El joven Mario había sido su mejor trofeo, y había llegado a tenerle mucho afecto, encantada con su actitud juvenil, fascinada por el poder inherente al nombre de Cayo Mario y complacida por el hecho de que aquel primer cónsul tan joven la prefiriese a su madre, una Julia, y a su propia esposa, una Mucia. Por ello, había abierto de par en par las puertas de su amplia casa exquisitamente amueblada a los amigos del hijo de Mario, y su cama al reducido y selecto grupo de amigos íntimos del joven. Una vez que Carbón (a quien detestaba) había partido para Ariminum, se había convertido en la principal consejera del joven en todo género de cosas, jactándose de ser ella y no él quien mandaba en Roma.
Así, cuando llegó la noticia de que Sila estaba a punto de iniciar la marcha desde Teanum Sidicinum, y el joven Mario anunció que ya no podía demorar más unirse a sus tropas en Ad Pictas, Praecia había acariciado la idea de acompañar al joven cónsul al campo de batalla; pero no había podido ser, porque el hijo de Mario había adoptado para solventar el problema la clásica solución de abandonar Roma de noche sin anunciárselo. Praecia, nada afligida, se encogió de hombros y se dispuso a buscarse otro.
Por todas estas circunstancias, ni la madre ni la esposa del hijo de Mario habían podido despedirse de él y desearle la suerte que tanto iba a necesitar. Se había ido y nunca volvería. La noticia de Sacriportus no se había conocido en Roma hasta la matanza de Bruto Damasipo (demasiado vinculado a Carbón para sentir estima por Praecia). Entre los que habían muerto estaba Quinto Mucio Escévola, pontífice máximo, padre de la esposa del hijo de Mario y buen amigo de la madre de éste.
—Todo ha sido por culpa de mi hijo —dijo Julia a Aurelia, cuando ella acudió a su casa para ver si necesitaba algo.
—¡Tonterías! —replicó Aurelia para animarla—. La responsabilidad ha sido exclusivamente de Bruto Damasipo.
—He leído la carta que envió mi hijo desde Sacriportus, escrita de su puño y letra —había añadido Julia, conteniendo, más que los sollozos, un profundo pesar—. No podía aceptar la derrota sin esa miserable represalia. Y además, ¿cómo quieres que mi nuera vuelva a dirigirme la palabra?
César se había acurrucado en un rincón, observando sin inmutarse a las dos mujeres. ¿Cómo podía su primo haberle hecho eso a su tía Julia? ¿Y más después de la actuación del loco de su padre al final de su vida? La mujer estaba atrapada en un mar de pena como una mosca en una pella de ámbar; más hermosa que nunca por el estupor, pues no dejaba que su dolor se manifestase, y ni siquiera afloraba a sus ojos.
En ese momento había llegado Mucia, y Julia se encogió, rehuyendo su mirada.
Aurelia se había erguido tensa, con su rostro anguloso, duro y brillante.
—Mucia Tertia, ¿crees culpable a Julia del asesinato de tu padre? —preguntó.
—Claro que no —respondió la esposa del hijo de Mario, acercando una silla para poder sentarse cerca de Julia y cogerle las manos—. ¡Julia, mírame, te lo ruego!
—¡No puedo!
—¡Tienes que hacerlo! No voy a marcharme a casa de mi padre a vivir con mi madrastra, ni voy a acudir a casa de mi madre a aguantar a sus horrendos hijos. Quiero quedarme aquí con mi querida suegra.
Así se había solucionado la situación y había continuado la vida para Julia y Mucia Tertia, aunque nada supieron del asedio del joven Mario en Praeneste, y las noticias de batallas eran siempre favorables a Sila. De haber sido hijo de Aurelia, pensó César, el joven Mario poco consuelo habría obtenido en explayarse con su madre durante el interminable encierro de Praeneste. Aurelia no era tan dulce, cariñosa y comprensiva como Julia, pero, en cualquier caso —se dijo con una sonrisa—, si ella hubiera sido su madre, habría sido más parecida de carácter al joven Mario. César había heredado el distanciamiento de su madre. Y su entereza.
Las malas noticias fueron sucediéndose: Carbón había huido de noche, Sila había rechazado a los samnitas, Pompeyo y Craso habían derrotado a las tropas que Carbón había abandonado en Clusium, el Meneítos y Varrón Lúculo dominaban la Galia itálica y Sila había estado unas horas en Roma para establecer un gobierno provisional, dejando a Torcuato con la caballería tracia en apoyo del gobierno.
Pero Sila no había ido a ver a Aurelia. Circunstancia que a él le había extrañado tanto, que consideró oportuno hacer algunas indagaciones sobre aquella entrevista en Teanum Sidicinum de la que su madre había hablado tan poco. Y ahora que se había roto la tradición, ella se mostraba impasible.
—¡Hubiera debido venir a verte! —dijo él.
—No volverá a verme nunca más —contestó ella.
—¿Por qué?
—Esas visitas son agua pasada.
—¿De una época en que era guapo y presumía? —espetó César tajantemente para contener la ira que estaba a punto de brotarle.
Aurelia se quedó de piedra y le dirigió una mirada apabullante.
—¡Eres estúpido y ofensivo! ¡Sal de aquí!
La dejó a solas y no volvió a sacar el tema a colación. Su relación con Sila era asunto exclusivo de ella.
Les llegó la noticia de la torre de asalto construida por el hijo de Mario y su desastroso final, así como de los otros intentos por romper el cerco. Y, luego, el último día de octubre llegó la sorprendente noticia de que noventa mil samnitas habían ocupado el campamento de Pompeyo Estrabón ante la puerta Colina.
Los dos días que siguieron fueron los peores en la vida de César. Agobiado por sus atavíos de sacerdote, impedido de empuñar una espada y de mirar la muerte en el momento de producirse, se encerró en su despacho y se entregó a la redacción de un nuevo poema épico —no en griego, sino en latín— y en hexámetros dactílicos para mayor dificultad. Le llegaba nítidamente el fragor del combate, pero se hacía el sordo, esforzándose en pulir aquellos difíciles espondeos, ansiando acudir a la lucha, y diciéndose que igual le hubiese dado un bando u otro con tal de combatir…
Y una vez cesó el fragor, salió impetuosamente del despacho por la noche y se encontró con su madre, inclinada en su cuarto sobre los libros de cuentas, y se detuvo en el umbral lleno de indignación.
—¿Cómo voy a escribir sobre lo que me está vedado hacer? —exclamó—. ¿La literatura noble no trata acaso de la guerra y los guerreros? ¿Perdió, por ventura, Homero el tiempo en floridas chácharas? ¿Se dignó Tucídides consagrar su pluma al tema de la apicultura?
Ella sabía perfectamente cómo apaciguarle, y se contentó con replicarle en tono frío y objetivo:
—Probablemente no.
Y volvió a enfrascarse en las cuentas.
Y aquella noche fue el final: el hijo de Julia había muerto, todos habían muerto y Roma era de Sila, que ni vino a verles ni les envió recado alguno.
Que el Senado y la Asamblea centuriada le habían nombrado dictador era de dominio público, y todos lo comentaban; pero fue Lucio Decumio quien contó a César y a Cayo Matio, el que vivía encima de él, lo de la desaparición de caballeros.
—Todos los que se han enriquecido con Mario, Cinna o Carbón. Y no es casualidad. Suerte que tu tata ha muerto hace años —dijo Lucio Decumio a Cayo Matius—. Y el tuyo, seguramente también, Pavo —añadió, dirigiéndose a César.
—¿A qué te refieres? —preguntó Matius, frunciendo el ceño.
—Pues a que por Roma andan unos tipos siniestros de aspecto anodino apresando a los caballeros ricos —contestó el encargado de la fratría del cruce—. Son casi todos libertos, pero no como esos griegos chismosos preocupados por sus novios; éstos se llaman todos Lucio Cornelio no sé cuantos, pero mis hermanos y yo los llamamos Silanos, porque son hombres suyos. ¡Yo os digo que no prometen nada bueno, y os aseguro que van a echar mano a muchísimos caballeros ricos!
—¡Sila no puede hacer eso! —dijo Matius, apretando los labios.
—Sila puede hacer lo que se le antoje —replicó César—. Le han nombrado dictador, que es mejor que ser rey porque sus edictos tienen fuerza de ley y no está atado por la lex Cecilia Didia de los diecisiete días que deben transcurrir entre la promulgación y la ratificación, ni tiene que presentarlas al Senado ni a las asambleas. Y no se le puede pedir explicaciones por nada de lo que haga, ni por nada de lo que haya hecho antes. Ahora que te advierto —añadió pensativo—, que si Roma no se conduce con mano firme está acabada. Así que espero que todo le salga bien y que tenga la visión y el valor para hacer lo que sea preciso.
—¡Ese hombre tiene redaños para hacer lo que sea! —comentó Lucio Decumio.
Viviendo en el corazón del Subura, el barrio más pobre y políglota de Roma, las proscripciones de Sila no influían tanto en sus vidas como en barrios lujosos como la Carinae, el Palatino, el alto Quirinal y el Viminal. Aunque había muchos caballeros de la primera clase entre los pobres del barrio, pocos eran de categoría superior a la de tribunus aerarius y pocos tenían la clase de vinculación política que pusiese en peligro su vida ahora que Sila estaba en el poder.
Cuando quedó expuesta la primera lista con el nombre del hijo de Mario en segundo lugar, Julia y Mucia Tertia fueron a ver a Aurelia, y, como la visita solía efectuarse a la inversa, fue para ella una sorpresa. Se debía a la lista, de la que aún no se tenía noticia en el Subura. Sila no había dejado que Julia estuviera en ascuas respecto a su destino.
—Me ha llegado un aviso por mano del pretor urbano electo, el joven Dolabela —dijo Julia temblorosa—. ¡Un hombre bien desagradable! Han confiscado las propiedades de mi pobre hijo. Lo hemos perdido todo.
—¿Tu casa también? —inquirió Aurelia demudada.
—Todo. Traía una lista detallada. Todas las rentas de minería de Hispania, las tierras de Etruria, nuestra villa en Cumas, la casa de Roma, las otras tierras que Cayo Mario había comprado en Lucania y Umbría, los latifundia trigueros del río Bagradas en la provincia de África, los obradores de tintado de lana en Hierápolis y las fábricas de vidrio de Sidón. Hasta la granja de Arpino. Ahora todo es de Roma, y me han dicho que va a ser vendido en subasta.
—¡Oh, Julia!
Como era una Julia, tuvo la entereza de esbozar una sonrisa y alzar la vista.
—Bueno, no todo son malas noticias. Me han entregado una carta de Sila por la que me autoriza a recibir del Estado cien talentos de plata, que es la cantidad en que se estima mi dote, si Cayo Mario me hubiese otorgado una; pues, como bien saben los dioses, llegué al matrimonio sin un denario. Pero me van a dar esos cien talentos porque, según dice Sila, soy hermana de Julilla y, en recuerdo de ella, que fue su esposa, no quiere que quede en la indigencia. En realidad, es una carta muy cumplida.
—Es bastante dinero —dijo Aurelia, apretando los labios—, pero no es nada comparado con lo que tenías.
—Pero podré comprarme una bonita casa en el Vicus Longus o en la alta Semita, y me dará una renta suficiente. Por supuesto que el Estado se queda con los esclavos, pero Sila me permite quedarme con Strofantes, ¡no sabes cómo me alegro! El pobre viejo está trastornado por la pena —hizo una pausa, con los verdes ojos bañados en lágrimas, no por ella, sino por el mayordomo—. En fin —continuó—, me las arreglaré sin pasar grandes apuros, en comparación con las viudas o madres de los otros proscritos, que lo pierden todo.
—¿Y tú, Mucia Tertia? —preguntó César—. ¿Te han clasificado como Mariana o Muciana?
En seguida advirtió que no mostraba el menor dolor por su esposo ni lástima por su condición de viuda. En el caso de tía Julia, bien sabía que estaba afligida, aunque no lo demostrase, pero ¿y Mucia Tertia?
—Me han clasificado como Mariana —contestó ella—; así que he perdido mí dote. Las propiedades de mi padre estaban muy endeudadas y no me dejó nada en su testamento. En cualquier caso, de habérmelo dejado, mi madrastra me lo hubiera arrebatado. Mi madre no tendrá problemas porque Metelo Nepote no corre peligro, al ser partidario de Sila; pero antes que en mí, tienen que pensar en sus dos hijos. Ya lo hemos hablado Julia y yo por el camino, y me iré a vivir con ella. Sila me ha prohibido volver a casarme por haber sido esposa de un Mario. De todos modos, no deseo otro esposo.
—¡Es una pesadilla! —exclamó Aurelia, mirándose las manos llenas de tinta y algo hinchadas en los nudillos—. A lo mejor a nosotros nos incluyen también en la lista, ya que mi esposo fue siempre partidario de Cayo Mario y de Cinna antes de morir.
—Pero la insula está a tu nombre, mater —dijo César—, y como todos los Cotta son partidarios de Sila, no te la confiscarán. Yo quizá pierda mis tierras, pero por ser flamen dialis tendré mi sueldo del Estado y casa en el Foro. Me imagino que Cinnilla perderá la dote, tal como están las cosas.
—Tengo entendido que los parientes de Cinna lo pierden todo —dijo Julia suspirando—. Sila quiere acabar con la oposición.
—¿Y Annia? ¿Y la hija mayor, Cornelia Cinna? —preguntó Aurelia—. A mí Annia nunca me ha gustado; nunca fue buena madre de la pequeña Cinnilla, y se volvió a casar con escandalosa prisa nada más morir Cinna. Supongo que no sufrirá represalias.
—Exactamente. Lleva ya un tiempo casada con Pupio Pisón Frugi, y la clasificarán bajo ese patronímico —dijo Julia—. Dolabela me ha contado muchas cosas; parecía estar deseando decirme quiénes son los que van a pasarlo peor. La pobre Cornelia Cinna está clasificada con Cneo Ahenobarbo; ya perdió la casa la primera vez que vino Sila, y ahora Annia no se hará cargo de ella. Creo que vive en la vía Recta con una vieja tía que es vestal.
—¡Ah, cuánto me alegro de que mis hijas están casadas con hombres que no son muy descollantes! —exclamó Aurelia.
—Yo tengo otra noticia —dijo César para distraer la atención de las mujeres de los graves problemas.
—¿Cuál? —inquirió Mucia Tertia.
—Lépido debió imaginarse lo que iba a suceder, porque ayer se divorció de su mujer Apuleya, hija de Saturnino.
—¡Ah, pobre mujer! —exclamó Julia—. Puedo comprender que se castigue a los que han combatido a Sila, pero ¿por qué han de pagar sus hijos y los hijos de sus hijos? ¡Y esa historia de Saturnino pertenece al pasado! A Sila le tiene sin cuidado Saturnino, ¿por qué ha hecho eso Lépido con ella, que le ha dado tres hijos espléndidos?
—No le dará ninguno más —añadió César—, porque se abrió las venas en un baño caliente. Y ahora Lépido anda por ahí sollozando arrepentido. ¡Uf!
—Oh, él siempre ha sido así —añadió Aurelia con desdén—. No es que pretenda que no haya en el mundo hombres débiles, pero lo malo de Marco Emilio es que se cree enérgico.