Favoritos de la fortuna (39 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Satisfecho de haber resuelto el dilema, se enfrascó finalmente en la carta de Pompeyo.

Las provincias de África y Numidia están pacificadas y en orden. Tardé cuarenta días en lograrlo. Zarpé de Lilibeo a finales de octubre con seis legiones y dos mil soldados de mi caballería, dejando a Cayo Memio al mando en Sicilia. No juzgué necesario establecer guarniciones allí donde ya había comenzado a reunir naves nada más llegar. A finales de octubre tenía ya más de ochocientos barcos. Me gusta organizarlo todo bien porque se gana mucho tiempo. Antes de zarpar, envié un mensajero al rey Bogud de Mauritania, quien actualmente tiene su ejército en Iol, no muy lejos de Tingis. Bogud reina desde Iol y ha dejado en Tingis un reyezuelo. Todos estos cambios se deben a la contienda de Numidia, en donde el príncipe Yarbas ha usurpado el trono del rey Hiempsal. Mi mensajero instó al rey Bogud a que invadiese inmediatamente Numidia por el oeste, sin aceptar pretexto alguno. Mi estrategia consistía en que Bogud obligase a Yarbas a replegarse hacia el este hasta que llegase a donde yo estaba para aplastarle.

Desembarqué mis tropas en dos divisiones: una en Cartago y la otra en Utica. Me puse al mando de esta segunda, y nada más tocar tierra recibí la sumisión de siete mil soldados de Cneo Ahenobarbo, lo que interpreté como buen augurio. Ahenobarbo decidió presentar batalla sin dilación, pues temía que, de no hacerlo, se pasaran a mis filas más tropas suyas. Desplegó su ejército ante una garganta para tenderme una emboscada cuando la atravesase, pero no caí en la trampa porque subí a un risco y vi su posición. Comenzó a llover (el invierno es la estación lluviosa en la provincia de África) y aproveché la circunstancia de que la lluvia azotaba los ojos de sus tropas. Gané una gran batalla y mis hombres me proclamaron imperator en el campo de batalla. Pero tres mil soldados de Ahenobarbo lograron escapar ilesos. Mis hombres seguían vitoreándome, pero yo les dije que lo hiciesen más tarde, y nos apresuramos a perseguir a Ahenobarbo hasta su campamento y lo aniquilamos con todas sus tropas. Entonces, permití que mis hombres me vitoreasen como imperator.

Luego marché a Numidia, una vez sometidos en todo el territorio de la provincia de África los insurgentes, a quienes ejecuté en Útica. El usurpador Yarbas se refugió en Bulla Regis, una ciudad en el curso superior del río Bagradas, al saber que yo avanzaba por el este y Bogud por el oeste. Por supuesto, yo llegué a Bulla Regis antes que el rey Bogud, y la ciudad me abrió sus puertas y se rindió, entregándome a Yarbas, a quien ejecuté inmediatamente, junto con otro noble llamado Masinisa; y repuse en su trono de Cirta al rey Hiempsal. Tuve oportunidad de dedicarme a la caza de animales salvajes, que en este país los hay de toda clase, desde elef¡antes hasta unos muy parecidos a grandes gatos. Te escribo ésta desde el campamento en la llanura de Numidia.

Me propongo volver pronto a Utica, al haber sometido todo el norte de África en cuarenta días, como te decía. No es necesario dejar guarniciones en esta provincia, y puedes enviar un gobernador sin cuidado. Voy a embarcar mis seis legiones y dos mil soldados de caballería y zarparemos hacia Tarentum. Después nos dirigiremos a Roma por la vía Apia, y me gustaría celebrar un triunfo. Mis hombres me han vitoreado como imperator en el campo de batalla y tengo derecho a ello. He pacificado Sicilia y África en cien días, y ejecutado a todos tus enemigos. Tengo también un buen botín para mostrar en el desfile triunfal.

En cuanto Sila hubo asimilado lo que decía Pompeyo, se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas, sin saber si aquellas ingenuas confidencias por escrito le divertían por su engreído tono o por los burdos detalles, como el de que la estación de lluvias era en invierno o que Bulla Regis estaba en el curso alto del Bagradas. ¿Acaso Pompeyo pretendía ignorar que él había pasado años en África, capturando en persona al rey Yugurta? Después de cuarenta días felices, Pompeyo lo sabía todo. ¿Cuántas veces repetía que las tropas le habían proclamado imperator? ¡ Era para morirse de risa!

Cogió un papel y se dispuso a contestarle de su puño y letra. Era una carta que no quería confiar a ningún secretario.

Ha sido un placer recibir tu carta, y te doy las gracias por los interesantes datos que me das sobre África. Procuraré visitarla algún día, aunque no sea más que para ver personalmente esos animalotes parecidos a gatos. Yo también reconozco un elefante cuando lo veo.

Enhorabuena. ¡Qué joven tan rápido eres! Cuarenta días. Creo que es el tiempo que estuvo inundada Mesopotamia hace mil años.

Sé que puedo confiar en tu afirmación de que no hace falta establecer guarniciones ni en África ni en Sicilia, pero, mi querido Pompeyo, hay que actuar con sutileza. Por lo tanto, te ordeno que dejes en Utica cinco legiones y regreses con una. Una cualquiera, la que sea tu preferida. Y hablando de preferencias, ¡desde luego se ve que eres el preferido de la Fortuna!

Lamentablemente, no puedo autorizarte a celebrar un triunfo. Aunque tus tropas te hayan proclamado imperator en el campo de batalla, los triunfos están reservados a los miembros del Senado que han alcanzado la categoría de pretor. En el futuro ganarás más guerras, Pompeyo, y tendrás tu triunfo más pronto o más tarde.

Tengo que darte las gracias por el rápido envío del miembro de alimentación, vista, oído y olfato de Carbón. No hay nada mejor que una cabeza para convencer a alguien de que una persona ha mordido el polvo, para usar una expresión de Homero. La fuerza de mi argumentación de que Carbón había muerto y Roma no tenía cónsules se evidenció de inmediato. ¡Fue muy inteligente lo de meterla en vinagre! Gracias también por Soranus y el anciano Bruto.

Hay sólo un detalle, mi querido Pompeyo. Hubiera preferido que hubieses optado por un modo menos espectacular de eliminar a Carbón, si estabas decidido a hacerlo de una manera tan bárbara. Empiezo a creer lo que dice la gente: rascas a uno de Picenum y aparece el galo.

Ya que te decidiste a presidir un tribunal con la toga pretexta y sillas curules con lictores, representabas a Roma. Pero no te condujiste como un romano; después de hacer padecer al pobre Carbón al sol durante horas, anunciaste en tono altanero que no merecía juicio y que había que ejecutarle allí mismo. Como le habías alojado y nutrido deplorablemente durante unos días, antes de esa lamentable vista pública, estaba enfermo. A pesar de ello, cuando solicitó retirarse para hacer de vientre en privado antes de morir ¡se lo negaste! ¡Y me han dicho que murió en medio de sus propios excrementos, aunque dignamente!

¿Que cómo sé todo esto? Tengo mis propias fuentes de información, pues si no las tuviese dudo mucho que pudiera ser dictador de Roma. Eres muy joven y has cometido el error de suponer que, porque yo quería la muerte de Carbón, tenía mal concepto de él. Y es verdad en cierto sentido; pero tengo el más alto concepto del consulado de Roma, y no cabe duda de que Carbón era cónsul electo cuando murió. Más vale que no olvides en el futuro, joven Pompeyo, que un cónsul merece todos los honores, aunque se llame Cneo Papirio Carbón.

Y hablando de nombres, me he enterado de que por esa bárbara escena en el ágora de Lilibeo te has ganado un nuevo epíteto. Muy conveniente para los desgraciados que no tienen un tercer nombre que les dé brillo, ¿no, Pompeyo? Adulescentulus carnifex. Si, creo que joven carnicero es un tercer nombre ideal para ti; porque, igual que tu padre, eres un auténtico carnicero.

Repito. cinco de tus legiones permanecerán en Utica aguardando plácidamente la llegada del nuevo gobernador, cuando tenga tiempo de enviarlo. Tú puedes volver a Italia; estoy deseando verte. Podremos charlar sobre elefantes y podrás ampliar mis conocimientos sobre África y sus cosas.

Te doy el pésame por la muerte de Publio Antitio Veto y su esposa, parientes tuyos. No acabo de entender cómo Bruto Damasipo los mató. Pero, claro, Bruto Damasipo ha fallecido. Le mandé ejecutar. Pero en privado, Pompeyo Joven Carnicero. En privado.

¡ Una carta que he escrito con verdadera gana!, pensó Sila al concluirla. Pero, luego, frunció el ceño y reflexionó un buen rato sobre lo que debía hacer con el joven carnicero. Era un hombre que difícilmente se desviaba de su camino una vez se marcaba una meta. Como sucedía con lo del triunfo. Y una persona capaz de presentarse con todo aparato en la plaza de una ciudad no romana, rodeado de lictores y sentado en la silla curul, y actuar como un auténtico bárbaro, no sabría cumplir los matices del protocolo de un triunfo. Incluso algo le decía que el joven carnicero era lo bastante astuto para intentar lograr dicho triunfo de un modo en que fuera difícil negárselo. Siguió dándole vueltas en la cabeza y volvió a sonreír. Sonrisa que sorprendió el secretario al entrar, lanzando un involuntario suspiro de alivio.

—¡Ah, Flosculus, muy oportuno! Siéntate y coge una tablilla. Estoy de talante propicio a la magnanimidad con toda clase de gente, incluido ese hombre extraordinario, Lucio Licinio Murena, que es gobernador de la provincia de Asia. Si, he decidido perdonar todas sus agresiones contra el rey Mitrídates y sus transgresiones a mis órdenes. Creo que tendré necesidad de esa nulidad; así que escríbele y dile que he decidido que regrese lo antes posible para celebrar un triunfo. Escribe también al Flaco que está en la Galia Transalpina y ordénale que venga inmediatamente para celebrar un triunfo. Y añade claramente a ambos que acudan con dos legiones…

Estaba enardecido y el secretario a duras penas podía escribir lo que le dictaba. Se había desvanecido el recuerdo de Aurelia y la tensa entrevista; ni siquiera recordaba que Roma tenía un flamen dialis rebelde. Había que hacer frente a otro joven mucho más peligroso y en cierto modo más sutil, pero no lo bastante. Sí, porque el joven carnicero se pasaba de listo.

El tiempo en Nersae evolucionó como Ria había previsto, y el invierno se afianzó en unos días de cielos azules y bajas temperaturas; pero quedó abierta la vía Salaria que comunicaba con Roma, del mismo modo que la carretera de Reate a Nersae y la ruta que erizaba las montañas hacia el valle del río Aternus.

Pero César seguía al margen de estos acontecimientos debido a su progresivo empeoramiento. En la primera fase de la enfermedad, cuando estaba más lúcido, intentó levantarse para partir, dándose cuenta de que en cuanto se incorporaba le acometía un mareo que le reducía a la condición de infante que está aprendiendo a andar. El séptimo día le entró un sopor que le produjo un desmayo.

Y en ese momento llegó a la puerta de la casa Lucio Cornelio Fagites acompañado de un desconocido que había visto a César y a Burgundus en la hostería de Trebula. Sorprendida a solas (a Burgundus le había enviado a cortar leña), Ria no les pudo impedir que entraran.

—Eres la madre de Quinto Sertorio, y ése que duerme en el lecho es Cayo Julio César, el flamen dialis —dijo Fagites muy satisfecho.

—No es que esté durmiendo; es que no se despierta —replicó Ria.

—Yo veo que duerme.

—Pero no es sueño. Ni yo ni nadie podemos despertarle. Tiene unas fiebres extrañas y va a morir.

Mala noticia para Fagites, pues el precio por su cabeza no se pagaba si ésta no iba unida a un cuerpo que respirara. Como todos los sicarios de Sila, que eran libertos suyos, Lucio Cornelio Fabites carecía de escrúpulos. Era un griego delgado de poco más de cuarenta años, de los que se habían vendido voluntariamente como esclavos para librarse de la indigencia en su devastada patria, y se había pegado a Sila como una lapa, recibiendo como recompensa el cargo de jefe de los equipos de proscripción. Antes de acudir para apresar a César, ya había cobrado catorce talentos por el asesinato de hombres incluidos en las listas. La entrega de éste vivo a Sila aumentaría su fortuna a dieciséis talentos, y no le gustaba nada que trataran de engañarle.

Pero no pensaba explicar a Ria la naturaleza de su misión; se acercó a la cama de César, pagó a su informante por el servicio y le despidió. Muerto, el fugitivo no le serviría de nada, pero tal vez llevase algún dinero, y si actuaba con astucia podría arrebatárselo a la vieja, contándole un cuento.

—Bien —dijo, sacando un enorme cuchillo—. De todos modos, le cortaré la cabeza y cobraré los dos talentos.

—¡Cuidado con lo que haces, citocaccia! —chilló Ria, casi echándosele encima—. ¡No tardará en regresar un hombre que te matará antes de que toques un pelo a su amo!

—¿Quién, el gigantón germano? Pues mira, abuela, ve a buscarle. Me quedaré sentado en el borde de la cama haciendo compañía al amo —replicó el griego, sentándose junto al cuerpo inmóvil y poniéndole el cuchillo en la garganta.

Nada más salir Ria y oírla llamar a gritos a Burgundus, Fagites se dirigió a la puerta principal y la abrió para hablar con los nueve secuaces que formaban con él la decuria.

—Por ahí anda el gigante germano. Le mataremos si hace falta, pero puede que rompa los huesos a más de uno antes de que lo consigamos; así que, si es posible, hay que evitar pelear con él. El muchacho está moribundo y no nos sirve para nada —dijo Fagites—. Voy a intentar sacar el dinero que puedan llevar, pero cuando lo tenga os necesitaré para que me defendáis del germano. ¿Entendido?

Y volvió adentro para sentarse de nuevo con el cuchillo sobre la garganta de César antes de que Ria regresara con Burgundus. Un gruñido sordo brotó del pecho del germano, pero no hizo ademán de acercarse a la cama, sino que permaneció en el umbral de la puerta, retorciéndose las manazas.

—¡Muy bien! —dijo Fagites con gran naturalidad y sin mostrar temor alguno—. Mira lo que vamos a hacer, vieja. Si tienes una buena cantidad de dinero dejaré al joven con la cabeza sobre los hombros. Tengo ahí fuera nueve secuaces y puedo cortarle su precioso cuello y salir corriendo antes de que el germano llegue hasta el lecho. ¿Está claro?

—A él no trates de explicarle nada, que no habla una palabra de griego.

—¡Qué animal! Pues lo negociaré contigo, abuela, si te parece. ¿Tienes dinero?

Ria permaneció un instante con los ojos cerrados, reflexionando sobre la mejor solución a adoptar. Y, como era tan práctica como su hijo, decidió ocuparse en primer lugar de Fagites, pues César moriría antes de que Burgundus pudiera alcanzar el lecho; y luego moriría Burgundus y moriría ella. Abrió los ojos y señaló a los baldes llenos de libros que estaban en un rincón.

—Ahí hay tres talentos.

Fagites dirigió sus ojos castaño claros hacia el lugar que le indicaban y lanzó un silbido.

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