Favoritos de la fortuna (81 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Lépido, además de ser primer cónsul, se había ganado fama de haberse opuesto a Sila en el Senado, y se consideraba en excelente posición para paliar la severidad de parte de la legislación de Sila ahora que había muerto, dado que sus partidarios en el Senado eran más que los de Catulo.

—Quiero pasar a la historia como el hombre que reformó las leyes de Sila, haciéndolas más aceptables para todos, sus enemigos incluidos —dijo a su gran amigo Marco Junio Bruto.

La Fortuna les habíá favorecido a los dos. En la última lista de magistrados elegidos por Sila Bruto figuraba como pretor, y cuando los cónsules y pretores asumieron el cargo el día de año nuevo la suerte en la asignación de provincias les había sido favorable a Lépido y a Bruto. A Lépido le había tocado la Galia Transalpina y a Bruto la Galia Cisalpina. La Galia Transalpina había sido hasta hacía poco una provincia consular, pero dos factores habían hecho cambiar la situación: la guerra en Hispania contra Quinto Sertorio (que no iba bien) y el estado de efervescencia entre las tribus galas que comenzaban a sublevarse y amenazaban la ruta por tierra a Hispania.

—Podremos gobernar las dos provincias juntos —dijo Lépido, animado, a Bruto al sacar las suertes—. Yo combatiré a las tribus rebeldes y tú organizas la Galia itálica para enviarme suministros y la ayuda que necesite.

Así, Lépido y Bruto ansiaban que llegase el año en que habían de desempeñar su cargo de gobernadores. Una vez enterrado Sila, Lépido continuó su programa de suavizar las leyes del dictador, mientras que Bruto, presidente del tribunal de violencia, se dedicaba a efectuar enmiendas a las leyes de constitución del mismo dictadas el año anterior por el pretor nombrado por Sila, Cneo Octavio. Con el consentimiento de Sila, Cneo Octavio había legislado para que los que se habían aprovechado de las proscripciones devolvieran los bienes enajenados con violencia, por la fuerza o con intimidación, lo que, naturalmente, implicaba eliminar de las listas de proscripción los nombres de los expoliados. Secundando la medida de Cneo Octavio, Bruto prosiguió su labor con entusiasmo.

En junio, con las cenizas de Sila ya depositadas en la sepultura del Campo de Marte, Lépido anunció a la Cámara que pediría su aprobación de una lex Aemilia Lepida para devolver parte de las tierras que Sila había arrebatado a las ciudades de Etruria y Umbría para entregárselas a sus excombatientes.

—Como bien sabéis, padres conscriptos —dijo Lépido ante un Senado que guardaba riguroso silencio— al norte de Roma existe mucho malestar. En mi opinión —y la de muchos otros— casi todo ese malestar procede de esa obsesión de nuestro lamentado dictador por castigar a la población de Etruria y Umbría despojándola de casi todos los iugerum de tierras comunales. Que esta cámara no siempre estuvo de acuerdo con las medidas del dictador se demostró al oponerse a sus deseos de proscribir a todos los habitantes de Arretium y Volaterrae, y mérito nuestro fue disuadirle de hacerlo, a pesar de que la oposición tuvo lugar cuando él se hallaba en el cenit de su poder. Bien, no penséis que mi nueva ley va en favor de Arretium y Volaterrae. Apoyaron decididamente a Carbón y no pienso exonerarles. No, las poblaciones que me conciernen acogieron casi involuntariamente a las legiones de Carbón. Me refiero a ciudades como Spoletium y Clusium, que en este momento sienten gran rencor contra Roma porque han perdido sus tierras sin haber hecho traición. Fueron víctimas desventuradas de la guerra civil en el camino de un ejército.

Lépido hizo una pausa para mirar las gradas de la Curia Hostilia, no le pareció mal la actitud de los senadores y prosiguió con un poco más de sentimiento en la voz.

—No se trata ni mucho menos de las poblaciones que apoyaron activamente a Carbón; las tierras de esos traidores son más que suficientes para el asentamiento de los soldados de Sila. Hago hincapié en ello. Con escasas excepciones, Italia es totalmente romana y sus habitantes ciudadanos romanos repartidos en las treinta y cinco tribus. Sin embargo, a muchos de los distritos de Etruria y Umbría en particular, se los sigue tratando como antiguos aliados rebeldes, pues desde siempre ha sido costumbre de Roma confiscar las tierras públicas de esos distritos. Pero, ¿cómo puede Roma usurpar las tierras de ciudadanos romanos? ¡Es una contradicción! Y nosotros, padres conscriptos del principal ente gubernamental de Roma, no podemos seguir sancionando eso. Si lo hacemos se producirá otra sublevación en Etruria y Umbría, ¡y Roma no puede sostener otra guerra en la península viéndose tan acosada en el exterior! En este momento tenemos que encontrar dinero para tener catorce legiones en campaña contra Quinto Sertorio, porque ahí primordialmente es donde deben ir a parar nuestros preciosos fondos. Mi ley para devolver las tierras a localidades como Clusium y Tuder servirán para calmar a la población de Etruria y Umbría antes de que sea demasiado tarde.

El Senado escuchó, pese a que Catulo se opuso denodadamente a la medida y fue apoyado por los elementos conservadores partidarios de Sila, como había previsto Lépido.

—¡Esto es el primer paso hacia el desastre! —exclamó airado Catulo—. ¡Marco Emilio Lépido trata de ir deshaciendo la constitución recién aprobada poco a poco, comenzando por unas medidas que sabe complacerán a la cámara! ¡Pero yo digo que no debe consentirse! ¡Cada una de sus medidas que aprobemos para que vaya a la asamblea del pueblo con un senatus consultum adjunto le hará envalentonarse!

Pero, al ver que ni Cetego ni Filipo tomaban la palabra en apoyo de Catulo, Lépido tuvo la impresión de que iba a ganar. Si, era curioso que no hubiesen apoyado a Catulo; pero bienvenido fuese el regalo. Por lo tanto, propuso otra medida antes de haber obtenido el senatus consultum aprobatorio para la ley de devolución de tierras confiscadas.

—Es deber de esta cámara derogar el veto decretado por nuestro lamentado dictador a que se vendiese trigo público a precio inferior al estipulado por los comerciantes de grano —dijo con firmeza, y con las puertas del Senado abiertas para que le oyeran los que estaban fuera—. ¡Padres conscriptos, soy un hombre decente en mis cabales, no un demagogo! Como primer cónsul que soy, no necesito ganarme a la parte más pobre del pueblo; mi carrera política está en su cenit y no soy ningún advenedizo. Puedo permitirme pagar el precio que determinen los comerciantes de trigo, y tampoco quiero decir que el difunto dictador se equivocase cuando fijó el precio del trigo público con arreglo al que pedían los comerciantes. Lo único que creo es que nuestro llorado dictador no preveía las consecuencias. Porque, ¿qué es lo que en realidad sucede ahora? ¡Que los comerciantes han aumentado el precio porque no existe una política gubernamental que les obligue a mantenerlo! Al fin y al cabo, padres conscriptos, ¿qué comerciante es capaz de resistir la perspectiva de ganar más? ¿Dicta su comportamiento la bondad y la humanidad? ¡Claro que no! Ellos se dedican a hacer negocio para ganar y dar beneficios a sus accionistas, y lo que sucede es que hacen gala de gran falta de visión sin pensar que si aumenta el precio del producto por encima de la capacidad del mercado comienza a desgastarse el principio de la ganancia.

»Por consiguiente, miembros de esta cámara, os pido que deis a mi lex Aemilia Lepida frumentaria vuestra aprobación y visto bueno, para que pueda pasarla a la asamblea del pueblo para su ratificación. Volveremos a nuestro tradicional método, bien experimentado, por el que el Estado ofrece trigo a la plebe al precio fijo de diez sestercios el modius. En años de abundancia, el Estado obtiene aún un buen beneficio con ese precio, y como los años de abundancia son más numerosos que los de escasez, el Estado a la larga no sufre perjuicio económico.

De nuevo el segundo cónsul Catulo se opuso a Lépido, pero esta vez consiguió escaso apoyo; tanto Cetego como Filipo estaban inequívocamente a favor de la propuesta de Lépido, que obtuvo el senatus consultum en aquella misma sesión. Ahora tenía las manos libres para promulgar la ley en la asamblea del pueblo, y así lo hizo. Con ello su fama aumentó, y el pueblo le vitoreaba por la calle.

Pero muy distinto fue con su lex agraria relativa a las tierras confiscadas; la reforma se atascó en el Senado y, aunque la sometía sucesivamente a votación en todas las reuniones, no lograba obtener el número de votos necesario para el senatus consultum, y, según la constitución de Sila, no podía transmitirla a una asamblea.

—No pienso ceder —dijo a Bruto en una cena en casa de éste.

Cenaba en casa de Bruto con frecuencia, pues la verdad era que en aquella época no soportaba la soledad de su propia casa. Al iniciarse las proscripciones, él, como la mayoría de los miembros de la clase alta romana, había temido que le alcanzasen por haber permanecido en Roma durante la época de Mario, Cinna y Carbón y por estar casado con la hija de Saturnino, el que había pretendido proclamarse rey de Roma. Había sido la propia Apuleya quien le había instado a divorciarse sin dilación. Tenían tres hijos, y era de suma importancia que la fortuna de la familia quedase intacta para el hijo más pequeño, ya que el mayor había sido adoptado por los Cornelios Escipiones y tenía su carrera asegurada por estar esta familia emparentada con Sila y ser partidaria acérrima del dictador. Escipión Emiliano (homónimo de su famoso antepasado) ya era mayor cuando Apuleya sugirió el divorcio, y Lucio, el segundo, tenía dieciocho años; el más pequeño, Marco, sólo tenía nueve. Aunque quería mucho a Apuleya, Lépido se había divorciado de ella por los hijos, pensando en que cuando pasase el peligro podrían volver a casarse; pero Apuleya no era en vano hija de Saturnino, y, convencida de que su presencia en las vidas de su ex marido y sus hijos siempre constituiría una traba, se había suicidado. Su muerte fue para Lépido un durísimo golpe del que nunca se recuperaría emocionalmente. Por ello, siempre que podía pasar los ratos de ocio en casa de alguien, optaba por la casa de su amigo Bruto.

—¡Muy bien que haces! No debes ceder —añadió Bruto—. Tu tenaz perseverancia acabará por convencer al Senado; estoy seguro.

—Más vale que los senadores cedan pronto —dijo el tercer comensal, sentado en una silla enfrente del lectus medius.

Los dos hombres miraron a la esposa de Bruto, Servilia, con preocupación atemperada por profundo respeto, ya que siempre decía cosas sensatas.

—¿Qué quieres decir exactamente? —inquirió Lépido.

—Quiero decir que Catulo se está preparando para la guerra.

—¿Como te has enterado de eso? —preguntó Bruto.

—Escuchando —respondió ella sin inmutarse, y luego sonrió a su discreto modo—. Esta mañana he ido a visitar a Hortensia, y no en vano es hermana del famoso abogado y, como él, una inveterada habladora. Catulo la adora y habla mucho con ella, y ella habla con cualquiera que sepa tirarle de la lengua.

—Y tú sabes tirarle, claro —dijo Lépido.

—Por supuesto. Pero lo que cuenta es que a mí me interesa tirarle de la lengua, porque casi todas las mujeres hablan de chismorreos y de cosas de mujeres, mientras que a ella de lo que le gusta hablar es de política. Por eso voy a verla con frecuencia.

—Vamos, Servilia, explícanoslo —terció Lépido, que no atinaba a entender lo que decía—. ¿Catulo se está preparando para la guerra? ¿En la Hispania Citerior? Allí ha de marchar el año que viene como gobernador y con un ejército. Así que supongo que no es ilógico que se esté preparando para la guerra, como tú dices.

—Es una guerra que nada tiene que ver con Hispania ni con Sertorio —replicó la esposa de Bruto—. Catulo habla de guerra en Etruria, y, según Hortensia, va a intentar convencer al Senado para que arme más legiones para acabar con el descontento.

Lépido se irguió en el lectus medius.

—¡Es una locura! —exclamó—. Sólo hay un medio de mantener la paz en Etruria, y es devolviendo a sus habitantes una buena parte de lo que Sila les arrebató.

—¿Tienes relación con algunos de los dirigentes de Etruria? —preguntó Servilia.

—Por supuesto.

—¿Los intransigentes o los moderados?

—Con los moderados, me imagino, si por intransigentes entiendes los de localidades como Volaterrae y Faesulae.

—Eso es lo que quiero decir.

—Gracias por decírnoslo, Servilia. Ten la seguridad que no escatimaré esfuerzos por solucionar el asunto de Etruria.

Lépido redobló sus esfuerzos, pero no pudo impedir que Catulo exhortase al Senado a iniciar el reclutamiento de las legiones que juzgaba necesarias para aplastar la sublevación que se tramaba en Etruria. Sin embargo, la oportuna advertencia de Servilia le permitió obtener apoyo entre los pedarii y otros como Cetego; y la cámara acogía con poco entusiasmo las apasionadas diatribas de Catulo.

—De hecho, Quinto Lutacio —dijo Cetego a Catulo—, nos preocupa más la enemistad entre tú y el primer cónsul que las hipotéticas revueltas de Etruria. Nos parece que has adoptado una actitud inflexible de oposición a las propuestas del primer cónsul. Y eso, poco después de que Lucio Cornelio Sila se tomara tanto trabajo en forjar nuevos vínculos de cooperación entre los diversos miembros y facciones del Senado de Roma.

Derrotado, Catulo cedió; pero no por mucho tiempo, como se vería. Los acontecimientos se concatenaron para que su tesis pareciera acertada y quedase descartada toda posibilidad de que Lépido obtuviera el deseado senatus consultum para su ley de devolución de las tierras arrebatadas, pues, a finales de junio, los desposeídos ciudadanos de Faesulae atacaron a las guarniciones romanas de la zona y expulsaron a los ex combatientes de sus asentamientos, matando a los que opusieron resistencia.

La muerte de varios centenares de leales legionarios de Sila no podía caer en saco roto, ni podía consentirse que Faesulae se sublevara impunemente. Era el momento en que el Senado habría debido hallarse ocupado preparando las elecciones de quintilis, pero las elecciones quedaron aplazadas. Se había echado a suertes qué cónsul presidiría las elecciones curules y le tocó a Lépido (era una nueva modalidad de la constitución de Sila), pero fue lo único que se hizo; lo que no aplazó la cámara fue encomendar a los dos cónsules que reclutasen cuatro nuevas legiones cada uno y se encaminasen a Faesulae para aplastar la sublevación.

La sesión estaba a punto de concluir cuando Lucio Marcio Filipo se puso en pie y pidió la palabra, y Lépido, que tenía los fasces durante el mes de julio, cometió el grave error de concedérsela.

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