Favoritos de la fortuna (52 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La víctima, una novilla gorda y blanca, aguardaba al cuidado del popa y el cultarius, rumiando el pienso drogado y mirando con sus cálidos ojos castaños los apresurados preparativos del banquete en la explanada del mercado. Aunque Sila portaba la corona de hierba, los demás se adornaban con coronas de laurel, y cuando el joven Dolabela —que era pretor urbano y, por consiguiente, encargado de las ceremonias— inició sus jaculatorias a Hércules Invictus, todos se las quitaron, puesto que Hércules Invictus era un extranjero dentro del pomerium, y ante él se oraba a la manera griega: con la cabeza descubierta.

Todo se hizo conforme al rito. Como donante de la novilla y celebrante de la fiesta pública, fue Sila quien se inclinó a recoger la sangre en el skyphos, un recipiente especial del ritual de Hércules; pero mientras procedía a llenar la copa, una figura negra y baja como una sombra se introdujo furtivamente entre el pontífice máximo y el cultarius y, hundiendo el hocico en el creciente charco de sangre que se formaba entre los guijarros, comenzó a lamer ruidosamente.

Sila lanzó un grito de horror, dio un salto hacia atrás, irguiéndose, el skyphos cayó de su mano temblorosa y la corona de hierba fue a parar al charco de sangre. El pánico comenzó a cundir más rápido que la sangre derramada que aún seguía lamiendo el ávido perro negro. La gente se dispersó en todas direcciones, algunos profiriendo débiles gritos, otros chillando y perdiendo los laureles, y otros mesándose los cabellos. Nadie sabía qué hacer.

Fue Metelo Pío, el pontífice máximo, quien quitó la maza al estupefacto popa y la abatió con fuerza sobre la cabeza del can, que comenzó a chillar y a andar haciendo círculos, entre gruñidos, hasta que, tras lo que pareció una eternidad, se desplomó convulso hecho un rebujo y quedó muerto, echando un borbotón de espumarajos sanguinolentos por la boca.

Más pálido que Sila, el pontífice máximo dejó caer la maza al suelo.

—¡Se ha profanado el ritual! —exclamó a voz en grito, con más fuerza que nunca—. ¡Praetor urbanus, hay que volver a empezar! ¡Padres conscriptos, sobreponeos! ¿Dónde están los esclavos de Hércules que hubieran debido impedir la entrada al perro?

Popa y cultarius reunieron a los esclavos del templo, que antes de la ceremonia se habían marchado a ver las golosinas que disponían en las mesas. Con la peluca torcida, Sila sacó fuerzas de flaqueza y se agachó a recoger su corona de hierba del charco de sangre.

—Tengo que ir a casa a bañarme —comentó a Metelo Pío—. Estoy impuro. De hecho, todos lo estamos; debemos ir a casa a bañarnos. Nos reuniremos dentro de una hora. Cuando hayan limpiado esto —añadió en tono más enérgico a Dolabela— y hayan tirado ese horrible animal al río, que los viri capitales encierren a los esclavos en algún sitio hasta mañana y los crucifiquen sin quebrarles las piernas; que agonicen durante días; aquí mismo, en el forum Boarium a la vista del dios Hércules. De ellos ha sido la culpa de que el perro profanara el sacrificio.

Impuro, impuro, impuro, repetía sin cesar Sila camino de su casa para bañarse y revestir la toga praetexta, pues un ciudadano no poseía más que una que vestía en caso de triunfo. Limpió la corona de hierba con sus propias manos, llorando porque, a pesar del cuidado con que lo hacía, se iba despedazando. Dejó, finalmente, los escasos restos para que se secaran en un lienzo blanco. He perdido mi corona graminea. Es una maldición. La suerte me abandona. ¡Mi suerte! ¿Cómo voy a vivir sin suerte? ¿Quién habrá enviado a ese perro negro del averno? ¿Quién me ha estropeado el día, ahora que Cayo Mario ya no puede? ¿Ha sido Metrobio? ¡Voy a perder a Dalmática por culpa suya! No, no es Metrobio…

Y regresó al altar de Hércules Invictus, ahora con una corona de laurel como los demás, mientras sus aterrados lictores le abrían paso brutalmente entre la muchedumbre que acudía a la fiesta. Seguían aprovisionando las mesas con carros, cuyos bueyes provocaron oleadas de pánico cuando los carreteros se apresuraron a desuncirlos para apartarlos de la procesión de sacerdotes que se acercaba, pues si los bueyes dejaban caer sus boñigas en el itinerario de los sacerdotes, era una injuria a éstos, y los dueños de las bestias podían ser azotados y obligados a pagar una fuerte multa.

Crisógono había conseguido otra novilla casi igual que la primera, y el animal ya comenzaba a tambalearse por la droga que el nervioso mayordomo le había obligado a ingerir. Volvió a repetirse la ceremonia, y esta vez todo salió a la perfección, con los trescientos senadores asistentes más atentos a que no se acercase ningún perro que a la ceremonia en sí.

La víctima sacrificada a Hércules Invictus no podía quitarse de la pira junto al altar del dios, y, del mismo modo que el buey blanco de César en el Capitolio, se dejó que la consumiera el fuego, mientras que los que habían sido testigos del fatídico acontecimiento de la mañana se apresuraban a regresar a su casa una vez finalizada la ceremonia, salvo Sila, que hubo de cumplir con lo previsto y recorrer la ciudad para expresar al populacho su deseo de que compartiera su buena suerte. Pero ¿cómo podía deseárselo si la Fortuna le había mostrado su abandono por medio de un perro negro?

Se habían instalado cinco mil mesas de planchas sobre caballetes, bien surtidas de comida, y el vino corrió más rápido que la sangre en el campo de batalla. Más de medio millón de hombres y mujeres, ignorantes de lo acontecido en el ara máxima de Hércules, se atracaban de pescado, fruta y pasteles de miel, y llenaban los talegos que habían traído para que los que habían quedado en casa —esclavos incluidos— tuvieran su parte en la fiesta. Aclamaron a Sila con vítores e invocaciones a los dioses, y le prometieron recordarle en sus plegarias hasta el día en que murieran.

Anochecía cuando regresó a su casa en el Palatino, despidiendo a los lictores para darles las gracias y anunciarles que ellos celebrarían la fiesta al día siguiente en el recinto de su cuartel detrás de la posada en la esquina del clivus Orbius.

Cornelia Sila le esperaba en el atrium.

—¡Padre, Dalmática pide verte! —dijo.

—¡Estoy muy cansado! —contestó él, convencido de que le era imposible ver a su mujer, a la que quería, pero no lo suficiente.

—¡Padre, por favor, ve con ella! Hasta que no la veas no se le quitará de la cabeza esa idea idiota que le ha dado por tu conducta.

—¿Qué idea idiota? —inquirió él, quitándose la toga y acercándose al altar de los Lares y los Penates en la otra pared. Hizo una reverencia, partió un pastelillo salado sobre la repisa de mármol y dejó sobre él la corona de laurel.

—Que está impura. No deja de decir que está impura.

Permaneció inmóvil, como si fuese de piedra, paralizado por el horror, asediado por una horda de repugnantes sensaciones que no podía dominar. Dio un respingo, estiró los brazos como para repeler a un asesino y se quedó mirando a su hija con ojos de demente, como jamás se le habían visto.

—¡Impura! —exclamó—. ¡Impura!

Y salió corriendo de la casa.

Nadie supo dónde pasó la noche, a pesar de que Cornelia Sila envió grupos con antorchas a buscarle entre los restos de las cinco mil mesas. Al amanecer, tan sólo vestido con la túnica, compareció en el atrium, donde seguía aguardándole su hija. Crisógono, que la había acompañado toda la noche, avanzó hacia su amo con paso vacilante.

—Ah, bien, aquí estás —dijo Sila, lacónico—. íLlama a todos los sacerdotes, mayores y menores, y diles que se reúnan conmigo dentro de una hora en el templo de Cástor del Foro.

—¡Padre! —exclamó Cornelia Sila, desconcertada.

—Hoy no quiero tratos con mujeres —fue lo único que dijo antes de retirarse a sus aposentos.

Se bañó con toda minuciosidad, y a continuación rechazó tres togas bordadas de púrpura hasta que le trajeron una que le pareció perfectamente limpia. Tras lo cual, precedido de los lictores (a cuatro de los cuales les mandó cambiarse la toga sucia), se dirigió al templo de Cástor y Pólux, donde le aguardaban los inquietos sacerdotes.

—Ayer —comenzó a decir sin preámbulos— ofrecí la décima parte de cuanto poseo a Hércules Invictus, un dios estrictamente de hombres. A las mujeres se les prohíbe acercarse a su altar, y en honor a su viaje al Averno no se permite la entrada de canes en su recinto, porque el perro es un animal ctónico, como todos los seres negros. Sirven a Hércules veinte esclavos, cuya principal tarea es vigilar que no entren en el recinto mujeres, perros ni seres negros que lo manchen. Pero ayer un perro negro bebió la sangre de la primera víctima que le ofrecí, una horrible injuria a los dioses y… a mi persona. ¿Qué habré hecho, me pregunté, para merecer eso? Yo había acudido de buena fe a presentar una gran ofrenda al dios, y ofrecerle en sacrificio una víctima perfecta. Y de buena fe esperaba que Hércules Invictus aceptase mi ofrenda y mi sacrificio. En lugar de ello, un perro negro bebió la sangre de la novilla al pie del altar. Y mi corona de hierba se manchó al caer en el charco de sangre en que había bebido el perro.

Los noventa sacerdotes convocados le escuchaban inmóviles, encolerizados por el recuerdo de semejante profanación, pues todos ellos habían asistido a la ceremonia, recordaban el horror y habían pasado el día y la noche preguntándose qué habría sucedido y por qué el dios había manifestado tal desagrado al dictador de Roma.

—Los libros sagrados han sido destruidos y no tenemos textos que nos puedan orientar —continuó Sila, consciente de que impresionaba al auditorio—. Fue mi hija quien actuó de mensajera de los dioses, cumpliendo todos los requisitos: hablar sin darse cuenta de lo que decía y sin conocer los acontecimientos que se produjeron ante el altar de Hércules Invictus.

Se detuvo y escrutó la primera fila de sacerdotes sin ver el rostro que buscaba.

—¡Pontífice máximo, preséntate ante mí! —exclamó con la voz ritual de un sacerdote.

Hubo un cierto movimiento en las filas, y de ellas surgió Metelo Pío.

—Aquí estoy, Lucio Cornelio.

—Quinto Cecilio, a ti te afecta esto muy de cerca y quiero que estés delante de todos porque nadie debe ver tu cara. Me gustaría tener ese privilegio, pero mi cara deben verla todos. Lo que tengo que decir es esto: mi esposa, Cecilia Metela Dalmática, hija del pontífice máximo y prima carnal del actual pontífice máximo, es… —lanzó un profundo suspiro— impura. Supe que era verdad en cuanto me lo dijo mi hija. Mi esposa es impura y su vientre está putrefacto. Hace tiempo que lo sabía, pero ignoraba que el estado de la pobre mujer era una ofensa a los dioses hasta que hablaron por boca de mi hija. Hércules Invictus es un dios de hombres, igual que Júpiter Optimus Maximus. A mí, que soy hombre, se me ha confiado el cuidado de Roma. A mí, que soy hombre, se me ha encomendado conseguir que Roma se recupere de las guerras y vicisitudes de años pasados. Quien soy y lo que soy es lo que cuenta. Y nada en mi vida puede ser impuro. Ni siquiera mi esposa. Así lo he visto hoy. ¿Es correcta mi interpretación, Quinto Cecilio, pontífice máximo?

¡Cómo había cambiado el Meneítos!, pensó Sila, que era el único que podía verle la cara. Ayer había sido él el único en tomar la iniciativa, y hoy era el único que le entendía.

—Si, Lucio Cornelio —contestó Metelo Pío con voz pausada.

—Os he convocado aquí para examinar los auspicios y decidir qué hemos de hacer —prosiguió Sila—. Os he explicado la situación, diciéndoos lo que creo. Pero, de acuerdo con las leyes que he decretado, no puedo adoptar una decisión sin consultaros. Y más en este caso en que la persona más afectada es mi esposa. Naturalmente, no puede decirse que recurro a esta situación para deshacerme de ella. No quiero deshacerme de mi esposa; que quede claro. Os lo digo a todos vosotros y, a través de vosotros, a toda Roma. Teniendo eso en cuenta, creo que mi esposa está impura y que los dioses de hombres están ofendidos. Pontífice máximo, como cabeza de la religión romana, ¿qué dices?

—Digo que los dioses de hombres están ofendidos —contestó Metelo Pío—. Digo que debes apartarte de tu esposa, que no debes volver a verla, y que no debes consentir que mancille tu casa ni tu tarea legal.

Sila hizo un gesto de dolor, que a nadie escapó.

—Quiero a mi esposa —dijo con voz apagada—. Me ha sido leal y fiel, y me ha dado hijos. Y antes fue leal y fiel esposa de Marco Emilio Escauro y le dio hijos. No sé por qué los dioses de hombres me piden esto, ni por qué mi esposa ha dejado de complacerles.

—Nadie pone en duda el afecto que sientes por tu esposa —dijo el pontífice máximo, su primo carnal—, ni es preciso que ninguno de los dos hayáis ofendido a ningún dios, ni de hombres ni de mujeres. Es preferible decir que su presencia en tu casa y tu presencia en su vida han interrumpido u obstaculizado de algún modo las vías por las que llegan a Roma la gracia divina y el favor. En nombre de mis colegas del sacerdocio, afirmo que no es culpa de nadie y que no hallamos falta ni en ti, Lucio Cornelio, ni en tu esposa. Las cosa son como son y no hay más que decir.

Dio media vuelta para mirar a sus silenciosos colegas, y añadió con voz fuerte, firme y sin tartamudear:

—¡Soy vuestro pontífice máximo! ¡Que hable sin tartamudear ni vacilar es prueba de que Júpiter Optimus Maximus se sirve de mi persona y me presta su voz! Y os digo que la esposa de este hombre es impura y que su presencia en su casa y su vida es ofensivo para los dioses. Por consiguiente debe salir inmediatamente de su casa y de su vida. No es necesario votar. Si hay alguien que no esté de acuerdo, que lo diga.

No se rompió el profundo silencio; como si no hubiera habido nadie.

Metelo Pío giró sobre sus talones, volviéndose hacia el dictador.

—Lucio Cornelio Sila, te mandamos que encomiendes a tus criados que saquen a tu esposa, Cecilia Metela Dalmática, de tu casa y la conduzcan al templo de Juno Sospita, para que allí permanezca hasta que muera. Bajo ningún concepto debes volver a verla, y, una vez que se la hayan llevado, encomiendo al rex sacrorum y al flamen martialis, en sustitución del flamen dialis, los ritos de purificación en casa de Lucio Cornelio. ¡Oh, celestiales gemelos —añadió, cubriéndose la cabeza con la toga— llamados Cástor y Pólux o Dioscuros, o dioses Penates, o cualquier otra advocación que deseéis, nos hemos reunido en vuestro templo porque necesitamos vuestra intercesión ante el poderoso Júpiter Optimus Maximus, seáis o no hijos de él, y ante el triunfador Hércules Invictus. Os rogamos que atestigüéis ante todos los dioses que somos sinceros y nos esforzamos en corregir las faltas que hayamos podido cometer. Según nuestros acuerdos, que datan de la batalla del lago Regillus, os prometemos sacrificaros dos potros blancos gemelos en cuanto podamos hallar tan rara ofrenda. Os rogamos que nos protejáis, como siempre habéis hecho.

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