Favoritos de la fortuna (94 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Una vez que hubo despedido a los niños con el trozo de cuerda y una bolsa de oro, cargada por un esclavo para que se la entregara a los padres, Quinto Sertorio bañó a la corza en un manantial y la contempló extasiado. No sabía a qué se habría debido su desaparición, pero era evidente que no le había ido muy bien; debía de haber sufrido el ataque de algún gato montés, pues tenía señales de zarpazos en las ancas. Sólo los dioses sabrían cómo había podido escapar. Tenía las pezuñitas desgastadas y ensangrentadas, las orejas desgarradas y el hocico herido. Los niños la habían visto al sacar las ovejas a pastar, y el animal se les había acercado para en seguida arrimar el morro a la niña, temblorosa.

—Bueno, Diana —dijo Sertorio, poniéndola en una caja encima de un carro—, espero que te hayas dado cuenta que no te va bien la vida campestre. ¿Es que oliste a algún ciervo? ¿Fue eso? A partir de ahora viajarás así. No quiero volver a perderte.

La noticia corrió rápidamente entre la tropa. ¡Había vuelto Diana! Quinto Sertorio volvía a tener la suerte de su lado.

Pompeyo y Metelo Pío dejaron atrás Valentia y continuaron hacia Saguntum. Las provisiones que habían saqueado en Saetabis (otra cosa no había) fueron un verdadero regalo para sus mermados aprovisionamientos, del mismo modo que el acopio que Pompeyo había ocultado en la cantera abandonada en las afueras de Valentia. Habían acordado efectuar juntos la marcha hasta Emporiae, y que Metelo Pío invernase en la Galia Narbonense. Aunque sus hombres no habían rechistado por aquel rodeo de mil seiscientos kilómetros en auxilio de Pompeyo, el Meneítos pensó que aquel año ya tenían bastante con otra marcha de ochocientos. Además, quería volver a entrar en acción en primavera, pues sabía que aniquilando al ejército hispano la provincia Ulterior quedaría a salvo de las incursiones de lusitanos.

Saguntum les había enviado una embajada para informarles que harían lo posible por ayudarles, pues seguía siendo fundamentalmente partidaria de Roma. No era de extrañar, habían sido los romanos de Saguntum (y los masilienses) los que habían causado el estallido de la segunda guerra púnica contra Cartago siglo y medio antes. Pocas reservas tenía la ciudad, y eso lo sabían los dos; la cosecha era escasa por falta de lluvia en invierno y la tardanza de las de primavera.

Por lo tanto, era obligado que los dos ejércitos alcanzaran lo antes posible el Iberus, donde la cosecha era más tardía y mejor. Si podían llegar a él a finales de sextilis, se apoderarían de ella, arrebatándosela a Sertorio. Y dieron las gracias a la embajada de Saguntum, despidiéndola y diciéndoles que no iban a quedarse allí.

La pierna de Pompeyo iba curándose; las lengüetas del venablo habían roto nervios y tendones, y músculos y piel tenían que regenerarse para que pudiera apoyarla. Al Meneítos le parecía que la pérdida del caballo público era para él peor que quedarse cojo o dejar de ser guapo. Desde luego, un caballo era más hermoso que una pierna de hombre, y Pompeyo no podría encontrar uno igual. Los caballos hispanos eran pequeños y de mala raza.

Volvía a estar deprimido, y con razón. No sólo el factor determinante de la victoria en el Sucro había sido Metelo Pío, sino que además había acabado con el mejor general y el mejor ejército de Sertorio. Incluso Lucio Afranio, Marco Petreyo y su nuevo legado, Lucio Titurio Sabino, habían brillado más que él. Lo más que podía decirse es que sobre Pompeyo había caído lo más fuerte del ataque de Sertorio, pero sabía que no había estado a la altura. Y ahora sus exploradores le decían que el renegado partidario de Mario les seguía los pasos hacia el norte, sin duda aguardando la ocasión. Ya se dejaban ver sus guerrillas, acosando a las incursiones de aprovisionamiento, pero Pompeyo había adquirido tanta experiencia como el Meneítos, y los dos ejércitos tuvieron muy pocas bajas. Aunque tampoco consiguieron muchas provisiones.

Luego, al parecer por casualidad, se encontraron con el ejército de Sertorio en las llanuras del Turis poco después de pasar Saguntum, y Sertorio decidió entablar combate de modo que sus legiones se enfrentasen a las de Pompeyo, que eran para él las débiles, no las de Metelo Pío.

La estrategia fue un error, y habría debido atacar a Metelo Pío, dejando Pompeyo para Perpena. Pompeyo volvió a tomar el mando en parihuelas, porque no se dijera que, cual Aquiles, permanecía desolado en su tienda mientras sus aliados continuaban la batalla. El choque se produjo a primera hora de la tarde, y al anochecer había concluido. Aunque sufrió una leve herida en el brazo, fue Metelo Pío el vencedor; logró causar cinco mil bajas a Perpena sin que sus tropas sufrieran muchas. En cuanto a Pompeyo, la mala suerte siguió acosándole y perdió toda la caballería y tuvo seis mil bajas de infantería, equivalentes a legión y media. Que pudieran decir que la batalla había sido una victoria para Roma fue debido a las bajas de Perpena más las tres mil de Sertorio.

—Volverá al amanecer —dijo el Meneítos animado, cuando fue a ver a Pompeyo.

—Seguro que se retira —dijo Pompeyo—. A él le fue mal, pero para Perpena ha sido un desastre.

—Volverá, Cneo Pompeyo. Le conozco.

¡ Maldito Meneítos! ¡ Qué mortificación! ¡ El le conocía!

Y tenía razón, desde luego. Sertorio volvió por la mañana dispuesto a vencer. En esta ocasión corrigió el error y concentró todas sus energías contra Metelo Pío, cuyo campamento se vio atacado a las primeras luces de la aurora. Pero la vieja le esperaba. Había alojado a las tropas de Pompeyo también dentro, y Sertorio fue derrotado. Con aspecto mucho más juvenil y decidido, aquellos días Metelo Pío persiguió a Sertorio hasta Saguntum, mientras Pompeyo era trasladado a su tienda en las parihuelas.

La batalla había sido un gran pesar para Pompeyo aunque hubieran vencido, pues Cayo Memmio —cuñado, amigo y cuestor suyo— había caído, y era el primero de los legados que perdía.

Mientras él lo lloraba, oculto en la parte de un carro tirado por una mula, Metelo Pío encabezaba la marcha hacia el norte, dejando a Sertorio y a Perpena a su albur; seguramente, cebarse en represalias contra los habitantes de Saguntum. Metelo Pío estaba seguro de que no estarían mucho tiempo, pues Saguntum apenas podía alimentarse, y menos a un ejército.

Al final de sextilis los dos ejércitos romanos llegaron al Iberus y se encontraron con que la cosecha ya estaba bien guardada en los fuertes reductos montañosos de Sertorio y la tierra quemada como un negro desierto. Sertorio no se había detenido mucho en Saguntum; se les había adelantado para devastar toda la región del Iberus.

Emporiae y las tierras de los indigetes se hallaban en situación muy parecida, pues los dos inviernos de la ocupación de Pompeyo habían engordado las bolsas de sus habitantes, pero disminuyendo al máximo los recursos.

—Enviaré a mi cuestor Cayo Urbinio a la provincia Ulterior para reclutar tropas para la defensa —dijo el Meneítos —, pero si queremos volver a asestar un buen golpe a Sertorio, tendré que estar cerca de ti en primavera. Así que, yo, como habíamos pensado, invernaré en la Galia Narbonense.

—Allí tampoco hay muy buena cosecha.

—Cierto. Pero no han tenido un ejército aprovisionándose durante años, y habrá reservas, para mis tropas. Lo que me preocupa —añadió el Meneítos frunciendo el ceño-es qué vas a hacer tú. Creo que aquí no hay alimentos de sobra para tus soldados, y si no comen bien en invierno estarán muy delgados.

—Saldré para el curso alto del Durius —dijo Pompeyo sin inmutarse.

—¡Por los dioses!

—Está muy al oeste de las ciudades de Sertorio y será más fácil reducir las fortalezas pequeñas que ciudades como Calagurris o Vareia. Sertorio domina el Iberus de un extremo al otro, pero no el Durius. Los pocos nativos en quien puedo confiar me han dicho que no son tierras tan altas ni tan frías como cerca de los Pirineos.

—Esa región la habitan los vaceos, y son belicosos.

—¿Y qué tribu hispana no lo es? —replicó Pompeyo con gesto de hastío, cambiándose de postura la pierna herida.

El Meneítos asentía con la cabeza, pensativo.

—Mira, Pompeyo, cuanto más lo pienso más me complace. Sí, ve allí. Pero hazlo antes del invierno para que no sea tan penoso cruzar las montañas del nacimiento del Iberus.

—Pierde cuidado, lo haré antes del invierno. Pero antes —añadió decidido— tengo que escribir una carta.

—A Roma y al Senado.

—Eso es, Pío. A Roma y al Senado —los ojos azules, ya más viejos y cansados, miraron a los marrones de Metelo Pío—. La cuestión es la siguiente: ¿Puedo escribir y hablar por ti también?

—Pues claro que si —contestó el Meneítos.

—¿De verdad que no quieres escribir tú?

—No. Es mejor que las noticias lleguen de tu mano. Tú eres a quien los comodones del Senado encomendaron la misión especial. Yo no soy más que el gobernador corriente que sufre la cruel guerra. A mí no me harán caso; saben que soy un viejo servidor. A ti es a quien no conocen, Magnus, y seguramente no confían mucho en ti, porque no eres de los suyos. ¡Escríbeles! ¡Y dales un susto, Magnus!

—Pierde cuidado. Lo haré.

—Bien —añadió el Meneítos poniéndose en pie—, mañana por la mañana me pondré en camino hacia Narbo. Cada día que paso aquí disminuyen tus provisiones.

—¿No quieres al menos pulir mi prosa? Antes tenía a Varrón.

—¡No, no, yo no! —respondió el Meneítos riendo—. Conocen mi estilo literario. Escríbeles en un estilo que no conozcan.

Y Pompeyo les escribió en un estilo que no conocían.

Al Senado y al pueblo de Roma:

Escribo ésta desde Emporiae en las nonas de octubre, bajo el consulado de Lucio Octavio y Cayo Aurelio Cotta. En los idus de octubre inicié la marcha por el río Iberus hacia el río Durius y su confluencia con el Pisoraca, en donde hay una ciudad llamada Septimanca en medio de una fértil llanura. Ahí espero invernar con las tropas y hay buenas perspectivas de que llenen la tripa. Afortunadamente no tengo tantos hombres como hace dos años al llegar a Emporiae. Ahora me quedan cuatro legiones de menos de cuatro mil hombres, y no tengo caballería.

¿Por qué tengo que marchar con mis catorce mil hombres novecientos kilómetros a través de territorio hostil para invernar? Porque en el este de Hispania no hay nada que comer. Por eso. ¿ Y por qué no me abastezco en la Galia o en la Galia itálica, ya que los vientos de esta época del año favorecen la navegación hacia allí? Porque no tengo dinero. Ni dinero para provisiones ni dinero para barcos. Por eso. No me queda otro remedio que robar alimentos a las tribus hispanas que sean lo bastante débiles para dejarse robar por catorce mil legionarios romanos hambrientos. Por eso tengo que marchar tan lejos, para encontrar tribus que espero sean lo bastante débiles. En el Iberus no hay comida si no se toma alguno de los fuertes reductos de Sertorio, y yo eso no puedo hacerlo. ¿ Cuánto tardó Roma en reducir Numantia? Pues Numantia era un gallinero comparada con Calagurris o Clunia. Y Numantia no estaba al mando de un romano.

Sabéis por mis despachos que he tenido dos malos años de campañas, aunque mi colega Quinto Cecilio Metelo Pío, Pontífice Máximo, ha tenido más éxito. Cuesta cogerle la horma a Quinto Sertorio. Conoce el país y a sus habitantes, y yo no. He hecho lo que he podido. Y creo que ningún otro que hubieseis podido mandar lo habría hecho mejor. Mi colega Pío tardó tres años en obtener su primera victoria. Yo al menos he contribuido a las victorias en el segundo año, en que mi colega Pío y yo combinamos nuestras fuerzas y derrotamos a Sertorio en el río Sucro y luego cerca de Saguntum.

Mi colega Pío y yo creemos que venceremos. No es que lo diga yo. Venceremos. Pero para ello necesitamos un poco de ayuda vuestra. Necesitamos más legiones. Necesitamos dinero. No digo «más dinero» porque hasta ahora no he recibido nada. Ni creo que mi colega Pío haya recibido más que su estipendio del primer año de gobernador. Sí, ya sé que diréis: gana unas cuantas batallas y saquea unas cuantas ciudades, y ya tienes dinero. Pero no es así. En Hispania no hay dinero. Lo máximo que se puede esperar al conquistar una ciudad es algo de comida. No hay dinero. Por si no os habéis enterado bien al leerlo, lo repito: NO HAY DINERO. Cuando me enviasteis aquí me disteis seis legiones y mil quinientos soldados de caballería, y dinero suficiente para pagar a la tropa y comprar provisiones para medio año aproximadamente. Pero eso fue hace dos años. Mis arcas de campaña estaban vacías al cabo de seis meses. Es decir, hace año y medio. Y no tengo más dinero ni más tropas.

Sabéis —sé que lo sabéis porque mi colega Pío y yo os lo comunicamos en los despachos— que Quinto Sertorio ha hecho un pacto con el rey Mitrídates del Ponto, y ha acordado confirmar todas las conquistas de Mitrídates y autorizar más conquistas a Ponto cuando él sea dictador de Roma. Así que ya sabéis que Quinto Sertorio no va a contentarse con ser rey de Hispania; pretende ser rey de Roma al margen del título que se dé. Sólo hay dos personas que pueden impedírselo. Mi colega Pío y yo. Os lo digo porque estamos aquí y tenemos ocasión de impedírselo. Pero no podemos impedírselo con lo que tenemos. Él dispone de todas las fuerzas indígenas y cuenta con los conocimientos romanos para transformar a los bárbaros hispanos en buenos soldados. Si no contase con esas dos cosas hubiera sido derrotado hace dos años. Pero sigue aquí y no deja de reclutar hombres y entrenarlos. Mi colega Pío y yo no podemos reclutar hispanos porque ninguno que esté bien de la cabeza se uniría a nuestro ejército. No podemos pagar a la tropa. Ni siquiera podemos alimentarla. Y, por los dioses, que no hay botín que podamos compartir.

Puedo derrotar a Sertorio. Aunque sea como lo hace la gota de agua que desgasta de tal manera una piedra que un niño acaba por romperla de un golpecito. Mi colega Pío piensa igual. Pero no puedo derrotar a Sertorio si no me enviáis más soldados, más caballería Y ALGO DE DINERO.

Hace año y medio que no han cobrado mis tropas, y debo a muertos y vivos. Traje mucho dinero mío, pero lo he gastado comprando provisiones.

No me quejo de las bajas. Fueron consecuencia de falsos cálculos agravados por la información que se me dio en Roma. Es decir, que seis legiones y mil quinientos soldados de caballería eran más que suficientes para enfrentarse a Sertorio. Habría debido tener diez legiones y tres mil soldados de caballería. Así le habría vencido el primer año y Roma sería más rica en tropas y dinero. Más vale que os lo penséis, tacaños.

Y os digo otra cosa para que la penséis. Si no puedo quedarme en Hispania y mi colega Pío no puede salir de su provincia, ¿qué creéis que sucederá? Volveré a Italia con las tropas de Quinto Sertorio a la zaga como la cola de un cometa. Así que pensáoslo bien. Y enviadme unas legiones, algo de caballería Y ALGÚN DINERO.

Por cierto, Roma me debe un caballo público.

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