Favoritos de la fortuna (101 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El rumor se corrió inmediatamente por el Foro y una multitud comenzó a apiñarse al poco rato ante el tribunal del pretor de extranjeros. Como César fomentase el interés acrecentando las atrocidades de Hibrida, la multitud fue en aumento y comenzó a mostrarse impaciente porque se iniciase el juicio al día siguiente. ¿Sería posible que fueran a verse cosas tan horribles como un hombre despellejado y una mujer a la que habían quitado los genitales al punto de que no podía orinar bien?

La noticia del caso había llegado hasta la casa de César, como pudo intuir al ver la cara de su madre.

—¿Qué es lo que he oído? —inquirió muy seria—. ¿Vas a intervenir en un proceso contra Cayo Antonio Hibrida? ¡No es posible! Existe parentesco.

—No hay ningún parentesco entre Hibrida y yo, mater.

—¡Sus sobrinos son primos tuyos!

—Son hijos de su hermano y la consanguinidad es por parte de su madre. La habría si fuesen hijos de Hibrida, en caso de que los tuviese, y, entonces, primos míos.

—¡No puedes hacerle esto a una Julia!

—Lamento que afecte a la familia, mater, pero no afecta directamente a una Julia.

—¡Los Julio Césares están aliados por matrimonio a los Antonios! ¡Razón más que suficiente!

—¡No lo es! ¡Más necios son los Julio Césares por buscar alianza con los Antonios, unos salvajes y derrochadores! Y yo te digo, mater, que no consentiré que una Julia de mi familia se case con un Antonio —replicó César, volviendo la espalda.

—¡César, te ruego que lo reconsideres! Será tu ruina.

—No voy a reconsiderarlo.

El resultado de la discusión fue una cena muy tensa. Desvalida ante aquellos dos impertérritos adversarios, su esposo y su suegra, Cinnilla se escapó al cuarto de la niña en cuanto pudo, alegando que la pequeña tenía cólico, estaba echando los dientes, sufría una erisipela y todos los males infantiles que se le ocurrieron. Y a solas quedaron César y Aurelia, con la barbilla alzada.

Algunos manifestaron su desaprobación, pero César no sentaba en modo alguno un precedente con aquel caso; había habido muchos otros en los que la consanguinidad era mucho más manifiesta que las objeciones técnicas que personas como Catulo planteaban para el proceso de Cayo Antonio Hibrida.

Naturalmente, Hibrida no podía hacer caso omiso del exhorto y aguardaba ante el tribunal del pretor de extranjeros acompañado de un grupo de caras conocidas, entre ellas la de Quinto Hortensio y el tío de César, Cayo Aurelio Cotta. A Cayo Tulio Cicerón no se le veía por parte alguna, ni entre el público; hasta que César lo descubrió con el rabillo del ojo, en el momento en que Cetego abría la sesión. ¡Cicerón no podía faltar en un proceso tan escandaloso! Y menos al tratarse de un proceso por vía civil.

César vio inmediatamente que Hibrida estaba nervioso. Era un individuo grande, musculoso y de cuello grueso: un Antonio. Tenía el pelo recio y rizado, y sus ojos avellana eran tan antonianos como la nariz aquilina y la abultada barbilla que ascendía hacia una boca pequeña y sensual. Hasta que se había enterado de sus atrocidades, César había juzgado aquel rostro brutal como el de un zoquete que bebe y come mucho y muy dado a placeres sexuales. Pero ahora lo entendía mejor. Era la cara de un verdadero monstruo.

Las cosas comenzaron mal para Hibrida cuando Hortensio optó por un estilo agresivo y solicitó que se suspendiera inmediatamente el juicio, alegando que si el asunto era la décima parte de serio de lo que indicaba la querella, debía ser zanjado ante un tribunal de lo criminal. Varrón Lúculo permanecía sentado impávido, sin tratar de intervenir si el juez no le pedía consejo, cosa que Cetego no estaba dispuesto a hacer. Más tarde o más temprano le llegaría el turno de presidir aquel tribunal y no le apetecían las monótonas discusiones sobre una bolsa de dinero. No, aquel caso sí que era una breva; le repugnaba, pero al menos no sería aburrido. Así que replicó hábilmente a Hortensio y continuó la vista con justa autoridad.

A mediodía, Cetego se dispuso a oir a los testigos y su aparición causó sensación. Ifícrates y sus compañeros habían elegido las víctimas que habían traído desde Grecia para dar dramatismo al caso y mover a compasión. Lo más estremecedor era un hombre que no podía testificar en absoluto, pues Hibrida le había cortado parte de la cara y la lengua; pero su esposa si que hablaba y con un odio profundo, y fue un testigo sin par. Cetego la escuchó sin interrumpirla, mirando al pobre marido, demudado y sudando. Después de aquel testimonio, suspendió la vista hasta el día siguiente, rogando a los dioses poder llegar a casa antes de ponerse enfermo.

Pero Hibrida no se resignaba, y, al salir del tribunal, agarró a César por el brazo y le retuvo.

—¿De dónde has sacado a esos desgraciados? —inquirió con gesto de doloroso asombro—. ¡ Habrás tenido que recorrer el orbe! Pero no te servirá de nada. ¿Quiénes son al fin y al cabo? ¡Un puñado de monstruos sinvergüenzas! ¡ Una pandilla ansiosa de cobrar increíbles indemnizaciones de Roma en vez de contentarse con pedir limosna en Grecia!

—¿Un puñado? —rugió César a voz en grito, acallando el rumor de la multitud que se dispersaba y que se volvió a oir lo que decía—. ¿Simplemente? ¡Yo te digo, Cayo Antonio Hibrida, que uno solo ya sería un exceso! ¡Uno solo! ¡Un solo hombre, mujer o niño mutilado de esa manera atroz es ya un exceso! ¡Un solo hombre o mujer despojado de su juventud, belleza y pundonor es excesivo! ¡Largo! ¡Vete a casa!

Y Cayo Antonio Hibrida marchó a su casa, abrumado al ver que sus abogados no le acompañaban. Hasta su hermano había buscado un pretexto para no verle. Pero no caminó a solas: tras él iba un hombrecillo regordete que se había hecho bastante amigo suyo en aquel año y medio que llevaba en el Senado. El hombre se llamaba Cayo Elio Estaeno y ansiaba tener aliados poderosos, comer gratis en la mesa de otros y codiciaba asquerosamente el dinero. Había recibido algo de Pompeyo el año anterior, cuando era cuestor de Mamerco y había provocado un motín, no uno sangriento, ¡ eso no!, todo había salido bien al final y nadie había sospechado lo más mínimo de él.

—Vas a perder —comentó a Hibrida, cuando entraban en la lujosa mansión de éste en el Palatino.

—Lo sé —replicó Hibrida, que no tenía ganas de discutir.

—¿Y no sería estupendo ganar? —inquirió Estaeno con gesto soñador—. Dos mil talentos; ése es el premio.

—Yo voy a tener que buscar dos mil talentos, con lo que quedaré en la ruina más años que los que me quedan de vida.

—No necesariamente —replicó Estaeno con un ronroneo, sentándose en la silla de los clientes del despacho y mirando en derredor—. ¿Te queda vino de Quíos? —preguntó.

Hibrida se dirigió a una consola y, de una jarra, sirvió dos vasos sin agua, tendiendo uno de ellos a Estaeno antes de sentarse. Dio un gran sorbo y le miró fijamente.

—¿Se te ha ocurrido algo? —dijo—. ¿De qué se trata?

—Dos mil talentos es mucho dinero. Mil talentos ya lo son.

—Cierto —dijo Hibrida, descubriendo con sus labios gordezuelos los blancos y perfectos dientes en una sonrisa—. ¡No soy ningún imbécil, Estaeno! Si acepto repartir contigo los dos mil talentos, tienes que asegurarme que salgo bien librado. ¿Estamos?

—Estamos.

—Pues, de acuerdo. Me salvas y mil de esos talentos griegos son tuyos.

—En realidad, es sencillo —añadió Estaeno pensativo—. Las gracias debes dárselas a Sila, desde luego. Pero como está muerto no le importará que me las des a mí.

—¡Deja de atormentarme y dime lo que es!

—¡Ah, sí! No me acordaba de que prefieres atormentar a otros en vez de que te atormenten a ti.

Como tantos hombres ruines que de pronto se ven en una posición de fuerza, Estaeno no podía ocultar su contento por tenerle en sus manos, aunque ello significase que cuando concluyese el asunto también sería el final de su amistad con Hibrida. Por muy bien que saliera todo. Pero le tenía sin cuidado. Mil talentos era una buena compensación. ¿De qué valía la amistad con un individuo como Hibrida?

—¡Dímelo, Estaeno, o lárgate!

—El ius auxilii ferendi —dijo Estaeno.

—¿Y qué?

—La función original de los tribunos de la plebe y la única que Sila no anuló: arrancar a un miembro de la plebe de manos de un magistrado.

—¡El ius auxilii ferendi! —exclamó Hibrida asombrado, y su rostro preocupado se iluminó por un instante—. No aceptarán —dijo al cabo, de nuevo con rostro ensombrecido.

—Sí que aceptarán —replicó Estaeno.

—¡Sicinio, no; jamás! Basta con un veto del colegio y los otros nueve tribunos son impotentes. Sicinio no se avendrá, Estaeno. Es una peste pero no se deja sobornar.

—A Sicinio —añadió Estaeno, sin caber en sí de contento— no le ven con buenos ojos sus otros nueve colegas. Ha incordiado tanto y les ha robado de tal modo la audiencia del Foro, que están hartos de él. De hecho, anteayer oí que dos de ellos le amenazaban con tirarle desde la roca Tarpeya si no deja de reclamar que les devuelvan los derechos.

—¿Quieres decir que se le podría intimidar?

—Sí; eso es. Naturalmente, tendrás que encontrar una buena suma entre hoy y mañana, porque ninguno de ellos aceptará si no se les remunera bien. Pero tú puedes… y más teniendo mil talentos en vista.

—¿Cuánto? —inquirió Hibrida.

—Cincuenta mil sestercios por nueve. Cuatrocientos cincuenta mil. ¿Puedes?

—Probaré. Iré a ver a mi hermano, a quien no le gustan los escándalos en la familia. Y a otros. Sí, Estaeno, creo que podré.

Y así lo convinieron. Cayo Elio Estaeno no paró aquella tarde, yendo de casa en casa de los tribunos de la plebe: Marco Atilio Bulbo, Manio Aquilio, Quinto Curio, Publio Popilio y así hasta nueve de los diez. A casa de Cneo Sicinio ni se acercó.

La vista tenía que reanudarse dos horas después del amanecer; a esa hora ya se había producido algo espectacular en el Foro, por lo que prometía ser una jornada excepcional para los que merodeaban por él, que estaban extasiados. Poco después del amanecer, los nueve colegas tribunos de la plebe de Cneo Sicinio le habían llevado en volandas hasta lo alto del Capitolio, dándole una paliza descomunal y acercándole hasta el borde de la llamada roca Tarpeya para mostrarle los aguzados riscos de abajo. ¡Se había acabado la constante campaña de agitación demandando el restablecimiento de los derechos de los tribunos de la plebe!, le gritaron, teniéndole colgado cabeza abajo, y él les había jurado que haría lo que le dijesen. Luego, le metieron en una litera y le mandaron a casa.

No había acabado Cetego de abrir la segunda sesión del proceso contra Hibrida, cuando nueve tribunos de la plebe se personaron en el tribunal de Varrón Lúculo gritando que un magistrado había detenido a un miembro de la plebe contra su voluntad.

—¡Os requiero a que ejerzáis el ius auxilii ferendi! —gritó Hibrida, abriendo los brazos en gesto de imploración.

—¡Marco Terencio Varrón Lúculo, un miembro de la plebe nos requiere a que ejerzamos el ius auxilii ferendi! —dijo Manio Aquilio—. ¡Te notifico que vamos a ejercerlo!

—¡Esto es un ultraje inadmisible! —gritó Varrón Lúculo, poniéndose en pie de un salto—. ¡Os prohibo ejercer tal derecho! ¿Dónde está el décimo tribuno?

—En su casa en cama, muy enfermo —dijo Manio Aquilio con sorna—, pero puedes enviar a buscarle que no nos vetará.

—¡Transgredís la justicia! —chilló Cetego—. ¡Una ofensa! ¡Una vergüenza! ¡Un escándalo! ¿Cuánto os ha pagado Hibrida?

—¡Suelta a Cayo Antonio Hibrida o apresaremos a los que se opongan y los arrojaremos desde la roca Tarpeya! —gritó Manio Aquilio.

—¡Estáis entorpeciendo la justicia! —dijo Varrón Lúculo.

—No puede haber justicia en el tribunal de un magistrado, como bien sabes, Varrón Lúculo —replicó Quinto Curio—. ¡ Un hombre no es un jurado! ¡Si quieres acusar a Cayo Antonio, hazlo ante un tribunal de lo criminal en que no es aplicable el ius auxilii ferendi!

César permanecía en pie sin moverse y no trató de hacer objeción alguna. Sus clientes, detrás de él, temblaban. Con rostro imperturbable, se volvió hacia ellos y les dijo:

—Yo soy un patricio, no un magistrado. Debemos dejar que el praetor peregrinus resuelva la situación. ¡No digáis nada!

—¡Muy bien, llevaos a vuestro miembro de la plebe! —dijo Varrón Lúculo, poniendo la mano en el brazo de Cetego para contenerle.

—Y como he ganado el proceso —dijo Cayo Antonio Hibrida en medio de los nueve agresivos tribunos de la plebe—, me corresponde la sponsio depositada por los queridos clientes griegos de César.

La alusión al amor griego era una afirmación infamante que instantáneamente hizo recordar a César la dolorosa acusación relativa a su relación con el rey Nicomedes. Sin dudarlo un segundo, cruzó entre los tribunos de la plebe y cogió a Hibrida por la garganta con las dos manos. Hibrida siempre se había creído un Hércules, pero no podía zafarse de aquellas manos ni repeler a su atacante, en quien no habría jamás imaginado tal fuerza. Tuvieron que quitarle a César de encima entre Varrón Lúculo y seis lictores, y algunos de los testigos se preguntaron después extrañados por la pasividad de los nueve tribunos de la plebe que no habían movido un dedo por ayudar a Hibrida.

—¡Se sobresee el caso! —dijo a voz en grito Varrón Lúculo—. ¡Se acabó la vista! ¡Yo, Marco Terencio Varrón Lúculo, la declaro concluida! ¡Querellantes, recoged la sponsio! ¡Y todo hijo de vecino a su casa!

—¡La sponsio! ¡La sponsio es de Cayo Antonio! —gritó otra voz: la de Cayo Elio Estaeno.

—¡No es de Hibrida! —gritó Cetego—. ¡Ha sido sobreseído el caso por el praetor peregrinus a cuya jurisdicción pertenece! ¡ La sponsio se devuelve a su dueño, esto no es una apuesta!

—¿Queréis llevaros a vuestro miembro de la plebe y salir de este tribunal? —dijo Varrón Lúculo, apretando los dientes, a los tribunos de la plebe—. ¡ Fuera todos de aquí! ¡Y me permito deciros que no habéis hecho ningún bien a la causa del tribunado de la plebe con esta escandalosa transgresión de su propósito original! ¡Haré cuanto esté en mi mano para teneros callados para siempre!

Salieron los nueve con Hibrida y Estaeno detrás de ellos, lamentándose de la sponsio perdida, y el acusado tocándose la magullada garganta.

Mientras la multitud excitada se arremolinaba, Varrón Lúculo y César se miraron.

—Me habría encantado dejar que estrangulases a esa bestia, pero comprenderás que no podía —dijo Varrón Lúculo.

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