta sin freno, incluso un aumento de beneficios de tus tierras y escuelas no te bastase.

—¡Tú lo has dicho! —asintió Filipo, que comenzaba a apreciar francamente aquella visita.

—Estoy dispuesto a aumentar tus ingresos con el obsequio de un millón de sestercios al año —añadió Pompeyo sin inmutarse.

—¿Un… millón? —inquirió estupefacto Filipo.

—Si te lo ganas, desde luego.

—¿Y qué debo hacer para ganarlo?

—Crear en el Senado una facción a favor de Cneo Pompeyo Magnus que tenga poder para llevarme a donde quiera cuando quiera.

Pompeyo no había tenido en su vida vergüenza ni escrúpulos y sostuvo sin dificultad la mirada a Filipo mientras le exponía sus deseos.

—¿Y por qué no ingresas en el Senado y lo haces tú mismo… sería más barato?

—Es imposible porque no quiero pertenecer al Senado. Además, tendría que hacerlo públicamente y es mucho mejor hacerlo en la sombra. No quiero estar sentado en la cámara para que los senadores puedan ver que tengo interés en cosas que exceden la dedicación de un auténtico caballero patriota romano.

—¡Ah, qué habilidoso! —exclamó Filipo admirado—. No sé si Sila te conocerá bien…

—Bueno, creo que ha sido precisamente por mí por lo que ha creado esa ley especial sobre mando militar y cargos de gobernador.

—¿Crees que ha inventado lo de la encomienda porque tú te has negado a entrar en el Senado?

—Efectivamente.

—Y por eso me ofreces esa gran suma para que cree una facción favorable a ti en el Senado. Está bien, pero crear esa facción te costará mucho más de lo que quieres pagarme, Magnus; porque no pienso pagar a nadie con dinero mío, y lo que me des es dinero mio.

—Está claro —replicó Pompeyo.

—Hay muchos senadores necesitados entre los pedarii. No te costarán mucho, pues lo único que les exigiremos será el voto, pero habrá que comprar también a algunos picos de oro de las primeras filas, y a unos cuantos más en las intermedias —dijo Filipo pensativo—. Cayo Escribonio Curión es bastante pobre, igual que el hijo adoptivo de Cornelio Léntulo, Cneo Cornelio Léntulo Clodiano; los dos ansían el consulado, pero ninguno de los dos tienen rentas que les permitan ser candidatos. Hay varios Léntulos, pero Léntulo Clodiano es el mayor y es quien dirige el voto de los pedarios clientes de los Léntulos. Y Curión es un auténtico poder; un hombre interesante. Pero comprarlos supondrá mucho dinero. Probablemente un millón a cada uno. Y eso si Curión se vende; yo creo que estará predispuesto, pero no del todo y a ciegas. Lucio Gelio Poplícola, por el contrario, vendería por un millón a su esposa, a sus padres y a sus hijos.

—Prefiero pagarles una suma anual igual que a ti —dijo Pompeyo —. Sí, se les podría comprar millón en mano, pero yo creo que les apetecerá cobrar un cuarto de millón al año. Un millón al cabo de cuatro años; pero voy a necesitarlos más de cuatro años.

—Eres generoso, Magnus. Hasta la necedad, dirían algunos.

—¡Necio no soy nunca! —protestó Pompeyo—. ¡Y espero ver resultados tangibles acordes con las cantidades!

Estuvieron hablando un rato de la manera de efectuar los pagos y de las sumas necesarias para el soborno de los pedarios, pero de pronto Filipo se arrellanó en la silla y frunció el ceño.

—¿Qué sucede? —protestó Pompeyo.

—Hay uno del que no podemos prescindir, pero la dificultad estriba en que tiene dinero de sobra. No podemos comprarle, y eso él puede capitalizarlo enormemente.

—Te refieres a Cetego.

—Exacto.

—¿Y cómo podría ganármelo?

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