Favoritos de la fortuna (110 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Olvidas —replicó César sin acalorarse— que el imperium marítimo de Marco Antonio es ilimitado y en los mares su poder está por encima del primer cónsul del año.

—Pues me aseguraré de no hallarme jamás en el mismo mar por el que deambule Marco Antonio —replicó Lúculo con hastío—. Ve a ver a tu tío Cotta antes de partir.

—¿No me das lecho para pasar la noche?

—El único lecho que yo te daría es el Procusto, César.

Momentos después, César decía a su tío Marco Aurelio Cotta:

—Ya sabía que enfrentarme a Eumaco me valdría una buena reprimenda, pero no creía que Lúculo llegaría tan lejos. O quizás deba decir que pensaba que se me perdonaría o sería juzgado por traición. Pero lo que ha hecho Lúculo es aplicar represalias personales que entorpezcan mi carrera.

—Yo no tengo influencia sobre él —dijo Marco Cotta—. Lúculo es un autócrata. Pero eso también lo eres tú.

—No puedo quedarme, tío. Me ha ordenado partir de inmediato hacia… Rodas, supongo, para llegarme después a Giteo, en una pensión de dueño romano. ¡ De verdad que las imposiciones de tu colega son tremendas! Tendré que enviar a mis libertos a Italia, incluido Burgundus, porque no se me permite ostentación alguna.

—¡Eso sí que es raro! Si la bolsa se lo permite, hasta un contubernalis puede vivir como un rey si quiere. Y me imagino —añadió Marco Cotta con picardía— que después de tu aventura con los piratas podrás vivir como un rey.

—No. Esto me ata. Ha sido muy astuto de elegir un Antonio, porque sabe que los Antonios me detestan —dijo César con un suspiro—. Y, además, me otorga el rango más bajo. Debería ser por lo menos tribunus militum, aun sin ser electo.

—Si quieres ganar afectos, César… ¡ah, pero por qué te daré consejos! Tú sabes mejor que yo cómo conducirte en la vida. Si te ves escaldado es porque tú mismo has querido pisar la caldera viéndola perfectamente.

—Lo admito, tío. Bueno, ahora tengo que irme a buscar cama en la ciudad antes de que cierren las hospederías. ¿Cómo está mi tío Cayo?

—No le han prorrogado el mandato en la Galia itálica a pesar de que allí hace falta un gobernador. Ha cumplido bien, y espera celebrar un triunfo.

—Tío, te deseo suerte en Bitinia.

—Sospecho que voy a necesitarla —dijo Marco Cotta.

Era mitad de noviembre cuando César llegó al pequeño puerto de Giteo en el Peloponeso y se encontró con que Lúculo no había perdido el tiempo, pues había avisado de la llegada del joven tribuno militar especificando detalladamente sus condiciones.

—¿Qué diablos has hecho? —inquirió el legado Marco Manio, encargado de organizar el estado mayor de Antonio.

—Molestar a Lúculo —contestó César, lacónico.

—¿No puedes darme detalles?

—No.

—Lástima; me muero de curiosidad —dijo Manio, que caminaba junto a César por la estrecha calle empedrada—. Creo que será mejor que primero te enseñe dónde vas a vivir. No está mal del todo. Es una casa compartida por dos viejos viudos, llamados Canuleio y Apronio. Se ve que estaban casados con dos hermanas naturales de Giteo y viven juntos desde que murió la segunda hermana. Pensé inmediatamente en ellos cuando llegaron las órdenes, porque tienen muchas habitaciones y te cuidarán muy bien. Son unos vejetes raros pero muy amables. De todos modos, no vas a estar mucho en Giteo. ¡No te envidio la tarea de sacar barcos a los griegos! Pero la hoja de servicios dice que eres un experto, así que sabrás hacerlo.

—Sí que sabré —añadió César sonriente.

En cualquier caso, reunir barcos en el Peloponeso no era tan desagradable para quien tan empapado estaba de autores clásicos griegos. ¿Era dorado Pilos? ¿Fueron los titanes quienes levantaron las murallas de Argos? Había una especie de eterna ensoñación sobre el Peloponeso que hacía irrelevante el presente, como si los mismos dioses fuesen simples niños comparados con las heroicas generaciones que habían vivido en aquellos lugares. Y César, aunque no tenía rival en ganarse la enemistad de los grandes romanos, cuando trataba con los humildes sabía ganarse su afecto.

Las flotas fueron creciendo despacio a lo largo del invierno, pero a un ritmo que César consideró que Antonio no podría poner en tela de juicio. En vez de contentarse con promesas, el mejor experto mundial en acopio de flotas, requisaba en el acto cuantos navíos de guerra veía y luego obligaba a las ciudades a firmar contratos comprometiéndose a entregar en abril en Giteo galeras de nueva construcción. Marco Antonio, pensó César, no estaría listo para comenzar su campaña antes de abril, ya que no zarparía de Massilia hasta marzo.

En febrero, comenzó a llegar el séquito del Gran Hombre, y César —con cejas enarcadas y labios temblorosos— comenzó a hacerse una mejor idea de la campaña de Marco Antonio. Como en Giteo no había una residencia de su conveniencia, el personal del séquito se empeñó en que se edificara una junto al golfo de Laconia con vistas a la preciosa isla de Citeres, y dotada con piscinas, cascadas, fuentes, baños de chorro, calefacción y decorada con mosaicos policromados.

—Seguramente no podrá estar acabada antes del verano —comentó César a Manio, con ojos pícaros—, así que he pensado ofrecer al Gran Hombre mi cuarto en casa de Apronio y Canuleyo.

—Pues no le gustará nada ver que no está acabada —replicó Manio, a quien divertía tanto la situación como a César—. Ahora bien, los griegos han adoptado una actitud encomiable y, ya que gastan los fondos municipales en tan sibarita construcción, piensan alquilarla bien cara a todos los potentados que pasen por aquí una vez que Antonio se haya ido.

—Yo me ocuparé de divulgar por doquier el lujo de la residencia —dijo César—. Al fin y al cabo, Giteo goza de uno de los mejores climas del mundo, y es lugar ideal para una cura de descanso o para retiro secreto de un cónyuge de vicios inconfesables.

—Me gustaría que lograsen recuperar su dinero —dijo Manio—. ¡ Qué gasto tan enorme! Pero no he dicho nada.

—¿Cómo? —dijo César, poniéndose la mano en hueco junto al oído.

Al llegar Marco Antonio a Giteo, se encontró con un puerto bien abrigado y espacioso lleno de barcos de todo tipo (César no había desdeñado los mercantes, sabiendo que Marco Antonio tenía que transportar una legión de tropas de tierra) y su villa a medio terminar. Pero nada podía hacer mella en su enaltecido ánimo, pues había estado bebiendo vino sin aguar desde su salida de Massilia. Por lo que su fascinado legado Marco Manio y el tribuno militar Cayo Julio César pudieron ver, el concepto de campaña que tenía Marco Antonio era asaltar las partes pudendas de cuantas féminas pudiese encontrar, con lo que, según rumores, era un arma colosal. Sus victorias eran los alaridos femeninos ante el vigor del ataque y el tamaño del ariete.

—¡Por los dioses, qué borracho incompetente! —exclamó César ante las paredes de su agradable y cómodo cuarto en casa de Canuleyo y Apronio, pues no osaba decirlo ante ningún mortal.

Se había preocupado, desde luego, porque Marco Manio mencionase en sus despachos su actividad reuniendo flotas, y así, cuando llegó carta de su madre a finales de abril, unos días después que Antonio, las noticias que le daba supusieron una placentera pausa en su servicio en Giteo sin desmerecer sus méritos de campaña.

El tío mayor de César, Cayo Aurelio Cotta, había regresado de la Galia itálica a primeros de año, pero murió a punto de celebrar su triunfo, dejando —entre otras cosas— una vacante en el colegio de pontífices, del que había sido durante muchos años el decano. Y, aunque Sila había dispuesto que el colegio lo formasen ocho plebeyos y siete patricios, en el momento de la muerte de Cayo Cotta constaba de nueve plebeyos y seis patricios, debido a que Sila había tenido que recompensar a unos y a otros nombrándolos pontífices y augures. Normalmente, la muerte de un sacerdote plebeyo se traducía automáticamente con su sustitución por otro plebeyo, pero para ordenarlo conforme lo había dispuesto Sila, los miembros del colegio decidieron incorporar a un patricio y habían elegido a César.

Por lo que Aurelia tenía entendido, la elección de César se debía al hecho de que no había habido ningún Julio miembro del colegio de pontífices ni del de augures desde el asesinato de Lucio César (un augur) y César Estrabón (un pontífice) hacía trece años. Se había acordado casi por unanimidad que el hijo de Lucio César ocupase la próxima vacante en el colegio de augures, pero (decía Aurelia) nadie habría podido imaginar que fuesen a elegir a César para el colegio de pontífices. Quien la había informado era Mamerco, diciéndole que no había sido una decisión unánime; Catulo se había opuesto, y también Metelo, el hijo mayor de Caprario. Pero tras diversos augurios y consultas de los libros proféticos, le habían nombrado a él.

Lo más importante de la carta de su madre era un mensaje de Mamerco señalándole que si quería asegurarse el sacerdocio más valía que regresase a Roma para la consagración y la asunción del cargo lo antes posible, si no quería que Catulo lograse que el colegio cambiase de idea.

Como ya existía constancia de su quinta campaña, César empaquetó sus pertenencias sin lamentarlo. Sólo echaría de menos a Apronio y Canuleyo y al legado Marco Manio.

—Aunque debo confesarte —dijo a éste— que me habría gustado ver esa monstruosa construcción a orillas del mar en todo su esplendor.

—Es mucho más importante ser pontífice —replicó Manio, que no se había percatado de la importancia de César y siempre le había parecido un hombre práctico y poco divertido que destacaba en todo y trabajaba sin descanso—. ¿Qué harás una vez que pertenezcas al colegio?

—Trataré de encontrar algún humilde propretor que se vea obligado a hacer una guerra y no tenga capacidad —contestó César—. Lúculo es ahora procónsul, y eso significa que no puede mandar en los gobernadores.

—¿Hispania?

—Demasiado llamativo. No, veré si Marco Fonteo necesita un buen tribuno militar joven en la Galia Transalpina. Él es un vir militaris y éstos siempre son razonables, por lo que le dará igual lo que Lúculo diga de mí con tal que cumpla. Pero lo primero es lo primero —añadió con gesto entristecido—, y antes acusaré a Marco Junio Junco ante el tribunal de extorsiones.

—¿Es que no te has enterado? —inquirió Marco Manio.

—¿De qué?

—Junco ha muerto. Pereció en un naufragio cuando regresaba a Roma.

Era un tracio que no era tracio. En el año en que César partió de Giteo para asumir el pontificado, aquel tracio que no era tracio cumplió veintiséis años y entró en los anales de la Historia.

Su cuna era respetable pero no ilustre y su padre, un campanio de la parte del Vesubio, había sido uno de los que apelaron en un plazo de sesenta días al pretor de Roma en virtud de la lex Plautia Papiria aprobada durante la guerra itálica, y por ello le había sido concedida la ciudadanía por no ser de los itálicos que se habían alzado en armas contra Roma.

Nada de los antecedentes rurales del muchacho explicaba su pasión por la guerra y todo lo militar, pero el padre sabía sin ningún género de dudas que cuando el muchacho cumpliera diecisiete años se alistaría en las legiones. No obstante, el padre tenía algo de influencia y pudo conseguir que se incorporase como cadete a la legión que Marco Craso había reclutado para Sila después del desembarco de éste en Italia y el comienzo de la guerra contra Carbón.

El muchacho prosperó en los medios castrenses y se distinguió en combate antes de cumplir los dieciocho años, fue trasladado a una legión de veteranos de Sila y en su momento fue ascendido a tribuno militar; cuando le ofrecieron la licencia al final de la última campaña en Etruria, él optó por incorporarse al ejército de Cayo Cosconio, enviado a Iliria para sojuzgar a las tribus que constituían la etnia de los dálmatas.

Al principio, se había entusiasmado con el lugar y estilo de guerra, y añadió armillae y phalerae a su colección de condecoraciones militares; pero, luego, Cosconio se había quedado empantanado en un asedio que duró más de dos años ante la ciudad portuaria de Salona, que se negaba a rendirse y a luchar. Para el muchacho, que ya se estaba haciendo hombre, el sitio de Salona fue un episodio aburrido insoportable. Él tenía decidido lo que iba a hacer: haría carrera en el ejército y se convertiría en vir militaris. ¡Cayo Mario había comenzado como militar y había alcanzado los más altos honores! Pero allí, en aquel asedio, se pasaba los días fuera de aquella masa inerte de ladrillo y tejas sin hacer nada, sin ir a ningún sitio.

Pidió el traslado a Hispania porque (como muchos compañeros suyos) le fascinaban las hazañas de Sertorio, pero el legado al mando de su legión no le tenía simpatía y se lo negó; el aburrimiento se estaba haciendo insoportable y volvió a pedir el traslado a Hispania. Segunda negativa. Después de aquello su conducta se deterioró y comenzó a adquirir fama por indisciplina, ebriedad y ausencia del campamento sin permiso, todo lo cual desapareció al rendirse Salona y comenzar el general Cosconio a colaborar con Cayo Escribonio Curio, gobernador de Macedonia, en una amplia campaña destinada a someter a los dárdanos. ¡Ahora si que valía la pena!

El incidente que produjo la ruina del joven fue calificado de insurrección, pues el legado, que le tenía poca simpatía, resultó ser un enemigo oculto. Al joven —junto con otros— le juzgaron por el delito de amotinamiento ante el tribunal militar de Cosconio, que falló en contra suya. De haber sido un simple auxiliar o soldado no romano, la sentencia habría sido automáticamente flagelación y ejecución, pero como era romano y oficial con categoría de tribuno —además de sus numerosas condecoraciones por valor—, le ofrecieron dos alternativas: perdería, naturalmente, la ciudadanía, pero podía elegir entre ser azotado y quedar desterrado para siempre de Italia o hacerse gladiador. Por supuesto que optó por hacerse gladiador. Así, al menos, estaría en Italia. Y, como era de Campania, conocía bien el oficio de gladiador, ya que todas las escuelas estaban en los alrededores de Capua.

Le enviaron a Aquilea con otros siete jóvenes también culpables de amotinamiento que habían elegido el mismo destino, y fue comprado por un tratante que lo envió a Capua para venderlo en subasta; en cuanto a él, no formaba parte de sus intenciones mencionar su anterior ciudadanía romana. A su padre y a su hermano mayor no les gustaba el deporte del combate de gladiadores y nunca asistían a los juegos funerarios, por lo que, aunque no viviera lejos de ellos, podría pasar desapercibido. Y eligió un nombre para su nueva profesión, un buen nombre breve, que sonara marcial con connotaciones de espléndido luchador: Espartaco. Sí, sonaba bien. Y se prometió que Espartaco sería un gladiador famoso a quien requerirían para el espectáculo en toda Italia, se haría famoso en Capua, traería a las mujeres de calle y le invitarían a más fiestas de las que podría asistir.

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