Favoritos de la fortuna (15 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

A Servilia le tenía sin cuidado Carbón, pese a que reconocía que era un hombre importante; pero ella había advertido con toda justicia que era un hombre que antepondría sus intereses a los de Roma y no estaba muy segura de que Bruto tuviera suficiente clarividencia para darse cuenta de los defectos de Carbón. La presencia de Sila en Italia la preocupaba profundamente, pues ella tenía buen criterio político y veía el esquema de los acontecimientos que se avecinaban con más agudeza que muchos hombres que llevaban media vida en el Senado. De una cosa estaba segura: de que Carbón no tenía suficiente vigor para mantener a Roma unida ante la amenaza de un hombre como Sila.

Apartó los ojos de la celosía y arrimó el oído para escuchar, arrodillándose en la dura terracota de la galería. Y ahora comenzaba a nevar. ¡Vaya gracia! Los copos formaban un velo entre su abrigado cuerpo y la actividad doméstica que se desarrollaba al fondo del jardín peristilo, en la cocina, de la que entraban y salían criados. No es que la preocupase que la vieran, pues nadie iba a atreverse a criticar que en su casa estuviese donde quisiera, en la postura que se le antojara; pero es que prefería aparecer ante la servidumbre como un ser superior, y los seres superiores no se arrodillan bajo la ventana del marido a escuchar.

De pronto, se puso tensa y prestó más oído. ¡Carbón y su marido volvían a conversar!

—Hay algunos hombres convenientes entre los posibles candidatos al cargo de pretor —decía Bruto—. Carrinas y Damasipo son capaces y tienen popularidad.

—¡Uf! —exclamó Carbón—. Un joven imberbe les derrotaría igual que a mí; pero, a diferencia mía, a ellos al menos les han advertido que Pompeyo es tan cruel como su padre y diez veces más astuto. Si Pompeyo se presentase a pretor, obtendría más votos que Carrinas y Damasipo juntos.

—La victoria fue de los veteranos de Pompeyo —comentó Bruto conciliador.

—Puede. Pero si así es, Pompeyo les dio rienda suelta —impaciente por hablar del futuro, Carbón cambió de tema—. No son los pretores lo que me preocupa, Bruto. Me preocupa el consulado, por las siniestras perspectivas que planteas. En caso necesario, sería yo mismo candidato. ¿Pero a quién puedo elegir por colega? ¿Quién es capaz en esta maldita ciudad de apoyarme en vez de hundirme? No cabe duda de que en primavera habrá guerra. Sila no ha estado bien de salud, pero mis informadores me han dicho que para la próxima campaña estará más que repuesto.

—Su enfermedad no ha sido el único motivo de su irresolución este año —añadió Bruto—. Hemos sabido que se ha mantenido inactivo para que Roma se aviniese a capitular sin hacer la guerra.

—¡Pues ha sido en vano! —replicó Carbón furioso—. ¡Bah, basta de especulaciones! ¿A quién puedo nombrar mi colega consular?

—¿No tienes ninguna idea? —inquirió Bruto.

—Ninguna. Necesito alguien capaz de animar a la gente… alguien que mueva a los jóvenes a alistarse y que suscite en los viejos deseos de hacerlo. Un hombre como Sertorio, aunque tú dices que no acepta.

—¿Y Marco Mario Gratidiano?

—Es un Mario por adopción, y no es suficiente. Yo quería a Sertorio porque es un Mario por vínculos de sangre.

Se hizo una pausa; al oír el suspiro que profería su marido, Servilia se quedó totalmente quieta, decidida a no perderse palabra de lo que dijese.

—Si lo que quieres es un Mario —dijo Bruto despacio—, ¿por qué no el hijo de Mario?

Se hizo otra pausa, pero no de estupefacción, pues Carbón replicó:

—¡No puede ser! Edepol, Bruto, no tendra mas que veinte años!

—Tiene veintiséis.

—¡Le faltan cuatro años para el Senado!

—Constitucionalmente, no hay límite de edad, a pesar de la lex Villia annalis. Manda la costumbre, y te sugiero que hagas que Perpena le nombre senador inmediatamente.

—No le llega a su padre a la altura del zapato —exclamó Carbón.

—¿Y eso importa, Cneo Papirio? ¿Tú crees que importa? Admito que en Sertorio habrías encontrado el Mario ideal. No hay nadie en Roma más capaz para el mando militar ni a quien la tropa respete más, pero no acepta. Así, ¿quién más hay, aparte del hijo de Mario?

—Desde luego se produciría un alud de alistamientos —dijo Carbón en voz baja.

—Y lucharían por él como los espartanos por Leónidas.

—¿Tú crees que podría?

—Creo que le gustaría probar.

—¿Quieres decir que ya ha expresado deseos de ser cónsul?

Bruto se echó a reír, cosa rara en él.

—¡No, Carbón, claro que no! Aunque es bastante engreído, en realidad no es muy ambicioso. Lo que quiero decir es que creo que si hablases con él y le ofrecieses esa oportunidad la aceptaría sin dudarlo. Hasta ahora, no ha tenido en su vida ocasión alguna de emular a su padre. Y al menos en cierto modo, esto le daría la oportunidad de superar a su padre. Cayo Mario accedió tarde al cargo, y él sería cónsul con menos años aún que Escipión el Áfricano. Independientemente de como actúe, eso ya le dará fama.

—Si actúa la mitad de bien que Escipión el Áfricano, Roma no correrá peligro con Sila.

—No abrigues esperanzas de que el joven Mario sea Escipión el Áfricano —dijo Bruto—. Del único modo que supo impedir que el cónsul Catón perdiese una batalla fue apuñalándole por la espalda.

Carbón se echó a reír, cosa habitual en él.

—Si, al menos eso fue una ventura para Cinna, porque Mario le pagó una fortuna para que no prosperase la acusación de homicidio.

—Sí —añadió Bruto muy serio—, pero esa historia debería darte una idea de las dificultades que tendrás con el hijo de Mario como colega consular.

—¿No debo darle la espalda?

—No le entregues tus mejores tropas; deja que demuestre que sabe mandar antes de cedérselas.

Se oyó ruido de patas de sillas que se mueven; Servilia se puso en pie y echó a correr hacia su cálido obrador, en donde la joven que lavaba la ropa del niño disfrutaba de la rara oportunidad de abrazar al pequeño Bruto.

El arrebato de unos celos terribles surgió en lo más profundo de Servilia sin que pudiera dominarlo, y su mano golpeó con tal furor la mejilla de la muchacha que la hizo caer de la cuna en que estaba encaramada, soltando al niño, que no cayó al suelo porque la madre se apresuró a cogerlo, y apretándolo frenética contra su pecho, echó a la criada del cuarto a puntapiés.

—¡Mañana te vendo! —dijo a voz en grito por la galería porticada del jardín—. ¡Dito! ¡Dito! —gritó ya más calmada.

El mayordomo, cuyo florido nombre era Epafrodito, llegó a la carrera.

—Decid, domina.

—Azota a esa muchacha gala que me asignaste para lavar la ropa del niño, y véndela por mala esclava.

—Pero, domina, si es estupenda —replicó el mayordomo sin salir de su asombro—. ¡No sólo lava bien, sino que adora al niño!

Servilia abofeteó a Epafrodito casi con la misma saña con que lo había hecho con la joven, y a continuación profirió una retahíla de obscenidades.

—¡Escucha, fellator griego consentido y cebón! ¡Cuando te dé una orden la obedeces sin decir palabra y sin protestar! ¡ Me trae sin cuidado que no seas mío, así que no vayas gimoteando al amo o lo sentirás! Ahora, lleva a la chica a tus dependencias y aguarda a que yo vaya, porque sé que te gusta y no la azotarás fuerte si no estoy yo delante.

La marca rojiza de la bofetada con todos los dedos bien marcados no le provocó tanto miedo como las palabras del ama, que le hicieron salir de estampida.

Servilia no pidió otra doncella, sino que ella misma arropó al pequeño con un chal de lana fina, y con él se fue a las dependencias del mayordomo. La muchacha estaba atada y Epafrodito, con lágrimas en los ojos, no tuvo más remedio que azotarla, bajo la mirada de basilisco del ama, hasta dejarle la espalda en carne viva. Del cuarto surgían fuertes gritos que ni la intensa nevada amortiguaba; pero el amo no se presentó a ver qué sucedía, pues había salido con Carbón a ver al hijo de Mario, como Servilia había supuesto.

Finalmente hizo una seña al mayordomo y éste bajó el látigo.

Servilia se aproximó a la muchacha a ver su obra de cerca y pareció satisfacerla.

—¡ Bien! No volverá a crecerle la piel en la espalda. No vale la pena ponerla a la venta porque no nos darían ni un sestercio. Crucifícala ahí afuera en el peristilo; así os servirá a todos de advertencia. ¡Y no le quiebres las piernas! Que muera despacio.

Y a su obrador se volvió Servilia, para cambiar de pañales a su hijo. Tras lo cual, lo sentó en su regazo y le contempló arrobada, inclinándose a besarle con ternura, hablándole con voz suave y en falsete.

Componían una bella estampa: el niñito moreno sobre las rodillas de la madre, una mujer hermosa de cuerpo firme y voluptuoso, y rostro afilado con aire de misterio por su boca fruncida y sus ojos de pesados párpados. No obstante, el niño no tenía más que el atractivo de su corta edad, pues, en realidad, era simplón y apático, lo que la gente llama un niño «muy bueno», de los que apenas lloran y no dan guerra.

Y así se los encontró Bruto a su regreso de casa del hijo de Mario; escuchó en silencio la historia, sucintamente contada, de la lavandera y su castigo. Como él no se entrometía en las eficientes disposiciones domésticas de Servilia (jamás la casa había funcionado tan bien, eso desde luego), no modificó en nada la sentencia de su esposa, y cuando después el mayordomo acudió a su llamada, no le preguntó qué era aquella figura cubierta de nieve que colgaba desmadejada de una cruz en el jardín.

—¡César! ¿Dónde estás, César?

El joven salió descalzo del que había sido el despacho de su padre, con una pluma en una mano y un rollo en la otra, vestido con una sutil túnica, y frunciendo el ceño porque la voz de su madre había interrumpido sus reflexiones.

Pero a ella, bien abrigada bajo varias capas de finísima tela de lana casera, le preocupaba más el bienestar de su cuerpo que el rendimiento de su mente, y dijo enojada:

—Oh, ¿pero es que no te das cuenta del frío que hace? No, claro que no. ¡Y sin zapatillas! César, tu horóscopo indica que sufrirás una terrible enfermedad aproximadamente a esta edad, y tú lo sabes bien. ¿Por qué tientas a la Fortuna? Los horóscopos se encargan al nacer para tratar de evitar los posibles riesgos. ¡Sé bueno!

Estaba sinceramente preocupada —y él lo sabía— por lo que le dirigió una de sus célebres sonrisas, una especie de muda disculpa que no afectase a su orgullo.

—¿Qué sucede? —preguntó, resignándose nada más verla a tener que abandonar su trabajo, pues vio que estaba vestida para salir.

—Tu tía Julia quiere que vayamos a su casa.

—¿Ahora? ¿Con este tiempo?

—Me alegra que te hayas dado cuenta del tiempo que hace, aunque no te induzca a vestirte como es debido —replicó Aurelia.

—Mater, tengo un brasero. Mejor dicho, dos.

—Pues entra y vístete —dijo ella—, que aquí llega un viento helado del patio. Y busca a Lucio Decumio —añadió antes de que él le diera la espalda—. Quiere que vayamos todos.

Es decir, con sus dos hermanas; cosa que le sorprendía. Debía ser una importante reunión de familia. Estaba a punto de decir que no necesitaba ir con Lucio Decumio, y que él mismo se valía para proteger a cien féminas, pero optó por callar. ¿A qué intentar lo imposible? Aurelia siempre imponía su voluntad.

Cuando salió de sus aposentos vestía los atavíos de flamen dialis, aunque con un tiempo como aquél se había provisto de tres túnicas debajo, polainas de lana y calcetines, y unos zapatones sin correas ni cordones. La laena de sacerdote sustituía a la toga viril; era una absurda prenda doble cortada en círculo con un orificio en el centro para introducir la cabeza, y ricamente adornada con amplias listas alternas escarlata y púrpura; le llegaba hasta las rodillas y le tapaba totalmente brazos y manos, lo que implicaba, pensó entristecido (tratando de encontrar alguna ventaja en la detestada prenda), que no necesitaba llevar mitones. Cubría la cabeza con el apex, un casco de marfil ajustado, rematado por un pincho en el que iba clavado un grueso disco de lana.

Desde que oficialmente se había convertido en hombre, César había tenido que avenirse a los tabúes que rodeaban al flamen dialis: no hacía ejercicios militares en el Campo de Marte, no dejaba que ningún objeto de hierro tocase su persona, no llevaba nudos ni hebillas, no saludaba a ningún perro, todo el calzado que gastaba estaba confeccionado con piel de algún animal muerto accidentalmente y sólo comía los alimentos estipulados por su condición de sacerdote. Que su mentón no ostentase barba se debía a que se la rasuraba con una navaja de bronce y que llevase botas en sustitución de los molestos chanclos del flamen dialis se debía exclusivamente a que él mismo había ideado una bota sin cordones que se ajustaba bien al tobillo y a la pantorrilla.

Ni siquiera su madre sabía cuánto detestaba aquella sentencia de por vida obligándole a ser sacerdote de Júpiter. Cumplidos ya los quince años, había aceptado la absurda imagen sacerdotal sin ninguna protesta, y Aurelia había suspirado aliviada. Poco había durado su rebeldía, pero lo que no podía saber era la verdadera razón de su sumisión: él era romano hasta la médula, lo que significaba que aceptaba sin rechistar las costumbres de su país, y, además, era enormemente supersticioso. ¡Tenía que obedecer! Si no lo hacía, nunca obtendría el favor de la Fortuna, que no le sonreiría ni valoraría sus esfuerzos y no le procuraría suerte. Porque a pesar de su odioso castigo, aún creía que la Fortuna le otorgaría una solución… si hacía cuanto podía por servir a Júpiter Optimus Maximus.

Así, la obediencia no significaba aceptación, como creía Aurelia. Su obediencia no era más que un modo de detestar más cada día que pasaba su condición de flamen dialis; condición más que detestable por no existir modo legal de deshacerse de ella. El anciano Cayo Mario había sabido encadenarle para siempre. A menos que la Fortuna le liberase.

Ya tenía diecisiete años, y le faltaban siete meses para cumplir los dieciocho; pero parecía mayor y adoptaba una actitud de cónsul que ha sido censor. Su estatura y sus anchos hombros contribuían a esa imagen, desde luego, aparte de su atlética constitución. Ya hacía dos años y medio que había muerto su padre, por lo que se había convertido muy joven en paterfamilias, condición que asumía con toda naturalidad. La hermosura de su niñez no se había malogrado, pero ahora era más viril; su apéndice nasal —por ventura de los dioses— se había prolongado convirtiéndose en una protuberante nariz romana, librándole de una guapura que habría sido una tríste tara para quien con tanto anhelo deseaba ser un hombre en todos los aspectos: militar, estadista y amante de mujeres sin que se sospechase que era también amante de hombres.

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