Favoritos de la fortuna (92 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Como el invierno en aquellas costas era suave y muy seco, Pompeyo coordinó sus unidades haciéndolas marchar a lo largo del Iberus para reducir algunas ciudades partidarias de Sertorio; Biscargis y Celsa cayeron sin dificultad. Ya a finales de marzo, Pompeyo regresó a Emporiae y comenzó a preparar la expedición para el descenso por la costa.

En una carta, Metelo Pío le informaba que, tras recibir los cuarenta navíos de guerra y los tres mil talentos de oro en Dianium, Sertorio había marchado a Lusitania con Perpena para ayudar a Hirtuleyo a adiestrar más tropas y compensar las bajas del ejército hispano, dejando a Herenio al mando en Osca.

La propia red de espionaje de Pompeyo había mejorado notablemente, gracias a los desvelos de los Balbus (ahora a su servicio), y los exploradores picentinos actuaban mejor de lo que él esperaba.

No emprendió la marcha hasta comenzado mayo, y procedió con suma cautela. El, que era hombre de campo, notó en seguida al cruzar el Iberus en Dertosa que aquel extenso y fértil valle estaba muy seco para la época del año en que estaban, y que el trigo era más escaso de lo que debía ser y aún no había espigado.

Del enemigo, ni señal; pero eso no le satisfizo en su segunda marcha hacia el sur. Simplemente le hizo más precavido y avanzó en columna con formación defensiva. Al llegar a Saguntum y Lauro, pasó apresuradamente sin querer mirar; Saguntum estaba en pie, pero Lauro era un montón de ruinas ennegrecidas. A finales de junio, después de enviar un mensaje que esperaba llegase a Metelo Pío en Segovia, alcanzó el valle más amplio y fértil del río Turis, en cuya orilla sur se alzaba la bien fortificada ciudad de Valentia.

Allí, en las estrechas llanuras entre el río y la ciudad, Pompeyo se encontró con Herenio y Perpena. Sus exploradores picentinos le informaron de que le superaban en número, pero contaban también con cinco legiones: unos treinta mil hombres frente a los veinte mil de Pompeyo. Su mayor ventaja era la caballería, que los exploradores calculaban en un millar de jinetes galos. Aunque Metelo Escipión y Aulo Gabinio habían hecho esfuerzos indecibles por reclutar caballería en la Galia Narbonense durante el invierno, Pompeyo sólo disponía de cuatrocientos hombres a caballo.

Al menos estaba seguro de que los informes de los picentinos eran fiables, y cuando le dijeron que no era muy distinta la exploración en Italia y en Hispania, les creyó. Así, seguro de que no le acechaban por retaguardia cohortes de Sertorio, Pompeyo ordenó al ejército el paso del Turis para entablar batalla en la orilla sur.

El río era más un declive que un cauce hondo, y no presentaba dificultad, aun en plena batalla; su lecho era de piedra, y el agua les llegaba a los tobillos. No había ventaja alguna en aprovechar una u otra ribera, y lo que se produjo fue un choque convencional en el que el bando con mejor moral y resistencia se haría con la victoria. La única innovación que empleó Pompeyo se produjo por su desventaja de caballería; suponiendo acertadamente que Perpena y Herenio se valdrían de su superioridad en caballería para arrollar sus flancos, dispuso en las filas externas de los mismos tropas con lanzas antiguas de las falanges, y les ordenó ensartar con las temibles armas de cinco pies de largo a los caballos en vez de a los jinetes.

El choque fue muy reñido y encarnizado. Herenio, que no era tan buen general como Sertorio o Hirtuleyo, no vio hasta que ya era tarde que iba perdiendo; a su izquierda Perpena no hacía caso de ninguna de sus órdenes. De hecho, ninguno de los dos se había puesto de acuerdo antes de la batalla sobre cómo debía organizarse, y acabaron combatiendo por separado, aunque de esto Pompeyo sólo se enteró después.

Todo concluyó con una sonada derrota de Herenio, pero no de Perpena. Pensando que era preferible morir si Sertorio insistía en que continuase la guerra con aquel odioso traidor Perpena, Herenio perdió la vida en el combate, y la moral de las tres legiones y de la caballería a sus órdenes se desmoronó. Perecieron doce mil hombres, mientras Perpena, con dieciocho mil supervivientes, emprendía la retirada para unirse a Sertorio en el Sucro.

Siguiendo la recomendación de Metelo Pío de no llegar al Sucro hasta finales de quintilis, Pompeyo no fue en su persecución; la victoria, tan decisiva y rotunda, había cauterizado su herida moral. ¡ Qué fantástico volver a oír los vítores de los legionarios y prender los laureles a las águilas y a los estandartes!

Valentia, naturalmente, estaba casi indefensa; sólo se interponían sus murallas entre ella y la venganza de Roma. Pompeyo acampó ante ellas y las sometió a una minuciosa inspección que le permitió ver más de un punto débil que convenía a sus propósitos. Unas cuantas minas, un incendio en uno de los tramos de madera, un corte del suministro de agua, y Valentia se rindió. Con la nueva cautela que acababa de adoptar, Pompeyo se apoderó de cuantos alimentos había en la ciudad y los escondió en una cantera abandonada bajo una capa de turba. Luego, envió a los habitantes de Valentia al mercado de esclavos de Cartago Nova, por barco, ya que la flota romana de la Hispania Ulterior en aquellos momentos (gracias a las previsiones del Meneítos) patrullaba las aguas, y no había señal alguna de las cuarenta trirremes pónticas que ya obraban en poder de Sertorio. Seis días antes del final de quintilis Pompeyo se puso en camino hacia el Sucro, donde encontró a Sertorio y a Perpena encerrados en dos campamentos en la llanura que había ante el río.

Ahora se enfrentaba a un terrible dilema. No había tenido noticias de Metelo Pío, y no podía dar por sentado que los refuerzos se hallaran cerca. Igual que la situación en el Turis, la disposición de terreno no presentaba ninguna ventaja táctica para Sertorio: no había colinas, bosques, o barrancos y hondonadas; lo que significaba que Sertorio no disponía de ningún escondite para caballería o guerrillas. La ciudad más próxima era Saetabis, ocho kilómetros río abajo, una corriente de agua más ancha que el Turis y de arenas movedizas.

Si retrasaba la batalla hasta que Metelo Pío enlazara con él —en el supuesto de que Metelo Pío llegase— Sertorio podía retirarse a un terreno más favorable a su estrategia, o adivinar que no tomaba la iniciativa por estar a la espera de refuerzos. Por el contrario, si le presentaba batalla, estaba en grave inferioridad numérica, casi cuarenta mil hombres contra sus veinte mil, aunque ninguno de los dos tenía mucha caballería, habida cuenta de las bajas de Herenio.

Al final, fue el temor a que Metelo Pío no llegara lo que animó a Pompeyo a presentar batalla; o es lo que se dijo a si mismo por no admitir que su egoísmo le susurraba al oído que si entraba en combate no tendría que compartir los laureles con Metelo Pío. El enfrentamiento con Herenio y Perpena no había sido más que un preludio al combate que iba a librar con Sertorio, y Pompeyo ansiaba borrar el recuerdo obsesivo de su derrota. ¡Sí, había recobrado la confianza! Al amanecer del penúltimo día de quintilis, después de construir un formidable campamento en retaguardia, Cneo Pompeyo Magnus marchó con sus cinco legiones y sus cuatrocientos jinetes al encuentro de Sertorio y Perpena.

En las calendas de abril, Quinto Cecilio Metelo Pío el Meneítos dejaba sus cómodos cuarteles en Itálica, en la orilla occidental del Betis, y se ponía en marcha hacia el río Anas. Llevaba sus seis legiones —treinta y cinco mil hombres— y mil soldados númidas de caballería ligera. Como el aristocrático fluido que corría por sus venas no tenía mezcla alguna de sangre rural, no se percató de que los campos de cultivo por los que pasaba no exhibían aquel verdor de otros años ni las mieses eran tan pujantes. Él llevaba trigo en abundancia, y todas las demás provisiones necesarias para alimentar y mantener la buena salud de sus tropas.

No encontró un muro de lusitanos aguardándole en el Anas cuando lo cruzó a unos doscientos cuarenta kilómetros de su desembocadura; cosa que le complació, pues eso significaba que no les había llegado noticia de su ruta y aún esperaban verle llegar por mar. Aunque en aquel alto curso del río no había grandes asentamientos, sí se veían aldehuelas y terrenos cultivados en las riberas. Sin duda la noticia de su llegada viajaría río abajo hasta los caudillos tribales, pero cuando les llegase él ya estaría lejos del Anas. ¡ Podían perseguirle, pero no le darían alcance!

La serpiente de la columna romana avanzaba a buen paso por las ondulantes llanuras camino del Tagus en Turmuli, cuando en aquellos parajes se produjeron escaramuzas con algunas tribus, pero fueron rechazadas como moscas de las ancas de un caballo. Como Segovia era su penúltimo punto de destino, el Meneítos no continuó aguas arriba del Tagus, sino que cruzó a campo través hacia el noroeste.

La carretera que seguía no era más que un rudimentario camino de carros, pero, como era habitual, su trazado seguía la línea de menor resistencia de la meseta, cuya altitud variaba sólo un centenar de pies y nunca sobrepasaba los dos mil quinientos; como era una región desconocida para él, el Meneítos la contemplaba fascinado, instando a su equipo de cartógrafos y geógrafos a registrarla con todo lujo de detalles. Habitantes vieron pocos, y los pocos que vieron fueron inmediatamente eliminados.

Prosiguieron a través de hermosos bosques de robles, hayas, olmos y abedules, a cubierto del sol. La victoria sobre Hirtuleyo el año anterior había elevado enormemente el ánimo de la tropa, infundiendo en su general un mayor interés por su comodidad. Decidido a que no padecieran más de lo estrictamente necesario —y consciente de que bien lo merecían— la vieja de la provincia Ulterior se preocupaba por no forzar la marcha hasta llegar a un sitio apropiado para hacer el rancho y descansar por la noche para que se recuperasen.

La columna romana cruzó entre dos cordilleras mucho más altas y salió a las tierras que descienden hasta el Durius, de entre los más importantes de Hispania, el río menos conocido para los romanos. Ante él, de haber seguido la misma ruta, estaba la grande y próspera Salamantica, pero Metelo Pío giró hacia el nordeste, rozando las estribaciones de las montañas a su derecha, para no provocar a la tribu de los vetones, cuyas minas de oro habían hecho que el gran Aníbal saquease Salamantica ciento cuarenta y cinco años antes. Y en las calendas de junio, Quinto Cecilio Metelo Pío detuvo su ejército en las afueras de Segovia.

Pero Hirtuleyo se había llegado hasta Segovia; lo que no era de extrañar. Laminium estaba a unos trescientos kilómetros, y Metelo Pío había tenido que cubrir una distancia de más de novecientos. Presumiblemente, alguien en Turmuli del Tagus había enviado un mensaje a Sertorio avisándole de que los romanos cruzaban el río, pero no para seguirlo curso arriba. Sertorio había supuesto (exactamente como había sospechado la vieja de la provincia Ulterior) que el objetivo romano era el tramo superior del Iberus, artimaña para atraerle lejos de la costa este y de Pompeyo, o claro intento de asestar un golpe en sus tierras más fieles. Por ello, había ordenado a Hirtuleyo interceptar a la vieja antes de que pudiera llegar a ellas. De una cosa estaba seguro Metelo Pío: no habían adivinado adónde iba realmente. De haberlo adivinado, la opinión de Sertorio sobre la capacidad —¡y astucia!— de la vieja habría cambiado.

Lo primero que había que hacer era situar el ejército al abrigo de un buen campamento fortificado. Tan prudente como de costumbre, Metelo Pío mandó a las tropas cavar y construir sin quitarse la coraza; ejercicio que a ningún legionario gustaba, pero que hicieron al saber por boca de los centuriones que Hirtuleyo andaba por allí. Trabajaron sin cesar cavando y levantando terraplenes como auténticas hormigas. Carros, bueyes, mulas y caballos pasaron dentro del recinto, al tiempo que se izaban banderas rojas sin que se hubiera terminado el conjunto, y luego quedaron al cuidado de un reducido grupo de auxiliares, ya que los no combatientes también se emplearon en la construcción. Treinta y cinco mil hombres trabajaron con tal denuedo y organización que el campamento quedó establecido en una sola jornada; sus lados medían kilómetro y medio, los terraplenes reforzados con madera tenían veinticinco pies de alto, había torres cada cien pasos y el foso ante las defensas era de veinte pies de ancho. Sólo cuando las cuatro puertas de sólidos troncos quedaron cerradas y los centinelas dispuestos, lanzó el general un suspiro de alivio. Ahora su ejército estaba a salvo.

Sin embargo, la jornada no había transcurrido sin incidentes. A Lucio Hirtuleyo le había parecido insoportable la idea de la vieja de la provincia Ulterior de situarse tan cómodamente atrincherado, y lanzó un ataque de caballería desde su propio campamento para obligarle a interrumpir los trabajos. Pero Metelo Pío no llevaba en vano tres años y medio en Hispania, y había comenzado a pensar como el enemigo. Muchos kilómetros antes de llegar a Segovia había separado de la columna seiscientos soldados númidas de caballería ligera, y les había dado orden de seguir a la zaga con gran cautela y luego situarse en un lugar en que no pudiera verles un posible atacante. Y en cuanto los hispanos hicieron su aparición, aquella fuerza surgió del bosque en que se ocultaba y repelió el ataque de Hirtuleyo.

Durante los ocho días de un nundinum no se produjo ningún otro incidente. La tropa tenía que descansar y sentirse como si no hubiese enemigo capaz de turbar su tranquilidad; dormir por las noches y pasar las largas horas de sol alternándolas con el ejercicio y el esparcimiento. Desde su tienda de mando, en la intersección de la via praetoria y la vía principalis (en un otero, de modo que desde él pudieran verse las cuatro murallas), el general se dedicaba a recorrer las dos avenidas, entraba en las bocacalles bordeadas de tiendas de piel de ternera embreada o de chozas de tablones, sin dejar de hablar con los soldados, explicándoles sus planes y mostrándose seguro de si mismo.

No era un hombre afable ni persona de las que se sienten a gusto tratando con subordinados o inferiores, pero tampoco era de tal frialdad que le hiciese impermeable al afecto; desde la batalla del Betis, en que tanto cuidado había mostrado por la tropa, los hombres le miraban de otro modo, con timidez al principio y luego cada vez con menos recelo. Y le miraban con cariño, diciéndole cuánto le agradecían que les hubiera ayudado a vencer con sus cuidados y sus previsiones, sin importarles que el motivo de aquellos cuidados hubiese sido estrictamente práctico y no basado en el afecto, sino en el deseo de derrotar a Hirtuleyo. Habían sido testigos de cómo refunfuñaba y cloqueaba como la vieja que Sertorio decía que era, y habían notado que se tomaba con auténtico interés el bienestar de todos.

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