Favoritos de la fortuna (41 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Y Aurelia le explicó el asunto de la manera escueta y sin rodeos tan propia de ella. Las dos mujeres la escuchaban atentamente.

—Hemos de hacer algo —dijo Dalmática con un suspiro, al dejar de hablar Aurelia—. Lucio Cornelio tiene muchas cosas en la cabeza y me temo que no es una persona muy afable —añadió, rebulléndose y desviando la mirada—. Tú has sido amiga suya muchos años —añadió inoportunamente—, y me parece que si no has podido influir en él, poco podré hacer yo.

—No lo creo —replicó Aurelia muy digna—. Él me visitaba de vez en cuando, pero te juro que no había nada entre nosotros. Por vulgar que te parezca, lo que le atraía era mi sentido común.

—Lo creo —dijo Dalmática sonriendo.

—Bueno —terció Cornelia Sila bruscamente, para poner las cosas en su punto—, de eso ya hace mucho tiempo y no puede influir sobre lo que nos preocupa. Tienes razón, Aurelia, cuando dices que no puedes tratar de volver a ver al tata por iniciativa propia. Pero debes intentar verle más tarde o más temprano. En este momento está agobiado con el asunto de las leyes, y tendrá que ser en el seno de una delegación oficial, de sacerdotes, familiares, vestales… Mamerco te ayudará; yo hablaré con él. ¿Quiénes son los parientes más próximos de los Césares que no estén en las listas de proscritos?

—Mis tres primos hermanos Cotta.

—¡Estupendo, darán realce a la delegación! Cayo Cotta es pontífice y Lucio Cotta augur, y eso les confiere también importancia religiosa. Estoy segura de que Mamerco intercederá por ti. Y harán falta cuatro vestales. Fonteia, que es la vestal mayor; Fabia, Licinia y la hija de César Estrabón, Julia, que es de la familia de los Césares. ¿Conoces a alguna de ellas?

—Ni siquiera a Julia Estrabón —contestó Aurelia.

—No importa; yo las conozco a todas. Yo me encargo.

—¿En qué puedo ayudar yo? —inquirió Dalmática, un tanto impresionada por la eficacia de la hija de Sila.

—Tú te encargarás de conseguir del tata una entrevista para la delegación para mañana por la tarde —respondió Cornelia Sila.

—¡Eso se dice fácilmente! ¡ No sabes lo ocupado que está!

—¡Tonterías! No seas modesta, Dalmática; el tata hará cualquier cosa que tú le pidas. Lo que pasa es que tú casi no le pides nada, y no te das cuenta de que a él le encanta complacerte. Pídeselo a la hora de la cena y sin temor —añadió la hija de Sila—. Los reuniré a todos aquí mañana temprano —continuó, dirigiéndose a Aurelia— para que hables con ellos antes de la audiencia.

—¿Qué me pongo? —inquirió Aurelia, pensando ya en el día siguiente.

Cornelia Sila y Dalmática la miraron estupefactas.

—Lo digo —añadió Aurelia, como excusándose— porque la última vez que nos vimos comentó que no le gustaba mi ropa.

—¿Por qué? —inquirió Cornelia Sila.

—Creo que le pareció un poco gris.

—Pues ponte algo más alegre.

Y del arca volvieron a salir los vestidos que Aurelia había desechado años atrás, por considerarlos indignos y frívolos para una matrona romana de la aristocracia. ¿Azules, verdes, rojos, rosas, lilas, amarillos? Al final optó por una superposición de finas túnicas rosas, la más oscura debajo y la más pálida y vaporosa encima.

Cardixa meneó la cabeza.

—Adornada así, tenéis el mismo aspecto de cuando el padre de César vino a cenar a casa de vuestro tío Rutilio Rufo. ¡Y de la misma edad!

—¿Cómo adornada, Cardixa?

—Pues como esos caballos públicos en los desfiles.

—Me lo voy a cambiar.

—¡No, no! No tenéis tiempo. Salís ahora mismo. Os acompaña Lucio Decumio —replicó con firmeza Cardixa, llevándola hacia la puerta principal, donde el fiel Lucio Decumio la aguardaba con sus dos hijos.

Como Lucio Decumio tenía suficiente sentido común para contener su lengua y no comentar nada del aspecto de Aurelia, y sus dos hijos era como si no tuviesen lengua, el largo camino hasta el otro lado del Palatino se hizo en silencio. Aurelia había estado esperando que llegasen en cualquier momento noticias de Priscus y Gratidia de que era demasiado tarde y que César había muerto, pero cada día que transcurría sin saber nada renacían sus esperanzas.

De algún modo se había difundido por la insula la noticia de que César estaba a las puertas de la muerte, y no paraban de recibirse obsequios, desde ramos de flores del mercado Cuppedenis hasta curiosos amuletos de los licios del quinto piso y los tristes murmullos de las preces de la planta judía. La mayor parte de los inquilinos vivían hacía años en la insula de Aurelia y conocían a César desde que era niño. Un niño listo, siempre curioso, hablador, que se había criado recorriendo aquellos pisos observándolo todo con aquella equívoca cualidad (así la calificaba su madre) que poseía en abundancia: su encanto. Muchas mujeres le habían amamantado, le habían dado a probar sus exóticas gastronomías, le habían canturreado en sus propias lenguas antes de que supiese tararear, y luego él había cantado aquellas canciones —tenía mucho sentido musical— y había aprendido a tañer toda clase de extraños instrumentos de cuerda, y a soplar toda clase de gaitas y flautas. Ya más mayor, con su amigo Cayo Matius, vecino de la misma planta baja, había ampliado sus amistades por todo el Subura. Y ahora la noticia de su enfermedad se difundía por el barrio, por eso llegaban regalos de todas partes.

¿Cómo le explico a Sila que César representa una cosa muy distinta para otras personas? ¿Que le anima el más profundo sentido de la romanidad, y que al mismo tiempo siente doce nacionalidades más? No es el asunto del sacerdocio lo que más me preocupa, sino lo que representa para todos los que le conocen. César pertenece a Roma, pero no a la Roma del Palatino, sino a la Roma del Subura y del Esquilino; y cuando sea un gran hombre, dará a su cargo una dimensión que ningún otro podría darle, debido a la amplitud de sus experiencias, de su vida. Sólo Júpiter sabe con cuántas muchachas —¡y mujeres mayores como yo!— se habrá acostado, en cuántas correrías no habrá participado con Lucio Decumio y esos rufianes de la cofradía de los cruces, cuántas vidas conoce, porque nunca para, siempre encuentra tiempo para escuchar, se interesa por las cosas. Mi hijo no tiene más que dieciocho años; ¡pero yo también creo en la profecía, Cayo Mario! Y sé que a los cuarenta será célebre. Y juro por todos los dioses que, aunque tenga que ir al Hades a traer al cancerbero, haré que mi hijo salve la vida.

Pero, naturalmente, cuando llegó a casa de Sila y la hicieron pasar a una habitación llena de gente importante, no tuvo aquella elocuencia, y su rostro se mostró tenso de preocupación. Era una mujer de aspecto austero, severo. Amedrentada.

Tal como había prometido Cornelia Sila, había cuatro vestales, todas más jóvenes que ella, que habían hecho votos a los siete u ocho años. Las vestales abandonaban el sacerdocio a los treinta años, y ninguna de aquéllas, incluida la vestal mayor, tenía edad de retirarse. Vestían túnicas blancas con mangas largas recogidas en pliegues, y encima un manto blanco con la cadena y la medalla de la bulla vestal y una corona de siete círculos de lana retorcida, sobre la que flotaba un sutil velo blanco. Su vida, limitada estrictamente a la comunidad femenina regida por la castidad, aunque no enclaustrada, confería gran prestigio aun a las más jóvenes, y ellas sabían mejor que nadie que de su castidad dependía la buena suerte de Roma; muy pocas rompían los votos, ya que aceptaban su condición desde muy niñas, y era motivo de orgullo para ellas.

Los hombres eran todos togados: Mamerco, sin la orla púrpura debido a su cargo de praetor peregrinus, y los Cotta, demasiado Jóvenes para el bordado púrpura, vistiendo la simple toga blanca. Así, Aurelia, en su atavío de tonos rosas, era el personaje que más destacaba. Mortificada, se sentía como una estatua de piedra, y notaba que no iba a saber cómo reaccionar.

—¡Tienes un aspecto sensacional! —musitó Cornelia Sila a su oído—. Había olvidado lo preciosa que eras en las ocasiones en que decidías arreglarte. Estás impresionante. Te habías cerrado en banda, recatada, sin resaltar tu belleza, y es una verdadera sorpresa verte tan estupenda.

—¿Y qué piensan los demás? ¿Están de acuerdo conmigo? —replicó en voz baja Aurelia, lamentando no haberse vestido en color crema o hueso.

—Claro que si. Se dan cuenta de que es el flamen dialis, y les parece de una gran valentía oponerse al dictador, cosa que nadie hace; ni el propio Mamerco. Yo silo hago a veces. Y, fijate, a él le gusta. Sucede con la mayoría de los tiranos, porque desprecian a los cobardes. Así que entra tú encabezando la delegación y ¡plántale cara!

—Siempre lo he hecho —respondió la madre de César.

Allí estaba Crisógono, adulando equilibradamente a los distintos miembros de la delegación; comenzaba a correr el rumor de que era uno de los que más se beneficiaba de las proscripciones y que estaba acumulando una gran fortuna. Entró un criado a decirle algo al oído, e inmediatamente se dirigió a la gran puerta de dos hojas que daban paso al atrium de Sila, abriéndolas y apartándose para que entrase la delegación.

Sila les aguardaba de mal humor, originado por el convencimiento de que se había dejado engañar por unas mujeres, y furioso por no haber sabido resistírse a sus deseos. ¡ Era una conjura! Mujer e hija unidas para suplicarle con zalamerías y gestos de tristeza, diciéndole que si les concedía aquella nimiedad ellas le quedarían eternamente agradecidas, y que si se negaba se enfadarían. Dalmática no se excedía mucho, pues algo le había quedado de la sumisión que Escauro debía de haberle imbuido durante aquellos largos años de enclaustramiento, pero Cornelia Sila era de su misma sangre ¡y se notaba! Era una fiera. ¿Cómo podía Mamerco vivir con ella y aparentar tal felicidad? Probablemente porque nunca le llevaría la contraria. Muy inteligente. ¡ Hay que ver lo que hacían los hombres por conservar la armonía conyugal! Igual que lo que iba a hacer ahora.

De todos modos, sería como un cambio, en cierto modo divertido, en la agobiante sucesión de tareas dictatoriales. ¡ Estaba harto! Harto, harto… Siempre le pasaba lo mismo con Roma. Le sugería debilidades inviables, le recordaba fiestas a las que no podía acudir, círculos que no podía frecuentar… Metrobio. Siempre volvía a lo mismo. ¿Cuánto tiempo hacía que no le veía? ¿Cuándo había sido la última vez… entre la muchedumbre, durante el desfile triunfal de su acceso al cargo de cónsul? ¿Ni siquiera podía recordarlo con seguridad? Lo que no olvidaba era la primera vez que había visto al joven griego: durante una fiesta en que él se había disfrazado de Gorgona con una corona de serpientes vivas. ¡Qué pavor había causado entre los invitados! Pero no en Metrobio, adorable Cupido, al que el tinte de azafrán le chorreaba por entre los muslos; el mejor culito del mundo…

La delegación entró en aquel momento. Desde el sitio que ocupaba Sila, detrás del rectángulo turquesa del estanque central del gran salón, su campo de visión abarcaba plenamente la escena. Quizá porque había estado pensando en el mundo del teatro (y sobre todo en un actor concreto) advirtió Sila que no se trataba de una delegación romana estrictamente protocolaria, sino de un espectáculo dirigido por una mujer deslumbrantemente vestida de rosa, su color preferido. ¡Y qué ingenioso rodearse de gente vestida de blanco con unos toques de púrpura!

Ante aquel espectáculo, se desvaneció el mundo de las tareas dictatoriales y cedió el malhumor de Sila. Su rostro se iluminó y lanzó un grito de alegría.

—¡Qué maravilla! ¡Mejor que una obra de teatro y que los juegos del circo! ¡No, no, no avancéis más; quedaos donde estáis! A ese lado del estanque. Aurelia, delante; como una esbelta rosa que destaca. Las vestales a la derecha; si, pero las más jóvenes detrás de Aurelia, para que tenga un fondo blanco. Eso es, ¡muy bien! Ah, y vosotros, ahí a la derecha; pero el joven Lucio Cotta que se sitúe también detrás de Aurelia, porque es el más joven y no creo que vaya a tomar la palabra. Me gusta ese detalle de los toques púrpura de vuestras túnicas, pero tú, Mamerco, rompes la armonía. No hubieras debido venir con la praetexta: demasiada púrpura. Así que ponte a la izquierda del todo —el dictador se llevó la mano a la barbilla, los contempló y asintió con la cabeza—. ¡ Muy bien! ¡Me gusta! Pero hace falta un poco más de brillantez. Yo, con la praetexta, igual que Mamerco, desentono.

Dio unas palmadas y Crisógono salió de detrás de la delegación, haciendo varias reverencias.

—Crisógono, que vengan mis lictores con túnica carmesí, no con las antiguas de detestable color blanco. Y tráeme el sillón egipcio; ya sabes, el que tiene cocodrilos por brazos y respaldo de áspides. Y un estrado. ¡Sí, un estrado cubierto de púrpura de Tiro, nada de imitaciones! ¡Vamos, vamos, date prisa!

La delegación, que no había dicho palabra, se resignó a una larga espera mientras se cumplían las órdenes de Sila, pero no en vano era Crisógono administrador de las proscripciones y mayordomo del dictador, y, de pronto, irrumpieron veinticuatro lictores con túnica carmesí, con las hachas en los fasces y rostro imperturbable. Y tras ellos llegó el pequeño estrado a hombros de cuatro robustos esclavos, que lo situaron en el centro, detrás del estanque, y procedieron a cubrirlo con un tapiz de púrpura de Tiro, tan oscura que parecía negra. El sillón llegó acto seguido; era un mueble espléndido de ébano pulimentado y dorado, con áspides de ojos de rubí, cocodrilos con ojos de esmeralda y un espectacular escarabajo polícromo en el centro del respaldo.

Una vez dispuesto el decorado, Sila se dirigió a los lictores.

—¡Me gusta el detalle de las hachas en los fasces, símbolo de que soy el dictador con poder para ejecutar dentro del pomerium! Bien, vamos a ver… Poneos doce a la derecha y doce a la izquierda, bien alineados, muchachos, pero más juntos. Abríos en abanico para rodearme mejor. Así; más juntos por los extremos… ¡Así, así! —dijo, retrocediendo, para mirar a la delegación, frunciendo el ceño—. ¡Ya decía yo! ¡No veo los pies de Aurelia! ¡Crisógono, trae ese escabel de oro que le birlé a Mitrídates! Y que se suba en él. ¡Vamos, vamos, date prisa!

Finalmente, todo quedó a su entera satisfacción y tomó asiento en su trono egipcio sobre el estrado púrpura, sin percatarse de que hubiera debido de hacerlo en la silla curul. Pero nadie se atrevió a hacer objeción alguna; lo importante era que el dictador se lo estaba pasando en grande. Y eso representaba mayores posibilidades de una decisión favorable.

—¡Habla! —dijo con fuerte voz.

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