Favoritos de la fortuna (83 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Durante el mes de septiembre, Filipo no dejó de bramar en la cámara mientras Catulo y Lépido, ya reclutadas las fuerzas, se dedicaban a adiestrarlas y perfeccionarlas. Luego, nada más comenzar octubre, Filipo logró que el Senado exigiera a Lépido regresar a Roma para celebrar las elecciones curules. El requerimiento le llegó a Lépido en el campamento en las afueras de Saturnia, y él envió su respuesta por el mismo correo.

«No puedo irme en la actual coyuntura. Esperadme o nombrad a Quinto Lutacio», les dijo.

Ordenaron regresar de Campania a Quinto Lutacio Catulo, pero no para celebrar las elecciones; no entraba en los planes de Filipo conceder este favor a Lépido, y Cetego se alió con él de tal modo que todo lo que Filipo pedía lo aprobaban tres cuartos de la Cámara.

A todo esto aún no se había emprendido ninguna acción contra Faesulae, que había cerrado sus puertas y estaba a la expectativa, muy contenta de que Roma no acabara de decidir lo que había que hacer.

Enviaron un nuevo requerimiento a Lépido, pidiéndole que regresara inmediatamente a Roma para celebrar las elecciones, y Lépido volvió a negarse. Tras lo cual, Filipo y Cetego dijeron a los senadores que había que considerar a Lépido como sublevado, y que tenían pruebas de sus tratos y acuerdos con los rebeldes de Etruria y Umbría, y que su primer legado, el pretor Marco Junio Bruto, estaba también implicado.

Servilia decía en carta a Lépido:

Creo que por fin he podido descubrir lo que se esconde en la maniobra de Filipo, aunque no tengo prueba concluyente de mis sospechas. No obstante, ten por seguro que quien mueve a Filipo mueve también a Cetego.

He analizado varias veces las actas que recogen el primer discurso de Filipo. y he hablado bastante con mujeres que pueden saber algo, salvo con la odiosa Praecia, que ahora es la reina de la mansión de Cetego, parece que como soberana exclusiva. Hortensia no sabe nada porque estoy convencida de que su esposo Catulo no sabe nada. Sin embargo, pude obtener la clave esencial de una Julia, la viuda de Cayo Mario; ¡puedes hacerte idea de hasta dónde han llegado mis indagaciones!

Su antigua nuera, Mucia Tercia, está casada ahora con un joven arribista de Piceno, un tal Cneo Pompeyo que tiene la audacia de hacerse llamar Magnus. No es miembro del Senado, pero es riquísimo, muy descarado y con ambiciones de brillar. Tuve que tener muchísimo tacto para no dar a Julia la impresión de que andaba recabando información, pero ella es muy sincera cuando confía en alguien, y desde el principio se mostró bien predispuesta hacia mí por la lealtad que mostró el padre de mi esposo hacia Cayo Mario, a quien, como recordarás, acompañó al exilio durante el primer consulado de Sila.

Resulta, además, que Julia detesta a Filipo desde que se vendió a Cayo Mario hace años; por lo visto, Cayo Mario le despreciaba a pesar de que se sirvió de él. Bien, en mi tercera visita (juzgué conveniente ganarme la confianza de Julia, antes de mencionar de pasada a Filipo) llevé la conversación al tema de la actual situación y de los posibles motivos de Filipo para hacerte su víctima, y Julia me dijo que pensaba, por algo que Mucia Tercia le había comentado durante su última visita a Roma, que Filipo está ahora al servicio de ese Pompeyo. ¡Igual que Cetego!

No pregunté nada más. Realmente no hacía falta. Desde aquella primera conversación, Filipo no ha dejado de machacar la cláusula especial de la ley de Sila autorizando al Senado a buscar fuera de él un jefe militar o un gobernador si no hubiese una persona adecuada para el cargo en la cámara. ¿Aún no ves lo que esto tiene que ver con la situación? Te confieso que yo tampoco lo veía hasta que me puse a reflexionar sobre la actuación de Filipo en los últimos treinta años.

Y llegué a la conclusión de que Filipo sólo actúa para quien le paga, y quien le paga es Pompeyo. Filipo no es un Cayo Graco ni un Sila, él no tiene una estrategia bien pensada para inclinar al Senado y lograr la destitución de todos los que estáis organizando la campaña contra Faesulae, y nombrando a Pompeyo en vuestro lugar. Seguramente sabe de sobra que el Senado no lo haría bajo ninguna circunstancia, pues en este momento hay muchos senadores con capacidad militar. Si cayesen los dos cónsules —posibilidad que, de momento, es difícil considerar— no hay nadie más que Lúculo para cubrir el hueco, y él es pretor este año, lo que quiere decir que ya tiene el imperium.

No, Filipo se contenta con armar el mayor alboroto posible para tener la oportunidad de recordar al Senado que existe esa cláusula de Sila sobre el mando especial. Y es de suponer que Cetego le apoya porque está también comprometido con Pompeyo. ¡No por dinero, evidentemente! Pero hay medios aparte del dinero, y en el caso de Cetego podría ser cualquier cosa.

Por consiguiente, mi querido Lépido, creo que eres hasta cierto punto una víctima casual, que tu valentía para decir lo que piensas, aunque vaya en contra de la mayoría del Senado, le ha dado a Filipo ocasión para hacerte blanco de sus ataques a cambio de las colosales sumas que le estará pagando Pompeyo. Presiona a favor de uno que no es senador, pero considera importante contar con una fuerte facción en el senado para el día en que sus servicios sean requeridos.

Con toda sinceridad, te diré que podría equivocarme; pero no lo creo.

—Esta explicación tiene mucha más lógica que todo lo que yo había oído — dijo Lépido al esposo de la autora de la carta, después de haberla leído en voz alta para darle a conocer el contenido.

—Estoy de acuerdo con Servilia —dijo Bruto admirado—. No creo que se equivoque. Siempre acierta.

—Bien, amigo mío, ¿qué hago? ¿Regreso a Roma como buen muchacho, celebro las elecciones curules y paso a un segundo plano, o intento lo que quieren que haga los cabecillas de Etruria y nos rebelamos contra Roma?

Era una pregunta que Lépido se había planteado muchas veces desde que había comprendido que Roma no iba a permitir que restableciese la normalidad y prosperidad de Etruria y Umbría. Su dilema era su orgullo y cierta necesidad acuciante de destacar entre los demás; lamentablemente, en este caso, consulares romanos. Desde la muerte de su esposa, su propia vida había perdido valor para él al extremo de que la consideraba de escasa importancia; casi había olvidado el motivo real de su suicidio, cometido para que los hijos quedasen a salvo de represalias políticas. Escipión Emiliano y Lucio le apoyaban incondicionalmente, y Marco era aún un niño, pero era en él en quien se cumplía la tradición familiar de los Lépidos de ser el varón que había nacido con una mancha en la cara, y eso era un fenómeno que indicaba que sería durante toda su vida un favorito de la Fortuna. ¿Por qué había de preocuparse, pues, de sus hijos?

Para Bruto el dilema era muy distinto, aunque no temiese la derrota. No, lo que atraía a Bruto de este plan era el agotamiento de sus ocho años de matrimonio con la patricia Servilia, el convencimiento de que ella le consideraba un hombre simplón, aburrido, de poco interés, flojo, despreciable. Él no la amaba, pero con el paso de los años, conforme sus amigos y colegas elogiaban cada vez más las opiniones políticas de ella, se había dado cuenta de que su esposa encarnaba un personaje singular cuya aprobación de lo que él hacía contaba enormemente. En la situación actual, por ejemplo, la carta la había dirigido al cónsul Lépido, no a él. De él prescindía. Y eso le avergonzaba. Y además se daba cuenta de que a ella también le avergonzaba. Si quería recuperar su estima tenía que hacer algo valiente, honorable y señalado.

Por eso Bruto respondió al interrogante de Lépido en vez de pasarlo por alto.

—Creo que debes hacer lo que están empeñados en que hagas y erigirte en caudillo de la sublevación de Etruria y Umbría contra Roma.

—De acuerdo —dijo Lépido—. Lo haré. Pero al comienzo del año nuevo, cuando no me ate ese absurdo juramento.

Al llegar las calendas de enero, Roma estaba sin magistrados curules porque no se habían celebrado las elecciones. En el último día del año Catulo había convocado al Senado para informarle de que al día siguiente habría de enviar los fasces al templo de Venus Libitina y nombrar al primer interrex. El magistrado supremo provisional llamado interrex desempeñaba el cargo durante cinco días como custodio de Roma; tenía que ser patricio, portavoz de su decuria senatorial y, en el caso del primer interrex, el primer patricio de la cámara. Al sexto día le sucedía en el cargo de interrex el segundo patricio del Senado portavoz de su decuria, y era este segundo interrex quien celebraba las elecciones.

Así, al amanecer del primer día del año, la cámara nombró a Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, primer interrex, y los candidatos a los cargos de cónsules y pretores comenzaron sus frenéticos sondeos. El interrex envió un breve mensaje a Lépido ordenándole dejar su ejército y regresar inmediatamente a Roma, y recordándole que había jurado no enfrentar sus legiones contra su colega.

A mediodía de la tercera jornada en que desempeñaba su cargo de interrex Flaco, príncipe del Senado, Lépido envió su respuesta.

Te recuerdo, príncipe del Senado, que ahora soy procónsul, no cónsul. Que cumplí mi juramento, el cual ya no me obliga al ser procónsul, habiendo dejado de ser cónsul. Cedo complacido mi ejército consular, pero te recuerdo que ahora soy procónsul, me ha votado un ejército proconsular y no pienso cederlo. Como mi ejército consular constaba de cuatro legiones y mi ejército proconsular consta también de cuatro legiones, es evidente que no tengo que ceder nada.

No obstante, estoy dispuesto a regresar a Roma con las siguientes condiciones: que se me reelija cónsul, que todos los iugerum de tierras confiscadas de Italia sean devueltos a sus antiguos propietarios, que los derechos y bienes de los hijos y nietos de los proscritos les sean devueltos y que les sean restituidos a los tribunos de la plebe todos sus poderes.

—¡Con eso —dijo Filipo a los miembros del Senado— hasta al más lerdo comprenderá lo que intenta Lépido! Para darle lo que pide hay que destrozar la constitución que Lucio Cornelio Sila elaboró con tanto esfuerzo, y Lépido sabe perfectamente que no lo haremos. Lo que equivale a una declaración de guerra. Por lo tanto, suplico a la Cámara la aprobación de un senatus consultum de re publica defendenda.

Pero la medida requería un debate sereno, y el Senado no aprobó el decreto inapelable hasta el último día del mandato de Flaco como primer interrex. Una vez aprobado, la autoridad para defender a Roma contra Lépido le fue oficialmente conferida a Catulo, a quien se ordenó regresar con su ejército y disponerse al combate.

El sexto día de enero, Flaco, príncipe del Senado, cedió su cargo, y la cámara nombró segundo interrex a Apio Claudio Pulcro, que aún estaba en Roma recuperándose de su larga enfermedad. Y como Apio Claudio Pulcro ya estaba mucho mejor, puso manos a la obra, convocó la asamblea centuriada y preparó las elecciones curules, que habían de celebrarse, dijo, en un plazo de dos días dentro de las murallas servianas del Aventino; un lugar fuera del pomerium, pero bien a cubierto de cualquier acción militar que pudiese emprender Lépido.

—Qué raro —dijo Catulo a Hortensio antes de partir para Campania — que después de tantos años sin gozar del privilegio de elegir libremente los magistrados, sea tan difícil celebrar elecciones. Es como si estuviésemos acostumbrándonos a que haya alguien que nos haga las cosas como una madre a sus pequeñuelos.

—¡Eso son fantasías sin sentido, Quinto! — replicó Hortensio con frialdad—. Si acaso, admitiré que es una curiosa coincidencia que el primer año que tenemos libertad para elegir a los magistrados nos salga un cónsul que ignora los principios de su cargo. Tengo que señalarte que estamos celebrando las elecciones y que el gobierno de Roma continuará como siempre en años venideros.

—¡Pues esperemos que los electores sepan elegir tan acertadamente como lo hizo Sila! —respondió Catulo, ofendido.

Pero fue Hortensio quien dijo la última palabra.

—¡Olvidas, querido Quinto, que fue Sila quien eligió a Lépido!

En general, los dirigentes del Senado (entre ellos Catulo y Hortensio) quedaron complacidos con el acierto de los electores. El primer cónsul fue un anciano de hábitos sedentarios pero de buena capacidad, Décimo Junio Bruto, y el segundo nada menos que Mamerco. Era evidente que los electores tenían la misma buena opinión de los Cotta que Sila, pues el año anterior el dictador había elegido a Cayo Aurelio Cotta para un pretorado, y aquel año los electores volvían a elegir pretor a su hermano Marco Aurelio Cotta, y, al sortear los cargos, le tocó praetor peregrinus.

Como se había quedado en Roma en previsión de lo que pudiera suceder, Catulo se apresuró a ofrecer el mando de la guerra contra Lépido a los nuevos cónsules. Tal como esperaba, Décimo Bruto lo rehusó alegando su edad y la falta de adecuada experiencia militar, y fue Mamerco quien aceptó. Mamerco, que acababa de cumplir cuarenta y cuatro años, tenía una buena hoja de servicios y había combatido en todas las campañas de Sila. Pero inesperados acontecimientos y la intervención de Filipo se concatenaron contra Mamerco. Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, colega en el penúltimo consulado de Cayo Mario, murió de repente al día siguiente de dejar el cargo de primer interrex, y Filipo propuso que Mamerco fuese nombrado provisionalmente príncipe del Senado.

—No podemos estar sin portavoz de la cámara en estos momentos —dijo Filipo—, aunque siempre ha sido potestad de los censores nombrarlo. Por tradición es el patricio más viejo del Senado, pero legalmente el derecho de nombramiento es de los censores, quienes designan al que les parece más adecuado. El patricio mayor entre los senadores es Apio Claudio Pulcro, que no goza de buena salud y que, en cualquier caso, ha de marchar a Macedonia. Necesitamos un príncipe del Senado joven y con salud. Hasta que elijamos una pareja de censores, sugiero que nombremos a Mamerco Emilio Lépido Liviano para ese cargo. Y sugiero que permanezca en Roma hasta que todo haya vuelto a la normalidad. Por consiguiente, Quinto Lutacio Catulo debe seguir ostentando el mando para luchar contra Lépido.

—¡Pero yo voy a ir de gobernador a la Hispania Citerior! —exclamó Catulo.

—¡No puede ser! —replicó Filipo tajante—. Propongo que a nuestro buen pontífice máximo, Metelo Pío, a quien se le ha prorrogado el mando en la Hispania Ulterior, se le nombre provisionalmente gobernador de la Citerior hasta que los acontecimientos nos permitan enviar otro.

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