Favoritos de la fortuna (95 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La carta llegó a Roma a finales de noviembre, una época de continuos cambios en el Estado reorganizado por Sila. Los cónsules del año se hallaban casi al término de su mandato, y los cónsules electos a punto de alcanzar el poder. Debido a la perenne mala salud de Lucio Octavio, sólo su colega Cayo Aurelio Cotta ocupaba la silla curul. Fue Mamerco, príncipe del Senado, quien leyó la carta de Pompeyo a los silenciosos senadores, por ser un privilegio del que Sila no había privado al portavoz de la camara.

Y fue Lucio Licinio Lúculo, primer cónsul electo para el siguiente año, quien se puso en pie para replicar; su colega consular era el hermano mediano del cónsul en ejercicio Marco Aurelio Cotta, y ninguno de los Cottas deseaba contestar aquella carta escueta e incómoda.

—Padres conscriptos, acabáis de oír un informe militar más que la misiva amañada de un político.

—¿Un informe militar? ¡Yo más bien diría que es una carta tan mal escrita como su autor es militarmente incompetente! —dijo Quinto Hortensio, cogiéndose la nariz como para protegerse de un hedor.

—¡Ah, calla, Hortensio! —replicó Lúculo con gesto de hastío—. ¡No necesito que lo que voy a decir vaya acompañado de los ingeniosos comentarios de un militar de camilla! ¡Cuando saltes de tu camilla y dejes tus preciados pececitos para servir en las fuerzas de Quinto Sertorio, no sólo te cederé la palabra sino que echaré pétalos de rosa a tus regordetes pies planos! ¡ Pero hasta que tu espada sea tan afilada como tu lengua, métetela donde le corresponde… detrás de tus golosos dientes!

Hortensio puso cara avinagrada y no dijo nada más.

—No es la misiva amañada de un político. Ni se anda con contemplaciones con nosotros, los políticos. Por otra parte, tampoco se anda con contemplaciones con el autor. No es una carta llena de excusas, y lo que dice de batallas ganadas y perdidas lo corroboran completamente los despachos que regularmente hemos recibido de Quinto Cecilio Metelo Pío.

»Bien, yo no he estado en Hispania. Algunos de los que estáis aquí sentados sí que conocéis el país, pero a la mayoría os sucede lo que a mi: que no lo conocéis. En el pasado, la provincia Ulterior tuvo fama de ser un buen destino para un gobernador; una provincia rica, civilizada, pacífica, pero rodeada de bárbaros en dos fronteras, por lo que las guerras que decidían emprender los gobernadores solían desarrollarse sin dificultades. La provincia Citerior nunca ha tenido la misma fama. Los gobernadores hacen pocas ganancias y los indígenas siempre están sublevándose. Por consiguiente, el gobernador de la Hispania Citerior sólo podía aspirar a una magra bolsa y a no pocas complicaciones por parte de las tribus.

»Sin embargo, todo eso cambió con la llegada de Quinto Sertorio. El ya conocía Hispania debido a sus misiones por cuenta de Cayo Mario y por su tribunado militar con Tito Didio, durante el cual, quiero recordároslo, se ganó la corona de hierba siendo aún un muchacho. Y cuando este hombre notable y extraordinario volvió a Hispania como rebelde partidario de Mario, huyendo de las represalias, la provincia Citerior se volvió prácticamente ingobernable y la provincia Ulterior se hizo ingobernable al oeste del Betis. Como dice la carta de Cneo Pompeyo, al excelente gobernador de la Hispania Ulterior le costó casi tres años ganar una batalla contra uno de los partidarios de Sertorio, Hirtuleyo, no contra el propio Sertorio. Lo que la carta no nos reprocha es el hecho de que debido a las luchas internas en Italia hayamos dejado de nombrar gobernador para la Hispania Citerior casi dos años. ¡Eso, padres conscriptos, es como regalarle a Sertorio esa provincia!

Lúculo hizo una pausa para mirar la cara a Filipo, que estaba reclinado en su asiento, muy sonriente. A Lúculo le mortificaba estar haciendo el papel de Filipo, pero él era un hombre ecuánime y era mejor que lo dijese el cónsul electo que no aquel que hasta el más tonto de los senadores sabía ya que era el paniaguado de Pompeyo.

—Bien, padres conscriptos, encomendasteis la misión especial a Cneo Pompeyo; yo estaba gobernando la provincia de África y no pudisteis encontrar a nadie capaz de llevar a cabo la tarea de aplastar a Quinto Sertorio. Enviasteis a Cneo Pompeyo con seis legiones y mil quinientos soldados de caballería… las cifras que da Cneo Pompeyo en su carta, consideradas adecuadas para la empresa. ¡ Las cifras correctas!

»Si examinamos la hoja de servicios de Cneo Pompeyo, resulta impresionante. Y Pompeyo es lo bastante joven para ser flexible, adaptable a todas las cualidades que los hombres pierden con el entusiasmo juvenil. Contra cualquier otro enemigo de Roma, lo más probable es que seis legiones y mil quinientos soldados de caballería hubiesen bastado, pero Quinto Sertorio es un caso muy particular. No le hemos vuelto a ver desde la época de Cayo Mario, y yo personalmente le considero mejor general que Mario. Así pues, las primeras derrotas de Pompeyo no son de extrañar. Le abandonó la suerte y ya está. Porque se ha enfrentado a uno de los mejores estrategas que ha tenido Roma. ¿Acaso lo dudáis? ¡ Pues no lo dudéis porque es la verdad!

»No obstante, hasta el más consumado estratega tiene su manera de pensar. El gobernador de la provincia Ulterior, nuestro buen Pío, lleva ya en Hispania tiempo suficiente para entender la manera de pensar de Sertorio. Yo le felicito por ello. Sinceramente, no pensaba yo que valiera tanto. Pero no puede vencer solo a Sertorio. El escenario bélico es muy extenso, es equivalente al de Italia durante nuestra guerra interna. No se puede estar en el norte y en el sur al mismo tiempo, y entre las dos partes existe una gran barrera montañosa.

»Enviasteis a otro hombre, un simple caballero al que otorgasteis una especie de corona militar, para gobernar la provincia Citerior. ¿Cómo le definiste, Filipo? Non proconsule sed pro consulibus. Le disteis a entender que le enviabais con tropas suficientes y bien provisto de dinero. ¡Ah, si claro, él estaba deseoso de acometer la empresa! A los veintinueve años y siendo un curtido veterano, ¿qué militar no lo habría estado? ¡Anhelaba acometer la empresa, y hasta hubiera estado dispuesto a partir con menos efectivos! ¡ Podríais haberle hecho ir con cuatro legiones y quinientos soldados de caballería!

—Lástima no haberlo hecho —dijo Catulo—. Ya ha perdido más hombres desde que está allí.

—¡Eso es, eso es! —gritó Hortensio.

—Lo cual me lleva —prosiguió Lúculo, haciendo caso omiso esta vez de los dos cuñados— al punto crucial del asunto. ¿Cómo espera Roma parar los pies a un hombre como Quinto Sertorio, sin estar dispuesta a enviar a Hispania el dinero y las tropas que puedan garantizarlo? ¡Ni Quinto Sertorio hubiera podido hacer frente a la guerra que Pompeyo y Pío habrían debido hacerle en dos frentes, ¡cada uno de ellos al mando de diez legiones y tres mil soldados de caballería! ¡La carta de Pompeyo acusa a esta cámara de haber perdido la guerra… y yo estoy de acuerdo con ese criterio! ¿Cómo puede esta cámara esperar milagros si no paga a los magos para que los hagan? Esta cámara debe encontrar los medios para pagar las deplorablemente inadecuadas legiones de Pompeyo y Pío, y debe hallar los medios para enviar a Pompeyo al menos dos legiones. Cuatro serían mejor.

Cayo Cotta dijo desde la silla curul:

—Estoy totalmente de acuerdo con lo último que has dicho, Lucio Licinio. Pero no tenemos dinero, Lucio Licinio. No tenemos dinero.

—Pues hay que encontrarlo —replicó Lúculo.

—¿Encontrarlo, dónde? —inquirió Cayo Cotta—. Hace tres años que no nos llegan rentas sustanciales de Hispania. La provincia Ulterior no puede explotar las minas de los montes Marianos al sur de Orospeda, y la provincia Citerior no puede explotar las minas cercanas a Cartago Nova. Los tiempos en que el Erario ingresaba veinte mil talentos en oro, plata, plomo y hierro de Hispania han pasado, al no disponer de esas minas. Aparte de que los acontecimientos de estos últimos quince años han reducido nuestros ingresos de la provincia de Asia a un nivel bajísimo desde que la heredamos hace más de cincuenta y cinco años. Estamos en guerra en Iliria, Macedonia y en la Galia Transalpina. Incluso han llegado rumores de que el rey Mitrídates vuelve a sublevarse, aunque no es seguro. Y si muere Nicomedes de Bitinia, la situación en Oriente será aún más precaria.

—Negar a los gobernadores de Hispania dinero y tropas porque se prevén acontecimientos al otro extremo del Mare Nostrum, que tal vez no se produzcan, Cayo Cotta, es una verdadera estupidez —replicó Lúculo.

—¡No, Lucio Lúculo! —le espetó Cotta airado—. ¡No tengo que hacer ninguna previsión para saber que no podemos enviar dinero a Hispania, y menos aún tropas! ¡Cneo Pompeyo y Quinto Pío tienen que amoldarse a las circunstancias!

—Entonces —añadió Lúculo con gesto impávido de pedernal—, habrá un nuevo cometa en el cielo de Roma. La cabeza será leal y la formará el arruinado Cneo Pompeyo que vuelve a toda marcha con su harapiento ejército. ¡ Pero la cola… ah, la cola! La cola la constituirán Quinto Sertorio y los bárbaros de Hispania. Incrementada por los volscos, los voconcios, los alóbroges, los helvios… y, sin duda, por los boyos y los insubros de la Galia itálica; y eso sin contar los ligures y los vagienos.

Un silencio absoluto siguió a estas duras palabras.

Pensando que había llegado el momento de infringir el reglamento de Sila, Filipo se levantó y se dirigió decidido al centro de la Curia Hostilia. Desde allí fue mirando a todos, desde el lívido Cetego hasta los amedrentados Catulo y Hortensio. Luego se volvió hacia el estrado curul y fijó la vista en el desconcertado Cotta.

—Yo sugiero, padres conscriptos —dijo Filipo—, que convoquemos a los administradores del Erario y a los expertos en impuestos para ver la manera de allegar la suma que el honorable cónsul afirma que no tenemos. Sugiero también que encontremos algunas legiones y un escuadrón o dos de caballería.

Cuando Pompeyo llegó ante Septimanca en tierras de los vaceos le pareció más pequeña de lo que creía por las informaciones, aunque sí se notaba su prosperidad. Estaba situada en un alto escarpado sobre el río Pisoraca, pero no era inexpugnable, por lo que, ante la llegada de los romanos, todo el distrito se rindió sin lucha. Rodeado de intérpretes, Pompeyo se esforzó por apaciguar los temores de sus habitantes y por convencer a los jefes de las tribus locales de que, en definitiva, pagaría cuanto cogiese y no iban a quedarse como invasores.

Clunia, unos kilómetros al norte del nacimiento del Durius, era el reducto de Sertorio más al oeste de la península, pero algunas poblaciones al sur de aquel río conocían el final de Segovia, y nada más llegar Pompeyo a Septimanca enviaron una delegación asegurándole fervientemente lealtad a Roma y ofreciéndole cuanto necesitase. Así, tras una reunión con sus legados, intérpretes y representantes locales, envió a Lucio Titurio Sabino con quince cohortes a invernar en Termes, de población celtíbera, pero no sometida a Sertorio.

De hecho (como le decía Pompeyo a Pío en una carta en que le felicitaba el nuevo año) comenzaba a manifestarse el malestar de los indígenas. Si en la próxima campaña podían causar suficientes daños a Sertorio para que se le viera acosado, aumentarían las poblaciones ansiosas por someterse, como Septimanca y Termes. La guerra continuaría en el centro del territorio de Sertorio en torno al Iberus, y no tendrían que hacer más expediciones a la parte baja de la costa oriental.

La primavera llegó pronto en el curso alto del Durius, y Pompeyo se dispuso en seguida para la marcha. Dejó a los habitantes de Septimanca y Termes ocupados en hacer la siembra (con algún excedente por si los romanos regresaban en invierno), reunió las cuatro mermadas legiones, remontó el Pisoraca hasta Pallantia, que se había puesto al lado de Sertorio, al parecer por la simple razón de que su vecina Septimanca se había declarado partidaria de Roma.

Metelo Pío levantó su campamento en la Galia Narbonense casi al mismo tiempo y remontó el curso del Iberus con la intención de enlazar con Pompeyo que descendía. No obstante, su cometido más importante era abrir la ruta entre el Iberus y la Hispania central, y al llegar al Salo —un gran afluente del Iberus que nacía en la Juga Carpetana-siguió el curso del mismo y fue reduciendo una tras otra a las ciudades partidarias de Sertorio. Al final de la enérgica campaña, disponía de una ruta rápida para llegar a su provincia y había cortado a Sertorio el acceso a la cabecera del Tagus y del Anas, lo que significaba su aislamiento de las tribus lusitanas.

Pallantia resultó ser hueso duro de roer, y Pompeyo se dispuso a sitiarla como había hecho Escipión Emiliano con Numantia, tal como informó a la ciudad con una interminable cadena de heraldos. En respuesta, Pallantia envió noticia a Sertorio en Osca, y Sertorio acudió con su ejército, sitiando a los sitiadores. Era evidente que no quería saber nada de la vieja de la provincia Ulterior, de cuyas actividades en el Salo hizo caso omiso al pasar por la región; Sertorio seguía convencido de que Pompeyo era el eslabón débil de la cadena romana.

A ninguno de los dos bandos le interesaba un enfrentamiento directo en Pallantia, y Pompeyo centró sus esfuerzos en rendir a la ciudad como Sertorio en rendir a Pompeyo. Así, mientras aquél amontonaba madera y troncos bajo los fuertes muros de madera, Sertorio iba matando sus soldados poco a poco. Y a principios de abril, Pompeyo levantó el sitio, dejando que Sertorio ayudase a la ciudad a reparar los tramos quemados de las fortificaciones antes de lanzarse en su persecución.

Un mes más tarde enlazaban Pompeyo y Metelo Pío ante una de las ciudades más importantes partidarias de Sertorio: Calagurris, en el curso alto del Iberus.

Con el Meneítos venía un arca de dinero para Pompeyo, dos legiones más y seis mil hombres formados en cohortes para reforzar a plena capacidad las mermadas legiones. Y con los generosos regalos de Roma venía su nuevo procuestor, nada menos que Marco Terencio Varrón.

¡Qué alegría ver su reluciente calva con mechones de pelo sobre las orejas! Pompeyo lloró de alegría.

—Ya me había puesto en marcha cuando Varrón llegó con tus refuerzos a Narbo —dijo el Meneítos, estando los tres sentados en la tienda de Pompeyo con un merecido vaso de vino en la mano—, pero enlacé con él al salir del valle de Salo al Iberus, y me satisface decirte, Magnus, que a mi también me ha traído un arca llena.

Pompeyo lanzó un profundo suspiro de alivio.

—Entonces mi carta ha servido —dijo a Varrón.

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