Favoritos de la fortuna (93 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Desde que habían zarpado de Gades a Emporiae y viceversa, tras aquel recorrido de novecientos kilómetros por territorio desconocido plagado de bárbaros, no había dejado de preocuparse por ellos. Así, cuando Quinto Cecilio Metelo Pío recorrió las calles y avenidas de su campamento en Segovia, le acompañaba el aura de un extraordinario afecto, y era consciente de que el tiempo, su mentalidad y un interés tradicionalmente romano por la minuciosidad le habían servido para contar con un ejército del que iba a sentir separarse. Eran sus tropas. Lo que no acababa de convencerle era el hecho de que también él era de sus soldados. Era un criterio impensable para su hijo, quien a regañadientes acompañaba al padre en aquellos paseos por el campamento, una auténtica ciudad; Metelo Escipión era más esnob que rigorista, y por naturaleza le resultaba imposible suscitar o aceptar el afecto de quienes no eran sus iguales, ni siquiera de quienes no estuviesen emparentados con él por consanguinidad o adopción.

Cuando el general les hizo salir del campamento para obligar a Hirtuleyo a presentar batalla, los soldados sabían por qué había apiñado seis legiones y mil jinetes en un campamento mucho más pequeño de lo debido. Quería que Hirtuleyo pensase que no contaba más que con cinco legiones incompletas, e inducirle a creer que lo había construido tan fortificado por haber efectuado la marcha sin todos los pertrechos necesarios; se habían oído comentarios en este sentido a los jinetes númidas que habían rechazado la incursión de sus tropas hispanas.

Copiando literalmente una página de las memorias de Escipión el Áfricano, había elegido el tipo de terreno que induce a creer elegiría un general al mando de tropas mal equipadas y de baja moral: surcado por arroyos, desigual y lleno de maleza y arbustos. Y a Hirtuleyo le resultaba evidente que para resistir el frente de batalla de sus cuarenta mil soldados hispanos soberbiamente armados, Metelo Pío se había visto obligado a debilitar su centro; para compensar los flancos demasiado abiertos, había situado en las puntas a la caballería númida de un modo que parecía conferirle una actuación autónoma. Indeciso de cómo presentar combate aquel día, cuando sus exploradores fueron a decirle que el ejército de la vieja salía del campamento, Hirtuleyo calculó la fuerza del adversario, oteó el terreno, gruñó disgustado y optó por ir a la batalla.

Las alas de la vieja fueron las primeras en entrar en contacto con Hirtuleyo, que era lo que él quería; y cargó contra aquel centro debilitado con la intención de abrir brecha y meter por ella tres legiones para caer sobre su retaguardia. Pero en el momento en que el ejército hispano se introducía entre las desmadejadas alas, Metelo Pío puso en marcha la trampa. Sus mejores tropas estaban ocultas por las alas, y parte de ellas maniobraron rápidamente para reforzar el centro, y las otras se desplegaron de flanco. Antes de que le diera tiempo a salir de la situación, Lucio Hirtuleyo se vio arrollado por una masa informe de tropa desconcertada y perdió la batalla. El y su hermano menor cayeron en el combate, y los soldados de Metelo Pío, cantando un himno victorioso, hicieron añicos el querido ejército hispano de Sertorio, del que quedaron pocos supervivientes. De éstos, los que huyeron a Lusitania esparcieron la nefasta noticia y nunca más volvieron a las filas de Quinto Sertorio. Las tribus del país, que habían abandonado sus asentamientos de la desembocadura del Anas para seguir a los romanos con intención de invadir después la provincia Ulterior y hasta cruzar el Betis, al conocer el desastre del ejército hispano entonaron un penoso canto fúnebre al ver que se esfumaban sus esperanzas, y se dispersaron por los bosques.

Segovia, poco más que un pueblecito en lo alto de un peñasco en medio de la meseta, no podía resistir a Metelo Pío más de un día. Los habitantes fueron pasados a cuchillo y sus casas incendiadas. El Meneítos no quería que quedase nadie vivo que pudiese ir a Levante a anunciar a Sertorio que su ejército hispano había dejado de existir.

En cuanto los centuriones le comunicaron que los hombres estaban listos y descansados, Metelo Pío inició la marcha hacia la desembocadura del río Sucro. Por el tiempo que le quedaba, no tenía más remedio que cruzar la sierra cercana a Segovia sin dar un rodeo; salvar la Juga carpetana (como la llamaban) era arduo, pero no imposible, aun para los carros tirados por bueyes, y sólo eran cuarenta kilómetros de terreno montañoso. De Segovia llegaron a Miaccum y luego a Sertobriga. Metelo Pío y su ejército pasaron lo bastante lejos de ellas para hacer creer a sus habitantes que se trataba del ejército de Hirtuleyo que regresaba a Laminium.

Continuaron después por una senda agotadora a través de un paisaje tan árido que ni se veían ovejas, pero había lechos de arroyos temporales de aguas subterráneas, y la distancia hasta el Sucro, que aún corría, no era tan grande como para que el ejército de la Hispania Ulterior corriera peligro alguno. Desde luego, el calor era tremendo y no había ninguna sombra; pero Metelo Pío marchaba sólo de noche, pues había bastante luna, y durante el día hacía dormir a la tropa a la sombra de las tiendas.

Nunca supo qué le impulsó a cruzar a la orilla norte del Sucro nada más llegar a él, ya que aguas abajo el curso se convertía en un tramo fangoso que hubiera sido penoso de vadear. Con aquella maniobra el ejército se encontró en la ribera norte, y, al prepararse para la marcha poco antes de ponerse el sol, oyeron a lo lejos el inequívoco ruido de una batalla. Era el segundo día de quintilis.

Desde el amanecer hasta una hora antes de ponerse el sol, Quinto Sertorio contempló a las legiones de Pompeyo formar en posición de combate, preguntándose si éste iría al ataque o daría media vuelta. Era esto último lo que Sertorio deseaba; pues en el momento en que lo hiciera es que se había dado cuenta del grave error que cometía. Pero tal como se desarrollaban las cosas, el muchacho sabía bien lo que se hacía, o una divinidad le acompañaba para persuadirle de que aguardase hora tras hora bajo el implacable sol.

Las cosas no iban bien para Sertorio, a pesar de sus muchas ventajas: la superioridad de sus tropas para soportar el sol, la gran cantidad de agua para beber y refrescarse y el mejor conocimiento del terreno. Para empezar, no había tenido noticias de Lucio Hirtuleyo desde su llegada a Segovia, salvo una breve nota diciéndole que allí no estaba Metelo Pío, pero que aguardaría treinta días para ver si la vieja aparecía antes de que él volviera a unirse a Sertorio según lo ordenado. Por otra parte, sus exploradores, situados en las mayores alturas de la región, no habían avistado ninguna columna de polvo en dirección del seco valle del Sucro que les indicase que Hirtuleyo regresaba. Y lo peor de todo era que ¡Diana había desaparecido!

La corza blanca le había acompañado durante todo el viaje desde Osca, impávida ante el barullo y ajetreo de un ejército en movimiento, y sin mostrar molestia alguna por el duro sol del verano a pesar de ser albina; todo ello, una señal más de su origen divino. Pero al tomar posiciones junto al Sucro, dejando a Herenio y a Perpena bien establecidos en Valentia para detener a Pompeyo, Diana había desaparecido. Una noche, al volver a su tienda de mando para dormir, el animal estaba hecho una rosca en la piel de cordero junto al catre, pero al despertarse por la mañana ya no lo vio.

Al principio no se había inquietado por su ausencia, porque era un animal muy limpio que nunca se ensuciaba dentro de la tienda ni edificio alguno, y él había pensado que habría salido a hacer sus necesidades; aunque luego jamás faltaba al desayuno, y en verano siempre se mostraba hambriento nada más amanecer. Pero aquel día no había acudido a desayunar.

De eso hacia ya treinta y tres días. Cada vez más alarmado, Sertorio la había buscado en vano cada vez por sitios más alejados, y finalmente se había dedicado a preguntar si alguien la había visto. La noticia se había difundido inmediatamente como fuego en yesca, y todo el campamento se había entregado empavorecido a buscar a Diana, a tal extremo que Sertorio había dado severas órdenes para el mantenimiento de la disciplina aunque él desapareciera.

El animal era tan importante, sobre todo para los españoles, que, conforme transcurrían los días sin verlo, los ánimos decayeron, y mermaron aún más al saber el lamentable desastre de Valentia por la falta de apoyo de Perpena a Cayo Herenio. Sertorio sabía perfectamente que era culpa de él, pero sus tropas estaban convencidas de que la derrota se debía a la desaparición de Diana. El animal era lo que daba suerte a Sertorio, y al desaparecer la suerte le abandonaba.

Poco antes del amanecer Sertorio presentó batalla, convencido de que sus tropas estaban en mejores condiciones para el combate que las de Pompeyo, agotadas por la larga espera bajo aquel sol implacable. Pompeyo mandaba personalmente el ala derecha, secundado en la izquierda por Lucio Afranio y con el centro al mando de un legado que Sertorio pensaba debía ser nuevo en Hispania, pues los exploradores nunca habían visto aquella cara. El encuentro en las afueras de Lauro el año anterior había inspirado a Sertorio un profundo menosprecio por las dotes de general de Pompeyo, y optó por dirigir personalmente el ataque contra el ala de Pompeyo, dejando a Perpena que se las viera con Afranio, y él mismo se encargó también del centro.

El combate comenzó estupendamente para Sertorio, y siguió aún mejor cuando Pompeyo tuvo que ser retirado del campo de batalla nada más salir el sol con un muslo destrozado por un venablo provisto de lengüetas. Su gran caballo blanco quedó en el sitio, muerto por el mismo venablo. A pesar de las audaces intentonas del joven Aulo Gabinio por rehacer la situación, el ala derecha romana comenzó a ceder.

Lamentablemente, a Perpena no le iban tan bien las cosas frente a Afranio, que había abierto brecha en sus líneas, llegando hasta el campamento en retaguardia, por lo que Sertorio tuvo que acudir personalmente en su ayuda y sólo logró expulsar a Afranio del campamento tras cuantiosas bajas. Ya había anochecido cuando salió la luna llena, y la batalla proseguía a la luz del astro y de las antorchas, a pesar del polvo. Sertorio estaba decidido a no dar tregua hasta hallarse en una situación de dominio que le permitiese vencer al día siguiente.

Así, cuando el enfrentamiento cesó, Sertorio se las prometía muy felices para el día siguiente.

—Colgaré de un árbol el cadáver de ese muchachito para que se lo coman los pájaros —dijo con aviesa sonrisa—. ¿No habrá regresado Diana, verdad? —inquirió, acto seguido, con gesto de inquietud.

No, Diana no había aparecido.

En cuanto hubo luz suficiente se reanudó el combate. Pompeyo seguía al mando en unas parihuelas llevadas en hombros por sus hombres más altos. Recuperada la formación durante la noche, ahora su ejército atacaba más cohesionado y era evidente que había dado orden de reducir al mínimo las bajas evitando riesgos; la clase de combate que más detestaba Sertorio.

Y poco después de la salida del sol, un nuevo ejército fresco y una nueva cara hicieron su aparición en escena: Quinto Cecilio Metelo Pío apareció por el oeste, cruzando las filas de Perpena como si no existiesen. Por segunda vez en menos de una jornada, el campamento de Perpena caía en manos del adversario, y Metelo Pío siguió avanzando hacia el campamento de Sertorio. A huir tocaban.

Conforme él y Perpena emprendían rápida retirada, se le oyó decir desalentado:

—¡Si esa maldita vieja no hubiese aparecido habría obligado a patadas a ese muchachito a retirarse hasta la misma Roma!

La retirada se detuvo en las estribaciones de las montañas al oeste de Saetabis. Allí Sertorio volvió una vez más a restablecer la disciplina, y, haciendo caso omiso de Perpena, contó sus bajas —unos cuatro mil hombres— e incorporó los hombres de las cohortes más destrozadas (la mayor parte de Perpena) a otras unidades que requerían cierto refuerzo. Perpena quiso protestar en voz alta por aquel atentado a su autoridad, pero una mirada al serio rostro tuerto le disuadió plenamente. Y esperó a mejor ocasión.

Allí fue donde Sertorio se enteró de que Lucio y Cayo Hirtuleyo habían caído en Segovia con todo el ejército hispano. Un duro golpe que él jamás había esperado. ¡Y menos de un enemigo como la vieja de la provincia Ulterior! ¡Qué astuto hacer una marcha indirecta para ocultar sus verdaderas intenciones, y pasar de largo lejos de Miaccum y Sertobriga fingiendo ser Hirtuleyo, y continuar a la luz de la luna para que no se vea el polvo y no le avisten!

Los hispanos tienen razón, pensó. Al desaparecer Diana me ha abandonado la suerte. Ya no me favorece la Fortuna.

Le dijeron que el muchachito y la vieja habían decidido que no valía la pena seguir hacia el sur; una vez limpiado el campo de batalla y después de pillar cuantas provisiones había en la desventurada Saetabis, sus ejércitos habían emprendido marcha hacia el norte. Era lógico; estaban en sextilis y tenían un largo trecho que cubrir para que el muchachito alcanzase los cuarteles de invierno. Pero, ¿qué pretendería hacer la vieja? ¿Regresaba a la provincia Ulterior o seguía hacia el norte con Pompeyo? Acosado por un desánimo que no sabía cómo superar, Quinto Sertorio decidió arrancarse aquella espina y seguir a la vieja y al muchachito hacia el norte, y hacerles el mayor daño posible arriesgándose a otro enfrentamiento.

Ya había levantado el campamento y puesto en marcha a sus tropas con las guerrillas en vanguardia, cuando a su presencia acudieron un niño y una niña de pies más curtidos que sus ennegrecidos cuerpos, y con anillos de oro en nariz y orejas, que traían, atada a un trozo de cuerda, una corza marrón llena de barro. Las lágrimas brotaron del único ojo de Quinto Sertorio. Los pequeños se habían enterado de que había perdido su preciosa corza blanca enviada por la diosa y venían a ofrecerle la suya.

Se puso en cuclillas, con la cara vuelta para que le vieran el lado bueno y no impresionarles, y, para gran sorpresa suya, el animal comenzó a saltar y rebullirse contento. ¡A Quinto Sertorio no le huían los animales!

—¿Me la traéis a mí? —inquirió afable—. ¡Gracias, gracias! Pero no puedo aceptarlo porque tengo que ir a luchar contra los romanos y es mucho mejor que la guardéis vosotros.

—Es la tuya… —dijo la niña.

—¿La mía? ¡Oh, no; la mía era blanca!

—Si es blanca —replicó la niña, escupiéndose en la palma de la mano y frotando al animal—. ¿No ves?

En aquel momento la corza se soltó de la cuerda y se lanzó sobre Sertorio, quien, con lágrimas en la mejilla del lado bueno, la abrazó besándola—. ¡Diana! ¡Mi Diana! ¡Es mi Diana!

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