Favoritos de la fortuna (46 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—Eres un perfecto necio, Magnus —dijo Metelo Pío a Pompeyo cuando estuvieron a solas.

—Pues yo creo que he sido listo —replicó él con aire satisfecho.

El Meneítos, que no era cónsul a pesar de tener la cuarentena bien cumplida, llevaba bien su edad. Su pelo castaño rizado comenzaba a encanecer en las sienes, y sólo tenía unas atractivas arrugas en las comisuras de los párpados de sus ojos castaños. A pesar de ello, junto a Pompeyo quedaba ensombrecido; y lo sabía, con más tristeza que envidia.

—No has sido nada listo —añadió, contento al ver que los claros ojos azules le miraban incrédulos—. Yo conozco a nuestro amo mucho mejor que tú, y puedo decirte que él es más inteligente que nosotros dos juntos. Si tiene algún defecto es un defecto de genio, no de carácter. Y ese defecto no afecta lo más mínimo a su gran inteligencia. Ni tampoco a la gran habilidad de sus actos, como persona o como dictador.

Pompeyo lanzó una especie de bufido despectivo.

—¡Oh, Pío, no digas tonterías! ¿A qué defecto de Sila te estás refiriendo?

—A su sentido del ridículo, por supuesto. Mejor lla… lla… llamarlo así que sentido del hu… hu… humor —dijo el Meneítos turbado, al ver que volvía a incurrir en su tartamudeo, y deteniéndose un instante para domeñar su lengua—. Me refiero a cosas así como nombrarme pontífice máximo a mi, que tartamudeo. A él le encantan esa clase de bromas.

Pompeyo forzó un gesto de aburrimiento.

—No sé dónde quieres ir a parar, Pío. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—¡Magnus, Magnus! ¡Se ha estado riendo de ti! Ya lo creo que tiene que ver contigo. El siempre ha querido que celebrases el triunfo. ¿A él qué más le da tu edad o tu calidad de caballero? Eres un héroe militar, y él procura exaltarlos al máximo; pero quería comprobar cuánto lo ansiabas y hasta dónde eras capaz de llegar para conseguirlo. No hubieras debido caer en la trampa. Ahora ya te tiene clasificado mentalmente y sabe que tu valentía es casi igual a tu orgullo, y no digamos a tu ambición. Casi. Pero se ha dado cuenta de que a la hora de la verdad no aguantas.

—¿Qué quieres decir con que no aguanto?

—Sabes muy bien lo que quiero decir.

—¡Iba a marchar sobre Roma!

—¡Bah! —replicó el Meneítos sonriente—. Marchabas hacia Roma. Tú mismo lo dijiste. Y te creo. Y Sila también.

Turbado, Pompeyo le miró enfurecido, pero sin saber qué replicar.

—Mi triunfo lo he conseguido —dijo.

—Claro, pero te ha hecho pagar un precio que te hubieras ahorrado de haber sabido actuar.

—¿Precio? ¿Qué precio? —inquirió Pompeyo, meneando enérgicamente la cabeza como un animal al que no cesan de molestar—. Pío, hoy no haces más que hablar en acertijos.

—Ya lo verás —añadió el Meneítos en tono agorero.

Y Pompeyo lo vio, pero sólo el mismo día de su triunfo. Era evidente, pero el inconveniente era que su entusiasmo nublaba su percepción. La fecha del triunfo se fijó para el doce de marzo. El sexto día de marzo, Cayo Flaco, ex gobernador de la Galia Transalpina, celebró el triunfo por sus victorias sobre las tribus galas rebeldes; y el nueve de marzo, Murena, ex gobernador de la provincia de Asia, celebró el suyo por las victorias en Capadocia y el Ponto. Así, cuando llegó el día del triunfo de Pompeyo, Roma ya estaba harta de desfiles, y a ver a Pompeyo acudió algo de gente, pero no la muchedumbre habitual. El desfile de Sila había sido una apoteosis, el de Flaco, regular, algo decaído el de Murena y el de Pompeyo francamente deslucido. Nadie conocía su nombre, nadie sabía de su juventud y su extraordinario físico y a nadie le interesaba. ¿Otro triunfo? ¡Vaya…!, dijeron los romanos.

De todos modos, Pompeyo lo inició bastante animado en su punto de origen en la Villa Pública: correría la voz y la gente acudiría corriendo de todas partes; cuando doblase la esquina del circo Máximo para entrar en la vía Triumphalis, toda Roma tendría que estar congregada para verle. Su desfile no desmerecía en casi nada: lo abrían magistrados y senadores, músicos y danzantes, los carros con el botín y planchas con dibujos de episodios de la campaña. Los sacerdotes y las víctimas para el sacrificio —todos animales blancos y machos—, los cautivos y rehenes y, finalmente, el general en su carro de guerra con su ejército detrás.

El ropaje de Pompeyo era impecable: la toga púrpura, profusamente bordada en oro, la corona de laurel, la túnica bordada con palmas y la ancha banda púrpura. Pero ¡nada de pintarse la cara de rojo con minium! Era fundamental para sus planes que Roma viese su juventud y buen físico para que recordase aquel rostro y su parecido con Alejandro Magno. Si el rostro quedaba enmascarado por una mancha color ladrillo, no se sabría qué edad tenía. ¡Nada de minium!

No obstante, la cara limpia no constituyó la principal diferencia entre el desfile de Pompeyo y el de cualquier otro general triunfante, sino los animales que arrastraban el antiguo carro triunfal de cuatro ruedas que montaba el homenajeado. En lugar de los habituales caballos blancos gemelos, él dispuso cuatro enormes elefantes africanos, capturados de su propia mano en Numidia. Cuatro amaestradores se habían dedicado a la doma día tras día —en Utica y Tarento, en la vía Apia y en Capua— de los reacios paquidermos, logrando que se doblegasen a la misión de arrastrar aquella ligera carga. Y había sido una verdadera hazaña, gracias a la cual Pompeyo había podido desfilar con el carro tirado por elefantes. Su compañero en el carro no conducía, solamente lo dirigía mediante unas vistosas riendas unidas a los ricos arneses de los enormes animales, que obedecían a los domadores, sentados entre los gigantescos y rugosos hombros de las parejas de proboscideos a cuatro metros del suelo. Cuando se corriera la voz —¡y se correría rápidamente!— la multitud llenaría el recorrido del desfile para contemplar aquello: el nuevo Alejandro en un carro tirado por los animales que Roma consideraba más sagrados.¡ ¡Elefantes! ¡Elefantes gigantescos con orejas grandes como velas y colmillos de dos metros!

El itinerario del desfile discurría desde la Villa Pública en el campo de Marte, a través de una vía estrecha bordeada de villas y casas de viviendas que rodeaba el pie de la colina Capitolina y llegaba a las murallas servianas por debajo de los farallones a pico del lado oeste de la colina, y allí estaba la puerta Triumphalis por la que el cortejo entraba en la ciudad. Como el de Pompeyo era el tercer triunfo en seis días, senadores y magistrados estaban más que hartos de repetir el protocolo, y el primer grupo que aguardaba era más bien modesto y decidido a ir a buen paso. A tenor de ello, músicos, danzarines, carros, placas, sacerdotes, animales para el sacrificio, cautivos y rehenes comenzaron a caminar aprisa, y Pompeyo, llevado al paso cachazudo de los elefantes, no tardó en quedarse rezagado.

Por fin el carro llegó a la puerta triunfal y se detuvo en seco. El ejército —sin espadas ni lanzas, pero con palos cubiertos con laurel— hizo lo propio. Como el carro triunfal era una antigualla de la época etrusca, resultaba mucho más bajo que el tradicional de dos ruedas, que aún utilizaban algunas tribus galas, y Pompeyo no podía ver lo que sucedía más adelante de las imponentes grupas enjaezadas de los elefantes. Al principio, simplemente se impacientó irritado, pero al ver que aquello no volvía a ponerse en marcha, envió al palafrenero a que viera qué sucedía.

El hombre volvió con gesto de espanto.

—¡Triumphator, los elefantes son muy grandes y no pasan por la puerta!

Pompeyo se quedó con la boca abierta; sintió un picor y el sudor corriéndole por la frente.

—¡Bah! —exclamó.

—¡De verdad, triumphator, no caben! —insistió el hombre.

Pompeyo se apeó del carro con toda majestad, arrastrando sus vestiduras oro y púrpura, y hacia la puerta se fue. En ella, los domadores de los dos paquidermos en cabeza se miraban estupefactos, hasta que vieron que llegaba Pompeyo.

—La abertura es muy pequeña —dijo uno de ellos.

Mientras caminaba hacia la puerta, Pompeyo ya había desenganchado mentalmente a los elefantes, haciéndolos pasar uno por uno al otro lado, pero ahora veía lo que le era imposible ver desde el carro: no era un problema de anchura sino de altura. La abertura única por la que se autorizaba a entrar al desfile triunfal era de anchura suficiente para permitir el paso de un ejército formado en fila de ocho en fondo, y hasta para que entrase un carro tirado por cuatro caballos o una gran carroza, pero no lo bastante para que cupiera la cabezota de un elefante africano, pues el dintel que la remataba, empotrándose en el farallón de la colina Capitolina, no pasaba de la altura del lomo de los paquidermos.

—Bien —dijo muy seguro de sí mismo—, quitadles los arneses y que pasen uno tras otro agachando la cabeza.

—¡Para eso no les hemos amaestrado! —objetó horrorizado uno de los domadores.

—¡Como si no están amaestrados para cagar por el ojo de una aguja! —gritó Pompeyo, ya con el rostro del color del minium—. ¡Hacedlo!

El primer elefante se negó a agachar la cabeza.

—¡Obligadle a ello tirando de la trompa! —gritó Pompeyo.

Pero, ni tirándole de la trompa, ni sentándole un hombre en los colmillos, hubo manera de hacerle bajar la cabeza; y el animal comenzó a irritarse, contagiando con su inquietud a los otros tres que seguían enganchados al carro, y que empezaron a recular, amenazando con aplastar con el carro al grupo de vexilarios revestidos con pieles de león que iban inmediatamente detrás.

Mientras los domadores no cejaban en sus esfuerzos por obedecerle, Pompeyo permanecía en pie, profiriendo todas las obscenidades cuartelarias de su léxico y lanzando toda suerte de amenazas a los pobres domadores. En vano: los elefantes eran demasiado grandes y se negaban a pasar por la puerta.

Había transcurrido más de una hora cuando llegó Varrón a ver qué sucedía. Él había caminado con el resto de los senadores en cabeza del cortejo, y le bastó una ojeada para entender la situación. Le entraron ganas de echarse al suelo muerto de risa, pero le retuvo la mirada asesina que le dirigió Pompeyo.

—Envía a Scapius con unos hombres al Stabulae para que traigan caballos —dijo en tono estoico—. ¡Vamos, Magnus, déjate de rabietas y piensa! El cortejo ha llegado al Foro y nadie sabe que tú estás atascado aquí. ¡Sila aguarda en el basamento del templo de Cástor cada vez más impaciente, y los que sirven las mesas en el templo de Júpiter Stator comienzan a mesarse los cabellos!

Pompeyo, en vez de contestar, rompió a llorar y se sentó en el polvo con todos sus atavíos triunfales. Y fue Varrón quien ordenó que fuesen a buscar los caballos y desenganchasen los elefantes. En éstas, a la escena se habían sumado varios jardineros que venían del mercado por la vía Recta y que, armados de palas y carretillas, se disponían a recoger lo que estaba considerado el mejor abono del mundo, y, sorteando sin temor las enormes patas de los proboscídeos, iban recogiendo los montones de aquellos boñigos del tamaño de quesos de Arpino. Sólo la prisa y la conmiseración habían impedido que Varrón se echase a reír, en medio de los gritos y voces que lanzaban los domadores, que al final lograron irse con sus animales hacia el forum Holitorium, para no hacerlos regresar por donde habían venido por hallarse la vía repleta con las seis legiones.

Entretanto, la primera parte del cortejo se había detenido en el Foro, frente a la imponente fachada jónica del templo de Cástor y Pólux, en lo alto del cual presidía Sila sentado con su mestre ecuestre, los dos cónsules y amigos y familiares. La cortesía consuetudinaria requería que el triunfador fuese el personaje más relevante del desfile y la fiesta, por lo que aquellos próceres no participaban en el desfile ni asistían a la fiesta.

Todos estaban nerviosos, y además hacía frío. Era un buen día, pero soplaba un cortante viento norte, y el sol del bajo Foro no tenía fuerza para derretir los carámbanos de hielo que colgaban de los aleros de los templos. Finalmente regresó Varrón, quien subió de dos en dos los escalones del templo de Cástor y se inclinó al oído de César. Del grupo de íntimos brotó una carcajada, y Sila, sin dejar de reír, se levantó y avanzó unos pasos para dirigirse a los curiosos.

—¡Esperad un poco más, que ya llega nuestro triunfador! —gritó—. ¡Había decidido mejorar el desfile sustituyendo los caballos del carro por elefantes, pero los elefantes no cabían por la puerta Triumphalis y ha tenido que cambiarlos por caballos! —Una pausa—. ¡Ah, cómo me hubiera gustado estar allí para verlo!

A sus últimas palabras siguió una risita generalizada y risas descaradas de los allegados a Pompeyo: Metelo Pío, Varrón Lúculo y Craso.

—No sé si os dais cuenta que es difícil ofender a Sila —comentó Metelo Pío a los que estaban a su lado—. He advertido infinidad de veces que posee cierto exclusivismo con la Fortuna y no necesita empeñarse en humillar a un adversario. Es la diosa la que se encarga de ello en nombre de su favorito.

—Lo que no comprendo —añadió Varrón Lúculo, frunciendo el ceño— es por qué Pompeyo no midió previamente la puerta; porque hay que reconocer que él es la eficiencia personificada.

—Hasta que sus fantasías le nublan la razón —añadió Varrón, que estaba sin aliento por haber venido corriendo desde la puerta Triumphalis y subir a toda prisa la escalinata—. Tan empeñado estaba en aparecer con los malditos elefantes, que ni pensó que pudiese fallar algo. Pobre Magnus, estaba desesperado.

—A mí me da pena —dijo Varrón Lúculo.

—A mí también, ahora que le he demostrado lo que quería decirle —añadió Metelo Pío, mirando de hito en hito al acalorado Varrón—. ¿Cómo se lo ha tomado?

—Se le habrá pasado cuando llegue al Foro —contestó Varrón, omitiendo discretamente el desconsolado llanto.

Efectivamente, Pompeyo concluyó el desfile con gracia y dignidad, aunque no podía negarse —ni él podía borrarlo de su mente— que el hiato de dos horas le había restado brillantez. Tampoco había acudido mucha gente a verle; ¡claro, los caballos no podían compararse con elefantes! Y menos aquellos pencos que le había traído Scaptius.

Hasta que no entró en el templo de Júpiter Stator para celebrar la fiesta, no dio en pensar lo que se habían divertido a costa de su fiasco hombres con influencia en Roma. Lo peor había comenzado, en realidad, a la bajada del Capitolio al finalizar el triunfo, al encontrarse, al pie de la columna de Escipión el Áfricano, con un grupo que se reía a mandíbula batiente, y, que nada más llegar a su altura, se había apartado de la columna para dejarle ver lo que algún ingenioso había escrito con tiza y enormes letras en el pedestal:

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