Lo compró en el mercado de Capua el lanista de una escuela famosa, propiedad del consular y ex censor Lucio Marcio Filipo, por su aspecto imponente: era alto y tenía pantorrillas, muslos, pecho, hombros y brazos de extraordinario desarrollo, cuello de toro y piel tostada salvo unas interesantes cicatrices; y era guapo y rubio, tenía ojos grisáceos y andares principescos. El lanista que pagó cien mil sestercios por él por cuenta de Filipo (quien, naturalmente, no asistió a la operación, pues él nunca había visto a los quinientos gladiadores que poseía y alquilaba con tan pingües ganancias) pensó que, con aquel aspecto, Espartaco era un gladiador nato. Filipo hacía una buena compra.
Había dos estilos de gladiador: tracio y galo. Mirando a Espartaco, el lanista se vio en un brete para decidir en qué estilo le entrenaría; generalmente el aspecto físico orientaba en este sentido, pero Espartaco era tan impresionante que podía ser uno u otro. Sin embargo, los galos tenían más cicatrices y corrían algo más riesgo de quedar mutilados para siempre, y el precio había sido alto. El lanista decidió que Espartaco sería tracio. Cuanto mejor aspecto tuviese en la arena, por más dinero podrían alquilarle cuando comenzase a hacerse famoso. Tenía una noble cabeza, que luciría mejor desnuda, pues los tracios no llevaban casco.
Y comenzó el entrenamiento. El lanista, que era cauto, se aseguró de que la destreza atlética de Espartaco fuese equiparable a su aspecto físico antes de encargarle una armadura plateada con incrustaciones de oro. Le vistió con taparrabos escarlata sujeto a la cintura por una tira ancha de cuero negro, de la que pendía el sable curvo de la caballería tracia. Iba protegido por espinilleras altas que le llegaban más arriba de la rodilla, lo que le hacía moverse con mayor torpeza y lentitud que el adversario galo, y requería más inteligencia y coordinación para compensar el inconveniente; en el brazo derecho llevaba una manga de cuero con escamas metálicas y sujeta por correas al cuello y al tronco que le cubría la mano hasta los nudillos. Completaba su atavío un escudo pequeño redondo.
Para Espartaco el entrenamiento fue fácil. Naturalmente, le rodeaba un aura de cierto misterio (sus siete compañeros habían ido a parar a otros destinos desde Aquilea) pues nunca hablaba de su carrera militar y lo que había dicho el agente aquileo en la carta era muy fragmentario. Pero hablaba latín de Campania y griego de Campania, tenía cierta instrucción y conocía perfectamente la estructura de un ejército. Todo lo cual comenzó a inquietar al lanista, que anticipó complicaciones. Espartaco era muy belicoso, incluso en la pista de entrenamiento con espada de madera y escudo de cuero. El primer brazo que rompió por varios sitios podía haber sido sin querer, pero cuando por su lista de huesos gravemente rotos hubo que dar de baja a cinco doctores durante varios meses, el lanista le mandó llamar.
—Mira —dijo el hombre en tono razonable—, tienes que aprender a luchar en la arena como un deporte, no como si fuese la guerra. ¡ Ser gladiador es un deporte! Lo inventaron los etruscos hace un siglo y se ha transmitido a través de las épocas como una profesión honorable de gran habilidad. Es algo que no se conoce fuera de Italia. Cuando muere alguien, sus parientes celebran, no la clase de juegos que creó Aquiles en honor de Patroclo, de salto, carreras, pugilato con puños y lucha, sino una contienda solemne de habilidad atlética en forma de deporte guerrero.
El gigante rubio le escuchaba impasible, pero el lanista advirtió que los dedos de su mano derecha se abrían y se cerraban, como ansiando asir una espada.
—¿Me estás escuchando, Espartaco?
—Si, lanista.
—El doctor es quien te entrena, no tu enemigo. ¡Y te diré que cuesta mucho formar a un buen doctor! Pues bien, gracias a tu desaforado entusiasmo, me he quedado con cinco doctores menos, y no puedo sustituirlos por otros tan buenos como ellos. Su vida no corre peligro, pero dos de ellos no podrán volver a trabajar. Espartaco, no luchas contra los enemigos de Roma; y el objeto del deporte no es derramar cubos de sangre. El público viene a ver un deporte, un ejercicio físico de ataque y defensa, poder y gracia, habilidad e inteligencia. Con los cortes, tajos y rajas que sufren los gladiadores ya hay sangre de sobra para excitar al público, que no acude a ver a dos hombres matarse o cortarse un brazo. Viene a ver un deporte. ¡ Un deporte, Espartaco! Una contienda de destreza atlética. Si el público quisiera ver hombres que se matan y se mutilan, iría al campo de batalla. ¡Por los dioses que en Campania no han faltado guerras! Bien —añadió, mirándole fijamente—, ¿lo has captado? ¿Lo entiendes ahora mejor?
—Si, lanista —contestó Espartaco.
—Pues sigue entrenándote y sé buen chico. Deja tu ardor para las planchas y los muñecos de madera y la próxima vez que te enfrentes a un doctor con la espada de madera, concéntrate para describir en el aire un bello movimiento con ella y no para lograr un siniestro ruido de huesos rotos.
Como Espartaco era lo bastante inteligente para entender lo que el lanista le había dicho, durante cierto tiempo después de esta conversación estuvo dando vueltas en la cabeza al ritual y al ceremonial de los movimientos y hasta le encontró su atractivo. Los cautos y aprehensivos doctores que se enfrentaban a él comprobaron con alivio que no trataba de romperles los brazos y que se concentraba en perfeccionar las diversas fintas y movimientos que tanto gustaban a los espectadores. El lanista tardó más en convencerse de que Espartaco se había curado de su sed de sangre, pero al cabo de seis meses incluyó a su problemático gladiador en una lista de seis parejas que iban a luchar en los juegos funerarios de uno de los Gutta de Capua. Como era una celebración local, el lanista asistió también para ver cómo se desenvolvía Espartaco.
El adversario galo de Espartaco (formaban la tercera pareja de la lid) no le desmerecía en nada; era algo más alto y también de cuerpo extraordinario. Desnudo, con excepción de un pequeño taparrabos, el galo combatía con un escudo largo ligeramente curvado y una espada recta de doble filo. Lo mejor de su atavío era un espléndido casco de plata con placas protectoras en mejillas y cuello, rematado por un pez de esmalte en postura de salto más grande que la habitual pluma de adorno.
Espartaco no le conocía ni había hablado con él antes; en un establecimiento grande como era la escuela de Filipo, los únicos a los que había que conocer eran los doctores, el lanista y los condiscípulos que estaban en el mismo nivel de entrenamiento. Pero le habían comentado que aquel adversario era un luchador experimentado que se había hecho famoso en la arena de Capua, donde solía combatir.
Durante un rato, la contienda se desarrolló normalmente; Espartaco, con su engorrosa indumentaria, se movía despacio en círculo fuera del alcance del galo. Viendo aquel rostro bien parecido y aquel cuerpo hercúleo, algunas mujeres lanzaban suspiros y le tiraban besos. Espartaco estaba creándose un núcleo de fervientes admiradoras, pero como el lanista no permitía a los nuevos frecuentar mujeres hasta que hubiesen hecho méritos en la pista, aquellos besos que le dirigían distrajeron un poco su atención del galo, y, al alzar su pequeño escudo redondo excesivamente, éste, más rápido que una anguila, le asestó un tajo en la nalga izquierda.
Y aquello fue Troya. Y el final del galo. Y tan rápido que lo único que vieron los espectadores fue un torbellino: Espartaco giró sobre el talón izquierdo y descargó el sable curvo sobre el cuello de su adversario, con tal fuerza que la hoja cercenó la columna vertebral, y la cabeza del galo se dobló hacia un lado y quedó colgando sobre el hombro con los ojos aún parpadeantes y dando boqueadas que parecían imitar los besos que las mujeres dirigían a Espartaco. Hubo chillidos, gritos y arremolinamientos y carreras entre los espectadores, pues la gente se desmayaba, se marchaba o vomitaba.
Espartaco fue conducido al barracón.
—¡Se acabó! —exclamó el lanista—. ¡Jamás serás gladiador!
—¡Pero él me ha herido! —protestó Espartaco.
El lanista no cesaba de menear la cabeza.
—¿Cómo puede alguien tan hábil ser tan estúpido? ¡ Estúpido! ¡ Estúpido! ¡ Estúpido! Con tu aspecto y tu habilidad habrías podido ser el gladiador más famoso de toda Italia, habrías adquirido un buen renombre profesional, yo me habría ganado una palmadita en la espalda y Marcio Filipo habría hecho una fortuna. ¡ Pero no hay manera, Espartaco, porque eres estúpido! ¡Hábil pero estúpido! Hoy mismo te marchas de aquí.
—¿De aquí? ¿A dónde? —inquirió el tracio, enfurecido aún—. Tengo que cumplir mi servicio de gladiador.
—¡Sí, descuida! —replicó el lanista—. Pero no aquí. Lucio Marcio Filipo tiene otra escuela en las afueras de Capua y allí vas a ir. Es un establecimiento muy acogedor con unos cien gladiadores y unos diez doctores y con el mejor lanista de la profesión. Cneo Cornelio Léntulo Batiato. El viejo Batiato, bárbaro de Iliria. Ya verás como, comparado conmigo, Batiato te parecerá un demonio.
—Lo aguantaré —dijo Espartaco—. No me queda más remedio.
Al día siguiente, al amanecer, llegó un carro cerrado tirado por bueyes para llevarse al proscrito, quien montó rápido y descubrió al oír cerrarse el cerrojo que la única comunicación con el exterior eran las ranuras entre los tablones. ¡ Era un prisionero que ni sabía a dónde le llevaban! ¡ Prisionero! Tan extraño y horrible era el concepto para un romano, que cuando el carromato cruzó las enormes puertas enrejadas de la escuela de gladiadores, conducido por Cneo Cornelio Léntulo Batiato, el cautivo ya se había contusionado y estaba medio inconsciente de los golpes que él mismo se había propinado contra las paredes de su encierro.
De todo eso hacía ya un año. Había cumplido los veinticinco años en la otra escuela, y los veintiséis entre los muros de lo que sus compañeros denominaban villa Batiato. ¡En villa Batiato no los mimaban! El número de residentes variaba de vez en cuando, pero en el libro de registro solían figurar cien gladiadores: cincuenta tracios y cincuenta galos. Todos ellos procedían de otras escuelas de las que los habían expulsado por alguna infracción, generalmente relacionada con la violencia o la rebelión, y allí vivían como esclavos de minas, salvo que en villa Batiato no los encadenaban, comían bien, tenían buena cama y hasta mujeres.
Pero era esclavitud. Todos sabían que iban a estar allí hasta la hora de su muerte, aunque no cayeran en la arena, pues, cuando ya eran demasiado viejos para luchar, ocupaban el papel de doctor o de criado. No tenían paga ni les hacían luchar con intermedios adecuados para que curasen sus heridas si había trabajo, y Batiato casi siempre tenía contratos porque sus precios eran los más bajos del mercado, y cualquiera que tuviese unos sestercios y quisiera honrar a un familiar difunto con juegos funerarios, podía alquilar allí una pareja de gladiadores de Batiato. Debido a los bajos precios, casi todas las contiendas tenían lugar en la localidad.
Escapar de villa Batiato era prácticamente imposible. Estaba dividida en pequeñas zonas separadas por rejas y ninguna de las dependencias por las que deambulaban los gladiadores estaba cerca de las altísimas murallas externas, todas ellas rematadas por pinchos de hierro. Y escaparse estando fuera de ella (como era el caso cuando salían a combatir) era también imposible, pues iban todos encadenados de muñecas y tobillos con un aro al cuello, los llevaban en carromatos cerrados y siempre que iban a pie los escoltaba una tropa de arqueros con las flechas preparadas. Sólo les quitaban las cadenas cuando entraban en la pista, pero los arqueros estaban vigilando.
¡Qué distinto de la vida que llevaban los otros gladiadores! ¡ Ellos podían entrar y salir del cuartel, las mujeres les agasajaban e idolatraban y, además, iban juntando sus buenos ahorros; combatían cinco o seis veces al año y al cabo de cinco años o de treinta combates se retiraban. Hasta había libertos que optaban por hacerse gladiadores, aunque la mayoría eran desertores o amotinados de las legiones y sólo unos pocos llegaban a las escuelas con la condición de esclavos. Todo aquel cuidado y consideración se debía al hecho de que un gladiador entrenado era una fuerte inversión y había que conservarlo y tenerlo contento para que el dueño de la escuela obtuviese buenos beneficios.
Pero en la escuela de Batiato no había nada de eso. A él le tenía sin cuidado que un hombre cayese en el serrín de la pista en el primer combate o estuviese diez años combatiendo. Los que pasaban bastante de los veinte años no solían ser aceptados como gladiadores y su carrera duraba como mucho diez años; era un deporte para hombres jóvenes. Ni siquiera Batiato enviaba a las pistas hombres maduros; los espectadores (el pariente del muerto que los alquilaba) querían ver adversarios ágiles y jóvenes, y en villa Batiato, los que dejaban de combatir seguían viviendo y sufriendo allí. Un destino cruel, si se tenía en cuenta que los otros gladiadores retirados podían hacer lo que querían e ir donde quisieran, generalmente a Roma u otra ciudad importante para trabajar de forzudos, guardaespaldas o matones.
Villa Batiato era un lugar de horarios inflexibles que comenzaban con el tañido de un aro de hierro golpeado con una barra y se sucedían con arreglo a un programa siempre igual. Al atardecer, encerraban a los cien gladiadores, o cuantos fuesen, en celdas de piedra con rejas que compartían siete u ocho, desde las que no podían comunicarse con los otros y en las que no penetraba ningún ruido del exterior. Ninguno de ellos permanecía constantemente en el mismo grupo y cada noche dormía con seis o siete compañeros distintos, y al cabo de diez días volvían a cambiar, y tan ingeniosas eran las permutaciones que había establecido Batiato, que transcurría un año antes de que uno nuevo conociese a todos sus compañeros. Eran celdas limpias y con buenas camas, además de una antecámara con baño de agua corriente y orinales; calientes en invierno y frescas en verano, sólo se usaban entre la puesta y la salida del sol y las aseaban durante el día unos esclavos que no tenían contacto con los gladiadores.
Al amanecer, se levantaban al oír el ruido de los cerrojos y comenzaba la jornada, durante la cual, el gladiador estaba con quienes había compartido la celda por la noche, aunque les estaba prohibido hablar. Los grupos desayunaban en el patio, delante de la celda; si llovía, se ponía un toldo de cuero. Luego, el grupo hacía los ejercicios de entrenamiento y después un doctor los separaba en parejas de galos contra tracios para hacerles combatir con espadas de madera y escudos de cuero; a continuación hacían la comida principal a base de carne, mucho pan, buen aceite de oliva, frutas y verduras de la estación, huevos, pescado salado y una especie de gachas de legumbres con trozos de pan y toda el agua que quisieran; el vino lo tenían prohibido. Después de comer descansaban dos horas en silencio y después los dedicaban a limpiar el armamento, los artículos de cuero, arreglar botas o cualquier otro instrumento de la profesión; todas las herramientas eran cuidadosamente recogidas y recontadas bajo la constante vigilancia de los arqueros. Les daban una tercera comida más ligera después de una tabla de enérgicos ejercicios y luego los permutaban a todos formando nuevos grupos.