Favoritos de la fortuna (108 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La carta hizo suspirar a César; de pronto, las lecciones de respiración y de retórica le parecieron poco estimulantes. No obstante, Lúculo no le había requerido y dudaba de que lo hiciera. Y más ahora que la historia de su ataque al nido de piratas circulaba por Roma. Lúculo habría aprobado la acción, pero no su protagonismo; a él le gustaban las cosas realizadas conforme a la burocracia y al reglamento. Un aventurero privatus que usurpa la autoridad del gobernador no era del agrado de Lúculo, por mucho que comprendiera los motivos que le habían impulsado a realizar la hazaña.

Al día siguiente, César se preguntaba si la voluntad no engendra los acontecimientos. ¿ Puede una persona influir sobre la realidad por simple deseo? ¿O son más bien el designio de la Fortuna? Tengo suerte y soy uno de sus favoritos. Y ahora vuelve a presentarse la ocasión, y en un momento en que nadie puede impedirmelo. Nadie, salvo alguien como Junco, a quien le trae sin cuidado.

Rodas insistía en que el rey Mitrídates había lanzado no una invasión, sino tres; todas ellas a partir de Zela en Ponto, en donde tenía su cuartel general y el centro de entrenamiento de sus poderosos ejércitos. La principal acometida la dirigía él en persona: trescientos mil soldados de infantería y a caballo descendiendo por la costa de Paflagonia hacia Bitinia, apoyados por su primo el general Hermócrates y por Taxiles, además de una flota de mil barcos, muchos de ellos piratas, al mando de su primo el almirante Aristónico. Pero una segunda expedición de cien mil hombres, al mando del sobrino del rey, Diofanto, se internaba en Capadocia con el propósito de invadir Cilicia. Una tercera embestida, también de cien mil hombres, al mando de Eumaco, otro general primo del rey, y del hijo bastardo de Cayo Mario, Marco Mario, al que Sertorio había cedido a Mitrídates. Esta tercera fuerza tenía órdenes de adentrarse en Frigia y tratar de penetrar en la provincia de Asia por la puerta trasera.

Lástima, pensó César, que Lúculo y Marco Cotta no conozcan esta noticia a tiempo; las dos legiones de Cilicia habían salido ya por mar hacia Pérgamo al mando de Lúculo, con lo que Cilicia quedaba desguarnecida ante la invasión de Diofanto. Así que, nada podía hacerse; sólo esperar que los acontecimientos obligasen a Diofanto a avanzar más despacio, aunque en Capadocia poca resistencia encontraría, gracias al rey Tigranes.

Las dos legiones de fimbrianos estaban ya en Pérgamo con el cobarde gobernador, Junco, y no era probable que éste las enviase al sur para hacer frente a Eumaco y a Marco Mario, pues las querría allí para asegurarse la huida cuando la provincia de Asia cayese en manos de Mitrídates por segunda vez en menos de quince años. Sin ningún romano decidido que asumiese el mando, los pueblos de la provincia de Asia no resistirían al invasor. No podían. Era finales de sextilis, pero Lúculo y Marco Cotta estarían en el mar un mes cuando menos, y ese mes, pensó César, sería crucial para el destino de la provincia de Asia.

—No hay ningún otro —dijo César para sus adentros.

Pero su otro yo replicó: «Pero no te lo agradecerán aunque lo logres.»

—No lo hago para que me lo agradezcan, sino por propia satisfacción.

«¿Satisfacción? ¿Qué es eso de satisfacción?»

—Pues demostrarme a mí mismo que puedo hacerlo.

«A ti no te adorarán como a Pompeyo Magnus.»

—¡Claro que no! Pompeyo Magnus es un picentino irrelevante que nunca será un peligro para la república. No tiene la sangre que hace falta. Sila la tenía. Y yo también.

«¿Y para qué arriesgarte? Puedes acabar acusado de traición. ¡ Y no alegues que no incurres en traición! No hace falta que la haya, pues tus acciones serán objeto de interpretación, y ¿quién las interpretará?»

—Lúculo.

«¡ Exacto! Ya te considera un perturbador innato y esto lo juzgará de igual modo, aunque te haya concedido la corona cívica. No te las prometas muy felices por haber cedido la mayor parte del botín de los piratas; aún tienes una fortuna que no has declarado, y las personas como Lúculo siempre conservarán la sospecha de que la tienes.»

—A pesar de eso, debo hacerlo.

«¡ Pues trata de hacerlo como un Julio, no como un Pompeyo! Sin alharacas, ni fanfarrias; sin gritos ni envanecerte después, aunque tengas éxito en la empresa.»

—Una empresa callada por pura satisfacción.

«Sí, una empresa callada por pura satisfacción.»

Llamó a Burgundus.

—Mañana al amanecer salimos para Priena. Tú, yo y los dos escribas más discretos. Caballo y mula para cada uno. No; para mí, Pezuñas y un caballo herrado, además de la mula. Tú y yo llevaremos coraza y armas.

Los años al servicio de César hacían que Burgundus no se sorprendiera por nada y no hizo comentarios, limitándose a preguntar:

—¿Y Demetrio?

—No lo necesitaré el poco tiempo que voy a estar fuera. Además, mejor que se quede porque es un chismoso.

—¿Busco pasaje o alquilo un barco?

—Alquila un barco pequeño, ligero y muy rápido.

—¿Lo bastante rápido para que no le den alcance los piratas?

—Desde luego, Burgundus —contestó César sonriente—. Una vez es suficiente.

El viaje duró cuatro días: Cnido, Mindos, Branchidae y Priena en la desembocadura del Meandro. Nunca había disfrutado tanto César en un viaje por mar en un navío ligero sin cubierta, impulsado por veinte remeros al ritmo de un tambor y con pechos y brazos extraordinariamente desarrollados por los años de ejercicio; el barco iba dotado de una segunda tripulación y ambas se turnaban para no cansarse, comiendo y bebiendo sin freno entre turnos.

Llegaron a Priena a primera hora del cuarto día y César fue a ver al etnarca, un personaje que respondía al nombre etíope de Memnon.

—Imagino que no serías etnarca tan al poco de que Mitrídates ocupara la provincia de Asia si hubieras simpatizado con su causa —dijo César, omitiendo las cortesías habituales—. Por consiguiente, tengo que preguntarte si aceptas complacido la perspectiva de que vuelva a mandar Mitrídates.

—¡No, César! —respondió Memnon tembloroso.

—Bien. En ese caso, Memnon, necesito de ti una gran ayuda, y lo antes posible.

—Lo intentaré. ¿Qué quieres?

—Convoca la milicia de Priena por tu cuenta y manda aviso a todas las ciudades y poblaciones desde Halicarnaso a Sardes para que hagan lo propio. Quiero que pongas en pie de guerra cuanto antes al mayor número de hombres posible. Cuatro legiones con los oficiales de costumbre. El punto de reunión será Magnesia del Meandro dentro de ocho días.

—¡El gobernador ha actuado! —comentó Memnon con una gran sonrisa.

—Claro que si —respondió César—. Me ha puesto al mando de la milicia de Asia, pero desgraciadamente no dispone de otro comandante romano. Por lo tanto, Memnon, la provincia de Asia debe luchar por sí misma en lugar de permanecer sin hacer nada y que sean las legiones romanas las que se lleven los laureles.

—¡Ya era hora! —exclamó Memnon con un brillo marcial en la mirada.

—Eso pienso yo. La milicia local, entrenada y equipada por Roma está muy subestimada; ya verás como después de esto la cosa cambia.

—¿Contra quién combatiremos? —inquirió Memnon.

—Contra un general póntico llamado Eumaco y un renegado hispano llamado Marco Mario… sin relación alguna con mi tío el gran Cayo Mario —mintió César, que quería que la milicia luchase con confianza, sin amedrentarse por aquel nombre.

Y Memnon se dispuso a organizar la llamada a filas de la milicia de Asia, sin pedir un documento oficial ni pararse a pensar si César era quien decía.

Aquella noche, después de retirarse a sus aposentos en casa de Memnon, César habló con Burgundus.

—No vendrás conmigo a esta campaña, viejo amigo —dijo— y de nada vale que alegues que Cardixa no volverá a dirigirte la palabra si no te quedas a mi lado. Necesito encomendarte una misión más importante que quedarte en reserva en una batalla anhelando ser un legionario romano. Quiero que vayas a Ancira a ver a Deiotaro.

—El señor gálata —dijo Burgundus, asintiendo con la cabeza—. Sí, le recuerdo.

—Y él se acordará de ti. Ni siquiera entre los galos de Galacia los hombres son tan grandes como tú. Estoy seguro de que él sabe más sobre los movimientos de Eumaco y Marco Mario que yo, y no te envío para que le prevengas. Quiero que le digas que estoy organizando un ejército con la milicia de Asia y que intentaré atraer a las fuerzas pónticas hacia el Meandro para hacerlas caer en una trampa en algún tramo de su curso. Si lo logro, se retirarán a Frigia para rehacer sus filas y volver a intentar la invasión. Quiero que le digas a Deiotaro que jamás tendrá mejor ocasión de aplastar al ejército póntico que si le sorprende en Frigia cuando intente rehacerse. En otras palabras, le dices que actúe en coordinación conmigo. Si actuamos como es debido, yo en la provincia de Asia y él en Frigia, este año no se producirá la invasión de la provincia de Asia ni de Galacia.

—¿Cómo viajo, César? ¿Con este mismo aspecto?

—Creo que debes tener aspecto de dios de la guerra, Burgundus. Ponte la coraza de oro que te dio Cayo Mario, dispón en tu casco las mejores plumas púrpura que encuentres en el mercado y canta a voz en grito las más temibles canciones germanas. Si te tropiezas con soldados pónticos, pasa por medio de sus filas como si no existiesen. Sobre el caballo niseano, serás la encarnación del terror marcial.

—¿Y después de ver a Deiotaro?

—Regresa por el Meandro para dar conmigo.

Los cien mil soldados pónticos que se habían puesto en marcha con Eumaco y Marco Mario desde Zela en primavera tenían la orden prioritaria de infiltrarse en la provincia de Asia; pero seguir un itinerario casi rectilíneo desde Ponto hasta Frigia significaba cruzar Galacia, y Mitrídates no estaba muy seguro de Galacia, pues la gobernaba una nueva generación de caudillos que habían sustituido a los que él había mandado asesinar casi treinta años atrás. No tenía más remedio que enfrentarse a aquella nueva cosecha de galos, pero a su debido tiempo. Mitrídates había reservado sus mejores tropas para sus propias divisiones, y los soldados que llevaban Eumaco y Marco Mario no estaban lo bastante curtidos. Una campaña a lo largo del Meandro contra poblaciones desorganizadas de griegos asiáticos serviría para entrenar a esas tropas y darles confianza.

Como resultado de este razonamiento, el rey del Ponto mantuvo a su lado al ejército de Eumaco y Marco Mario en su avance hacia Paflagonia. Se las prometía muy felices en su enfrentamiento con Roma, por hallarse tan bien provisto: sus graneros contenían dos millones de medimni de trigo y con un medimnus se hacían dos panes diarios de una libra durante treinta días; por consiguiente, tenía trigo de sobra para alimentar a su pueblo y a los ejércitos durante varios años. Y, en consecuencia, no le importaba gran cosa marchar hacia Paflagonia con cien mil hombres más. A él no le preocupaban los detalles logísticos del transporte de aquellas enormes cantidades de trigo y provisiones; eso lo hacían sus subordinados y era de suponer que ordenarían debidamente el aprovisionamiento. En realidad, los subordinados no tenían experiencia ni imaginación para llevar a cabo las funciones que con toda naturalidad desempeñaba un praefectus fabrum romano, aunque ningún general romano habría soñado con desplazar en largas distancias un ejército superior a diez legiones.

Y así, cuando Eumaco y Marco Mario separaron a sus cien mil hombres de los trescientos mil del rey Mitrídates, las provisiones comenzaron a escasear de tal modo que el rey se vio obligado a enviar a retaguardia largas filas serpenteantes de hombres hasta los lentos carros de bueyes para que cargasen sobre sus espaldas la comida para alimentar a la tropa. Lo que, a su vez, significaba que un porcentaje de la misma estaba siempre exhausta por tener que servir de porteadores. Le anunciaron que la flota llevaría provisiones a Heraclea y allí todo se arreglaría.

Pero Heraclea fue parco consuelo para Eumaco y Marco Mario, pues tuvieron que separarse del grueso de las tropas para dirigirse con las suyas tierra adentro por el curso del Billaeus, cruzar una sierra y salir al valle del Sangario. En aquella fértil región de Bitinia comieron bien a expensas de los labradores, pero no tardaron en internarse en tierras más altas y boscosas en las que sólo había vallecillos y parcelas cultivables.

Por eso, lo que hizo que Eumaco y Marco Mario dividieran sus fuerzas fue la imposibilidad de alimentar a cien mil hombres.

—No te hará falta todo el ejército para dar cuenta de un puñado de griegos asiáticos —dijo Marco Mario a Eumaco— y menos aún la caballería. Yo me quedo en el río Tembris con parte de la infantería y toda la caballería. Cultivaremos y haremos provisiones y aguardaremos tus noticias. Tendrás que regresar en invierno, trayendo a la mitad de la población de la provincia de Asia como porteadores de las provisiones. Las tierras de los tolistobogios gálatas no están muy lejos del curso alto del Tembris; en primavera caemos sobre ellos y los aniquilamos y con ello tendremos comida hasta el año siguiente.

—No creo que a mi primo el rey le guste oírte desmerecer su gloriosa empresa militar hablando de comida —dijo Eumaco sin altanería ni fiereza; temía demasiado a Mitrídates para adoptar semejante actitud.

—Tu primo el rey necesita empaparse a fondo de los métodos romanos y entonces sabría lo difícil que es alimentar a tantas tropas en avance —replicó Marco Mario, impávido—. Me enviaron a que os enseñase el arte de la emboscada y las incursiones, pero hasta ahora sólo se me ha encomendado el mando de un ejército, y yo no soy general, pero tengo sentido común y el sentido común me dice que la mitad de esta fuerza debe acantonarse en algún sitio junto a un río en el que haya tierra plana para cultivar y poder comer. ¡ Lamento que hablar de una campaña refiriéndome a la alimentación moleste al rey! Si quieres que te diga la verdad, a mí me parece que no vive en el mismo mundo que tú y yo.

Perdieron más tiempo mientras Marco Mario hallaba un sitio adecuado, pues Eumaco se negó a separarse de él sin estar seguro de poder encontrarle a su regreso. Así, fue a primeros de septiembre cuando él con cincuenta mil soldados de infantería cruzó el monte Díndimo para seguir el curso de un afluente del Meandro. Naturalmente, cuanto más descendían por su curso, mejores provisiones iba encontrando, y ello constituyó estímulo para continuar hasta que aquella fértil parte del mundo volviese a pertenecer al rey Mitrídates del Ponto.

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