Memmio, que llevaba en Hispania tiempo suficiente como para desconfiar de los indígenas, apretó las filas, preparado para repeler cualquier ataque, y prosiguió la marcha hacia Cartago Nova, situada a unos cuarenta y ocho kilómetros al sudoeste. Acertada medida, como vio en seguida, pues no lejos de la carretera minera de Eliócroca se encontró con los contestanos que le esperaban, y prometió una ternera a Júpiter Optimus Maximus si conservaba su legión intacta hasta llegar a lugar seguro. El lugar seguro era, sin lugar a dudas, Cartago Nova. Por lo que Cayo Memmio no pensó un solo instante en demorarse en alcanzar la pequeña península.
Faltaban no menos de cuarenta kilómetros, pero había enviado en avanzadilla a los doscientos jinetes galos que llevaba consigo, juzgando que sus intenciones serían inútiles si los contestanos le interceptaban en aquel angosto punto. Había salido a buen paso de Eliócroca al amanecer, cuando se tropezó con las tribus a unos ocho kilómetros, y a partir de ese momento siguió avanzando por la carretera a paso de cangrejo con las cohortes en cuadrado y los soldados de los flancos protegiendo la formación. Como los contestanos combatían a pie y no estaban acostumbrados a la batalla campal, no pudieron romper su formación y alcanzó el puente protegido y pudo cruzarlo con su legión intacta.
A Balbus el mayor lo envió a Gades en un anodino bajel que apestaba a garum, la maloliente pasta de pescado tan apreciada por los cocineros del orbe, con una carta para Metelo Pío diciendo que Cartago Nova no podría resistir hasta el invierno si no se la abastecía; y al Balbus joven le encomendó una misión más peligrosa: cruzar a través de las tribus al norte de Cartago Nova y enlazar con Pompeyo.
Pompeyo dejó los alrededores de Emporiae a principios de abril, cuando sus consejeros le comunicaron que el caudal del Iberus habría disminuido a finales de mes y se podría vadear fácilmente.
Había resuelto el problema de los legados nombrando sólo a picentinos o itálicos, y designando primeros legados a Lucio Afranio y Marco Petreyo, ambos viri militares de Piceno, que habían servido varios años en sus propias legiones. El compañero de alojamiento de César en Mitilene, Aulo Gabinio, era de una familia picentina; Cayo Cornelio no era de los Cornelios patricios, ni Décimo Laelio tenía parentesco con los Laelios que se habían distinguido en la época de Escipión el Áfricano y Escipión Emiliano, pero todos habían demostrado su valía militar o prometían en ese senti·do, aunque ninguno de ellos, salvo quizás Aulo Gabinio (cuyo padre y tío eran senadores), podía esperar ascender en Roma sin un buen mecenazgo de Pompeyo.
Las cosas salieron muy bien. Avanzando rápidamente a lo largo de la costa, Pompeyo con sus seis legiones y los mil quinientos jinetes llegaron a Dertosa, en la orilla norte del Iberus, sin encontrar resistencia alguna, y, aunque en el momento en que comenzaba a vadear el Iberus unas dos legiones al mando de Herenio trataron de impedírselo, las derrotó sin dificultad. Pompeyo, pletórico, continuó hacia el sur lleno de optimismo; pero Herenio volvió a cruzarse en su camino, y esta vez con dos legiones más al mando de Perpena. No obstante, cuando la vanguardia comenzó a ceder, se retiraron apresuradamente hacia el sur.
Los vigías de Pompeyo eran excelentes, y, conforme continuaba avanzando por la costa, le trajeron nuevas de que Herenio y Perpena se habían refugiado en la gran ciudad enemiga de Valentia, a unos ciento sesenta kilómetros de donde él se encontraba en aquel momento. Como Valentia estaba a orillas del río Turis y las grandes llanuras aluviales de aquel río eran ricas en cultivos, Pompeyo apresuró la marcha. Al llegar a Saguntum —junto a la desembocadura de un pequeño río que cruzaba un terreno bastante pobre—, sus vigías le comunicaron que Sertorio se hallaba muy lejos y no podría acudir en auxilio de Herenio y Perpena. Al parecer, temiendo que Metelo Pío invadiese el norte de Hispania con su ejército, Sertorio había dispuesto sus tropas en las cercanías de Salo y Segontia para interceptar al Meneítos cuando saliera por el estrecho corredor montañoso que separaba el Tagus del Iberus. ¡Ingenioso Sertorio —pensó Pompeyo con aire de suficiencia—, pero deberías estar cerca de Herenio y Perpena!
No era aún mediados de mayo y Pompeyo comenzó a sentir lo agobiante que era el verano en Hispania; y comenzaba también a percatarse de la cantidad de agua que bebían sus hombres en una jornada, y de lo aprisa que devoraban las provisiones. Como aún faltaban meses para la siega, el aprovisionamiento de trigo había dejado vacíos los graneros de las ciudades que habían cruzado a partir del Iberus; aquella costa, que parecía tan rica en los mapas y de la que sus consejeros decían maravillas, no era Italia. A él la costa del Adriático siempre le había parecido pobre y despoblada, pero era mucho más fértil y muchísimo más poblada que la costa oriental de Hispania.
Aunque proclamándose amiga de Roma, Saguntum no pudo darle trigo. Los piratas habían saqueado los silos, y sus habitantes apenas tenían para subsistir hasta la época de la cosecha. Así, sintiendo la llamada de las llanuras del Turis, Pompeyo reanudó la marcha.
Aquellos tremendos peñascos que se avistaban tierra adentro daban una remota idea de lo penoso que sería para un ejército cruzar la Hispania central; por lo cual Sertorio, que estaba apostado en Segontia a primeros de mayo, no podría acudir en ayuda de Valentia antes de finales de junio, y eso, según le informaban sus vigías, sólo si venía volando. Incapaz de concebir que otro general fuese capaz de avanzar más de prisa que él, Pompeyo dio crédito a sus vigías, quienes tal vez estuvieran convencidos de lo que decían, aunque lo más probable era que fuesen partidarios de Sertorio. Fuera lo que fuese, apenas a una jornada de Saguntum, Pompeyo supo que Sertorio y su ejército se interponían en el camino hacia Valentia y estaban atacando la ciudad de Lauro, leal a Roma.
Lo que a Pompeyo nadie habría podido hacerle entender es que Sertorio conocía cada quebrada, valle, paso y sendero entre el Mediterráneo y las montañas de Hispania occidental, y que se movía por ella con una extraordinaria rapidez porque en cada pueblo y aldea que encontraba le facilitaban alimento si lo pedía, y le animaban con un afecto rayano en la adulación, pues celtíberos y lusitanos detestaban a una Roma que únicamente dominaba el país para explotar sus riquezas. El hecho de que aquel llamado Sertorio fuese romano era una esperanza y un don de los dioses para los nativos, pues ¿quién mejor que un romano para luchar contra Roma?
Cuando los exploradores comunicaron que Sertorio mandaba sólo dos legiones, Pompeyo se quedó pasmado. ¡Qué valor! ¡Qué frescura! ¡Sitiar una ciudad romana a cuatro pasos de seis legiones veteranas y mil quinientos soldados de caballería! ¡Inconcebible! Y a Lauro se dirigió Pompeyo entusiasmado, pensando en que la Fortuna le había dado por primer adversario al mismísimo Sertorio.
Un vistazo frío y desapasionado a Lauro y a la posición de Sertorio desde un altozano al norte de la llanura bastó a Pompeyo para cobrar aún más confianza. Una milla al este de Lauro estaba el mar, y al oeste se alzaba una meseta alta. Desde el puesto de observación de Pompeyo era evidente que la altura al oeste era el lugar ideal para dirigir las maniobras. ¡Y Sertorio no la había tomado! Pompeyo, sin dudarlo un instante, dirigió su ejército hacia el oeste de la ciudad con idea de ocupar la colina y convencido de que ya era suya. Montado en su gran caballo blanco público bien enjaezado, y a buen paso delante de la tropa para que le viesen bien todos los que se apiñaban en lo alto de las murallas de Lauro.
Aunque avanzaba sin dejar de mirar la colina de arriba abajo, había llegado a ella sin advertir que iba coronándose de erizadas lanzas. Y de pronto se oyeron abucheos, mofas y rechiflas: las de Sertorio y sus tropas gritándole que habría debido darse más prisa para arrebatar una colina a Quinto Sertorio.
—¿Es que pensabas que no me iba a dar cuenta de que venías a por ella, chiquillo? ¡Tortuga! Te crees tan listo como el Áfricano y tan valiente como Horacio Cocles, ¿verdad? ¡Pues Quinto Sertorio te dice que eres un aficionado! ¡No tienes ni idea de arte militar! ¡Quédate por aquí y aprenderás algo de un experto!
Pompeyo, ante la imposibilidad de tomar la posición al asalto, no tuvo más remedio que retroceder. Con la vista fija ante sí, consciente de que su rostro era una amapola, dio media vuelta con el caballo y cruzó las filas de sus tropas sin detenerse hasta hallarse de nuevo en el otero de observación. El sol ya había cruzado el cenit, pero aún había día por delante para intentar alguna maniobra, y su pundonor se lo exigía.
Con la respiración agitada del que trata de dominar sus emociones, volvió a observar el terreno. A sus pies tenía a la tropa bien dispuesta, bebiendo la última ración de agua de los arrugados pellejos que cargaban los asnos, y hablando unos con otros bajo aquel sol abrasador, apoyados en escudos y lanzas; hablando de su bonito general y de la humillación que acababan de infligirle, y pensando si no sería la primera campaña en que no iba a poder vencer.
No había querido que le acompañasen Afranio ni Petreyo, y menos aún los más jóvenes, sobre todo Aulo Gabinio, pero ahora hizo llamar a Afranio, y cuando con sus caballos flanquearon a su blanco corcel público, señaló con una varita el escenario de la batalla. Ninguno de los dos dijo una palabra, esperando que acabara de explicarse.
—¿Veis dónde está Sertorio? —dijo sin intención de que contestaran—. Se mueven al pie de las murallas; deben de estar zapándolas. El campamento lo tiene ahí. ¡Ahora baja de la colina! Esa colina no le interesa, lo que quiere es tomar la ciudad. ¡Pero no volverá a engañarme! —añadió con los dientes apretados—. La distancia que hay que cubrir para entrar en combate será de una milla, y sus líneas tendrán la mitad de esa distancia… se ha desplegado demasiado y eso nos da ventaja. Si quiere resistir el ataque, tendrá que cerrar filas cuando nos vea llegar; y hemos de suponer que cree que va a resistir, si no no estaría ahí. Puede abrirse hacia el este o el oeste o en ambas direcciones a la vez; imagino que lo hará en ambas direcciones, como lo haría yo —el último comentario se le escapó y se ruborizó—. Avanzaremos con las alas sobresaliendo del centro, con la caballería distribuida por igual en los extremos; la infantería, una legión en cada ala formando la parte más densa de las alas hacia el centro, en donde irán las otras cuatro legiones. Cuando un ejército avanza por terreno llano es difícil determinar si las alas van muy adelantadas del centro y las abriremos más conforme nos acerquemos. Si me menosprecia (¡y parece hacerlo!) no me creerá capaz de astucia militar. Y se verá envuelto por mis alas, sin poder escapar por el este ni por el oeste, y acorralado contra las murallas.
Afranio se arriesgó a hacer un comentario.
—Dará resultado —dijo.
—Dará resultado —añadió Petreyo, asintiendo con la cabeza.
Era cuanto necesitaba Pompeyo. Al pie de su puesto de observación ordenó a los trompetas tocar «formación en línea de combate» y dejó que Afranio y Petreyo dieran las órdenes a los otros legados y a los centuriones, mientras él pedía seis heraldos a caballo.
Cuando Afranio y Petreyo regresaron junto a él era demasiado tarde para disuadirle de lo que había ordenado; los dos primeros legados vieron pasmados alejarse a los heraldos, e hicieron mentalmente augurios para que el plan de Pompeyo surtiese efecto.
Mientras el ejército se ponía en marcha, los heraldos, con bandera blanca, cabalgaron frente a las defensas del campamento de Sertorio para vociferar un mensaje a los habitantes de Lauro, que observaban desde las murallas.
—¡Salid, habitantes de Lauro! —gritaban—. ¡Salid de vuestras casas y asomaos a las almenas a ver a Cneo Pompeyo Magnus enseñar a esta fiera renegada que se dice romano lo que es un verdadero romano! ¡Salid a ver a Cneo Pompeyo Magnus infligir una sonada derrota a Quinto Sertorio!
¡Iba a dar resultado!, pensó Pompeyo, ya recuperado del bochorno y de nuevo a la cabeza de su ejército, cuyas alas se abrían cada vez más hacia adelante conforme avanzaban las legiones, sin que Sertorio diese orden alguna a sus tropas de retirarse hacia el este o el oeste. ¡Los cercarían! ¡Sertorio moriría con todos sus hombres, moriría! ¡Ah, aquel Sertorio aprendería del modo más definitivo lo que era enfurecer a Cneo Pompeyo Magnus!
Los seis mil soldados que Sertorio había mantenido en reserva, totalmente fuera de la vista de los vigías de Pompeyo y de su puesto de observación, caían ya sobre la desvalida retaguardia de Pompeyo y la deshacían sin que aún éste —en vanguardia— se hubiese enterado. Cuando se lo comunicaron, nada podía hacerse para evitar el desastre; en aquel momento las alas habían avanzado tanto, que era inútil intentar que diesen media vuelta, y además se habían replegado y empeñaban combate con las tropas de Sertorio bajo los muros de Lauro, llenos de gente contemplando el desastre, por obra y gracia de los heraldos que había enviado. Al fallar una y otra vez la maniobra de dar media vuelta, lo único que Pompeyo y sus legados podían hacer era esforzarse denodadamente por formar las cuatro legiones del centro en cuadrado. Para empeorar las cosas, escuadrones de caballería de Sertorio surgían por detrás de Lauro y caían sobre los de Pompeyo que cubrían los extremos de las alas. Los desastres se sucedían.
Pero aquellos veteranos de las legiones de Pompeyo eran buenos soldados y estaban mandados por hábiles centuriones y lucharon con valentía, aunque con la boca seca y un profundo desánimo al ver frustrado el ataque de su guapo general, cosa inimaginable para ellos. Finalmente, Pompeyo y los legados lograron formar el cuadrado y plantar una especie de campamento.
Al anochecer, Sertorio se retiró y les dejó concluir el campamento entre montones de cadáveres y en medio de los abucheos y chanzas que proferían no sólo los soldados de Sertorio, sino también de los habitantes de Lauro. Pompeyo no pudo ni retirarse a llorar a solas, echándose su capa roja de general por encima de la cabeza; tuvo que hacer de tripas corazón y recorrer el campo dirigiendo a la sedienta tropa sonrisas y palabras de aliento, pensando en dónde encontrar agua y sin saber cómo paliar aquella vergüenza.
A las primeras luces del alba envió un mensajero a Sertorio y le pidió una tregua para enterrar a los muertos, petición que éste concedió con gran generosidad para que trasladara su campamento lejos del hediondo paraje en un lugar con agua potable. Después, una gran depresión hizo mella en él y dejó que sus legados contasen y sepultasen los muertos en trincheras y fosas, ya que no había cerca madera ni aceite. Mientras ejecutaban aquella tarea, él se retiró a la tienda de mando, mientras los pocos hombres que no estaban heridos construían fortificaciones alrededor para contener a Sertorio una vez concluida la tregua. Hasta el anochecer, un día después de la batalla, no osó Afranio pedir audiencia. Venía solo.