Ofrecer una recompensa para que le traicionaran le había desmoralizado profundamente, pues Quinto Sertorio era romano y conocía la codicia que animaba en lo más hondo del más razonable y honrado de los mortales. Y ya no podía confiar en ninguno de sus partidarios romanos o itálicos, criados en sus mismas tradiciones, mientras que sus seguidores hispanos aún estaban libres de ese defecto particular causado por la civilización. Ahora siempre estaba al tanto de si una mano asía un cuchillo, de un determinado gesto en algún rostro, y su entereza comenzaba a quebrarse por el estado de nervios. Consciente de que su nueva manera de ser chocaría a los hispanos, se esforzaba ímprobamente por dominarse, y para lograrlo comenzó a recurrir al vino como sedante.
Luego —el peor golpe que recibió en su vida— de Nersae llegó la noticia de que había muerto su madre. La mayor pérdida para él. Ni aunque a sus pies hubiesen arrojado los cadáveres ensangrentados de su esposa germana y de su hijo, a quien deliberadamente había privado de una educación romana, se habría afligido tanto como por la muerte de su madre, Maria. Pasó varios días encerrado en su oscuro cuarto, con la sola compañía de la corza blanca Diana y una cantidad exorbitante de jarros de vino. ¡Años sin verse! ¡ Terrible pérdida! Sentimiento de culpa.
Cuando finalmente abandonó el cuarto era otro hombre. Él que hasta entonces había sido ejemplo de cortesía y afabilidad, se había vuelto persona amargada y suspicaz, hasta con los hispanos, capaz de injuriar a sus amigos más íntimos. Notaba físicamente que Pompeyo estaba acabando con el dominio que había tenido de Hispania al llevar a cabo con irritante eficacia aquella política de desgaste; sí, sentía físicamente desintegrarse su mundo. Y, alimentado por los insidiosos fantasmas del vino, surgió la paranoia. Al enterarse de que uno de los caudillos hispanos sacaba subrepticiamente a los hijos de la famosa escuela romana de Osca, se llegó con su guardia personal al espacioso y luminoso peristilo y mató a muchos de los niños que quedaban. Era el principio del fin.
Marco Perpena Vento nunca había olvidado ni perdonado el modo en que Sertorio le había arrebatado su ejército, ni soportaba la natural superioridad de aquel renegado partidario de Mario, natural del país de los sabinos. Cada vez que libraban una batalla, a Perpena se le hacía evidente que él no tenía el talento militar ni la devoción de la tropa tan apabullantes ambos en el caso de Sertorio. Era cruel admitir que no podía superar a Sertorio en nada! Excepto en perfidia, como se vería.
Desde el momento en que supo la recompensa que ofrecía Metelo Pío, adoptó una decisión. Que Sertorio facilitase sus propósitos dando palos de ciego fue una suerte con la que no había contado y que supo aprovechar.
Perpena dio una fiesta para paliar la monotonía de la vida en el invierno oscense, como dijo a sus amigos romanos e itálicos. A la que, naturalmente, invitó a Sertorio. No estaba seguro de si vendría hasta que vio el familiar rostro del tuerto cruzar la puerta; momento en que se apresuró a recibirle y acompañarle al locus consularis de su propia camilla, encargándose de que los esclavos le emborrachasen con vino fuerte sin agua.
En la conjura participaban todos los invitados, y el ambiente era tenso por el miedo y el recelo, y todos no hacían otra cosa que beber vino sin aguar hasta que Perpena reparó en que no habría nadie lo bastante sobrio para hacer lo convenido. Sertorio había llevado a la corza blanca, por supuesto, pues últimamente no se apartaba de ella, y el animal estaba echado en la camilla entre su amo y Perpena, una afrenta que a éste le mortificaba más profundamente aún, pensando en el malvado propósito de la fiesta. Así, en cuanto pudo, se levantó del lectus medius y situó en él de un empujón al medio romano medio hispano Marco Antonio, un hombre ruin habido por uno de los grandes Antonios con una campesi¡na, y al que el padre no había reconocido y menos favorecido con la abierta generosidad de esa familia.
La conversación fue haciéndose más grosera, y la jarana más vulgar con Antonio en primer plano. Sertorio, que detestaba las palabras y las bromas obscenas, se mantenía al margen; se contentaba con acariciar a Diana y seguir bebiendo, con la parte viva de su rostro fría, impertérrita. Luego, uno de los comensales hizo un comentario particularmente grosero, con la complacencia de todos menos de Sertorio, quien se echó hacia atrás en la camilla con gesto de disgusto. Temiendo que fuese a levantarse y se marchara, Perpena dio la señal, aunque no sabía si la oirían en medio de aquel escándalo, y tiró la copa de plata al suelo con tal fuerza que el recipiente rebotó en el aire causando gran estruendo. Se hizo un silencio absoluto, y Antonio fue mucho más rápido que el incauto y ebrio Sertorio. Sacó de la túnica un puñal de legionario, se abalanzó sobre Sertorio y se lo clavó en el pecho. Diana lanzó un chillido y escapó corriendo, mientras Sertorio trataba de incorporarse, pero todos los presentes se le echaron encima para sujetarle de brazos y piernas para que Antonio pudiera seguir apuñalándole. Sertorio no había proferido grito alguno, pero de haber gritado pidiendo ayuda nadie habría acudido, pues desde primera hora de la noche la escolta de hispanos que había dejado fuera de la casa de Perpena ya no existía: habían sido asesinados.
Sin dejar de chillar, la corza blanca saltó sobre la camilla cuando los asesinos se apartaban y comenzó a olfatear enloquecida a su ensangrentado y exánime amo. ¡Ahora sí que se trataba de una tarea de la que Perpena se sentía capaz! Cogiendo el cuchillo que había tirado Marco Antonio, lo clavó en la parte izquierda del pecho del animal, que se desplomó hecho un ovillo sobre el cadáver de Sertorio, y cuando los eufóricos asesinos cogieron al amo para tirarlo a la calle como un mueble viejo, cogieron también a Diana y la arrojaron encima de él.
Pompeyo supo la noticia del modo que cabía esperar, como pensó después, aunque en aquel momento le pareció asquerosa y repugnante. Pues Marco Perpena Vento le envió la cabeza de Sertorio con un jinete a todo galope desde Osca a Pompaelo. Acompañaba al siniestro trofeo una nota que decía que Metelo Pío le debía a Perpena cien talentos de oro y veinte mil iugera de tierra. Y añadía que había dirigido a Metelo Pío una carta en el mismo sentido.
Pompeyo le contestó por su cuenta y envió un correo urgente a Metelo Pío con una copia de la respuesta.
No me causa alegría saber que Quinto Sertorio ha muerto a manos de un gusano como tú, Perpena. Era sacer pero merecía un mejor fin por manos más nobles.
Me complace sobremanera negarte la recompensa, que no se ofrecía por una cabeza. Se ofrecía a quien facilitase información que nos permitiese apresar o matar a Quinto Sertorio. Si la copia de la proclama que tú viste no lo especificaba así échale la culpa al escriba. Yo desde luego no vi ninguna que no lo especificase. Tú, Perpena, eres de una familia consular en la que ha habido senadores y pretores. Debías de habértelo pensado.
Me imagino que sucederás a Quinto Sertorio en el mando y me complace sobremanera informarte que la guerra continuará hasta la muerte de todos los traidores cuando todos los insurgentes hayan sido vendidos como esclavos.
Cuando en Hispania se supo que había muerto Quinto Sertorio, sus seguidores huyeron a Lusitania y Aquitania, y hasta algunos de sus partidarios romanos e itálicos abandonaron a Perpena. Este, sin amilanarse, reunió a los que quedaban y en mayo salió de Osca para entablar batalla con Pompeyo, que le había encolerizado profundamente por la breve respuesta a su petición de recompensa. ¿Quién se creía que era aquel picentino para contestarle por cuenta de Cecilio Metelo? Cecilio Metelo, que ni se había dignado contestarle.
La batalla fue una celada. Perpena cayó sobre una de las legiones de Pompeyo que hacía provisiones al sur de Pompaelo; las tropas estaban dispersas y entorpecidas por la conducción de varias docenas de carros de bueyes. Al ver que el último ejército de Sertorio se les venía encima, los soldados de Pompeyo corrieron hacia un profundo barranco, y Perpena, eufórico, fue tras ellos. Sólo cuando el último hombre estuvo dentro del barranco, puso Pompeyo en marcha la trampa: por las cuestas surgieron miles de soldados que estaban ocultos, y abalanzándose sobre los hombres de Sertorio acabaron con ellos.
Unos soldados hallaron a Perpena escondido en una espesura y lo llevaron a presencia de Aulo Gabinio, quien inmediatamente lo remitió a Pompeyo. Demudado de terror, Perpena trató de negociar su vida ofreciéndole el archivo de Quinto Sertorio, que, según gemía, confirmaba que muchos personajes de Roma ansiaban que Sertorio venciera y rehiciera Roma conforme a los principios de Mario.
—Sean los que sean —dijo Pompeyo, con el rostro imperturbable y los ojos azules inexpresivos.
—¿Cuáles? —inquirió Perpena temblando.
—Los principios de Mario.
—Por favor, Cneo Pompeyo, ¡te lo suplico! ¡Te entrego los papeles y por ti mismo verás la razón que tengo!
—Muy bien, dámelos —replicó Pompeyo lacónico.
Viendo el cielo abierto, Perpena dijo a Aulo Gabinio dónde hallarlos (pues los había transportado desde Osca) y aguardó con gran impaciencia a que regresase el destacamento. Dos soldados se acercaron con un arcón que dejaron en el suelo ante Pompeyo.
—Abridlo —dijo.
Se agachó y comenzó a revolver los rollos y las hojas un buen rato, sacándolo todo y desplegando algunas hojas para leerlas y asintiendo con la cabeza entre susurros. El resto de lo que contenía el arcón se limitó a mirarlo, pero algunos de los papeles más pequeños a los que echó una ojeada le hicieron enarcar las cejas. Se puso en pie cuando todo estaba amontonado y revuelto sobre la hierba pisoteada.
—Juntad toda esa porquería y quemadla ahora mismo —dijo a Aulo Gabinio.
Perpena se quedó boquiabierto.
Cuando ya ardía el montón de papeles, Pompeyo hizo un gesto con la barbilla a Gabinio con gesto de profunda repugnancia.
—Mata a ese gusano —dijo.
Perpena murió por la espada de un legionario romano, y la guerra en Hispania concluyó en el mismo momento en que su cabeza rodaba dando saltos por el suelo ensangrentado.
—Bueno, ya está —dijo Aulo Gabinio.
—Vete con viento fresco —replicó Pompeyo encogiéndose de hombros.
Los dos habían estado contemplando la cabeza de Perpena con los ojos desorbitados de terror; Pompeyo giró sobre sus talones y se dirigió a donde estaban los otros legados, que habían preferido quedar apartados de donde no les llamaban.
—¿Tenías que quemar esos papeles? —inquirió Gabinio.
—Ah, sí.
—¿Y no habría sido mejor llevarlos a Roma? Así la habríamos limpiado de traidores.
—¿Y dar trabajo durante un siglo al tribunal de traiciones? —replicó Pompeyo meneando la cabeza y riendo—. A veces es más prudente seguir el criterio propio. Un traidor no deja de serlo porque se hayan convertido en humo los papeles que lo demuestran.
—No acabo de entender.
—Quiero decir que siguen insistiendo, Aulo Gabinio, siguen insistiendo.
Aunque había acabado la guerra, Pompeyo era persona demasiado minuciosa para hacer los bártulos y regresar a Italia con la cabeza de Perpena en una lanza. Quería hacer algo de limpieza; fundamentalmente liquidar a quienes pudiesen representar un peligro futuro. Entre los que perecieron se contaron la esposa germana y el hijo de Sertorio, que Pompeyo encontró en Osca al aceptar la capitulación de la plaza en junio. El hombre de treinta y tres años que le señalaron como hijo de Sertorio tenía un parecido físico que no dejaba lugar a dudas, a pesar de que no hablaba latín y parecía un ilergete hispano.
Al enterarse de la muerte de Sertorio, Clunia y Uxama se arrepintieron de la sumisión a Pompeyo, cerraron sus puertas y se aprestaron a resistir un asedio. Pompeyo lo hizo complacido. Clunia cayó y Uxama cayó, y, finalmente, lo hizo Caligurris, donde los asombrados romanos descubrieron que los hombres se habían comido a sus propias mujeres e hijos antes que rendirse; Pompeyo los mandó ejecutar a todos y luego arrasó no sólo la ciudad sino toda la región.
Naturalmente, durante todo este tiempo no había cesado la comunicación entre el general victorioso y Roma. No todas las cartas eran oficiales ni todos los documentos para difusión pública; entre los principales corresponsales de Pompeyo se contaba Filipo, que no cesaba de cacarear en el Senado. Los cónsules del año eran dos de los clientes secretos de Pompeyo, Lucio Gelio Poplicola y Cneo Cornelio Léntulo Clodiano, lo que significaba que éste podía reclamar la ciudadanía romana para aquellos hispanos que le habían ayudado sustancialmente. En cabeza de la lista de Pompeyo figuraba un nombre extranjero repetido: Kinahu Hadasht Byblos, tío y sobrino, de treinta y tres y veintiocho años respectivamente, ciudadanos acomodados de Gades y grandes mercaderes púnicos, pero sin incorporar el nombre de Pompeyo, pues no quería él que pululasen los Cneos Pompeyos hispanos. Tío y sobrino de Gades quedaron adscritos como clientes a uno de los últimos legados de Pompeyo, Lucio Cornelio Léntulo, primo del cónsul. Así entraron en la vida de Roma y su historia con los nombres de Lucio Cornelio Balbus Maior y Lucio Cornelio Balbus Minor.
Pompeyo no quiso apresurarse. Las minas de las cercanías de Cartago Nova volvieron a abrirse, los contestanos fueron castigados por atacar al difunto Cayo Memmio, cuya hermana había quedado viuda. ¡Tendría que arreglar aquello cuando regresase a Roma! Poco a poco la provincia de la Hispania Citerior fue recomponiéndose, instaurando en ella una burocracia organizada, una estructura de impuestos, reglas y leyes sucintas y todo lo necesario para romanizarla.
Luego, en otoño, Cneo Pompeyo Magnus se despidió de Hispania con el ferviente deseo de nunca más volver. Había recuperado casi por entero la seguridad en sí mismo y su engreimiento, aunque nunca más volvería a enfrentarse al enemigo sin un estremecimiento premonitorio, ni jamás volvería a emprender una guerra sin saber de antemano que disponía de unas cuantas legiones más que el adversario. ¡Y nunca más volvería a enfrentarse a un romano!
En las crestas del paso de los Pirineos el general victorioso plantó trofeos, entre ellos la coraza del caído Quinto Sertorio y la coraza con la que Perpena había sido decapitado. Bien sujetos a altos postes con travesaños quedaron batidos por el viento de las alturas los ptery ges como mudo recordatorio para los que pasasen de la Galia a Hispania de que no convenía enfrentarse a Roma. Además de los trofeos, Pompeyo erigió un mojón con una placa en la que quedó inscrito su nombre, su título, su misión, el número de ciudades que había tomado y los que habían sido recompensados con la ciudadanía romana.